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Authors: Bret Easton Ellis

Tags: #Relato

Menos que cero (16 page)

BOOK: Menos que cero
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Me dirijo a la puerta de la verja y luego me detengo un momento antes de entrar, casi a punto de dar la vuelta. Pero no la doy. Cruzo la puerta pensando que ésta es la primera tarde desde hace mucho tiempo que vuelvo a entrar. Me fijo en tres niños que trepan por unos aparatos de gimnasia situados cerca de la puerta de entrada y distingo a dos profesores que tuve en primero o segundo, pero no les digo nada. En vez de eso, miro por la ventana de una clase, donde una chica está haciendo un dibujo de la ciudad. Desde donde estoy puedo oír al coro ensayando en la clase contigua a la clase en la que está la chica. Cantan canciones que había olvidado que existían.

Solía pasar a menudo junto al colegio. Siempre que llevaba en coche a mis hermanas a su colegio, me acercaba y veía a los niños con uniforme negro bajar de los autobuses amarillos y en el aparcamiento a los profesores que se reían antes de las clases. No creo que ninguno más de los que íbamos al colegio pasara por allí, pues nunca he visto a nadie conocido. Un día vi a un chico con el que había ido al colegio, probablemente cuando estaba en primero, en pie junto a la verja, con los dedos agarrados a la tela metálica y mirando a lo lejos, y me dije que el chico probablemente vivía por allí cerca o algo así y por eso estaba allí solo, lo mismo que yo.

Enciendo un pitillo y me siento en un banco y me fijo en dos cabinas telefónicas y recuerdo que no solía haber cabinas telefónicas. Unas madres recogen a sus hijos y los niños las ven y corren por el patio y se echan en sus brazos y la visión de los niños corriendo por el asfalto hace que me sienta en paz; hace que no me apetezca levantarme del banco. Pero me encuentro entrando en un pabellón y estoy seguro de que se trata del pabellón donde estaba mi clase de tercero. Lo están demoliendo. Junto al pabellón abandonado está la antigua cafetería. También vacía y también la están demoliendo. La pintura de los dos edificios está saltada.

Voy a otro pabellón y la puerta está abierta y entro. Los deberes del día están escritos en el encerado y los leo con cuidado y luego me dirijo a las taquillas, pero no consigo encontrar la mía. No consigo recordar cuál era. Entro en el servicio de los chicos y aprieto un aparato de jabón. Cojo una revista amarillenta en el auditorio y toco unas pocas notas al piano. He tocado el piano, este mismo piano, en un recital de Navidad cuando iba a segundo, y toco unas cuantas notas de la canción que interpreté y las notas resuenan en el vacío auditorio. Siento miedo por alguna razón y dejo la sala. Un par de chicos juegan al frontón. Un juego que olvidé que existía. Dejo el colegio sin volver la vista y entro en mi coche y me alejo.

Me encuentro con Julian ese mismo día en un viejo salón de juegos de Westwood Boulevard. Está jugando a Invasores del Espacio y me acerco y me quedo junto a él. Julian parece cansado y habla muy despacio y le pregunto qué ha sido de su vida y él dice que ha andado por ahí y le pregunto por el dinero y le digo que me voy a ir dentro de poco. Julian dice que tiene problemas, pero que si voy con él a casa de un tipo, podrá darme el dinero.

—¿Quién es ese tipo? —le pregunto.

—Es… —Julian espera y se carga a una hilera entera de Invasores del Espacio—. Es un tipo al que conozco. Te dará el dinero. —Julian pierde uno de sus guerreros y murmura algo.

—¿Por qué no lo consigues tú y luego me lo das? —le digo.

Julian levanta la vista del juego y me mira.

—Espera un minuto —dice, y deja el salón. Cuando vuelve, me dice que si quiero el dinero tengo que ir con él.

—La verdad es que no quiero ir.

—Te veré luego entonces, Clay —dice Julian.

—Espera.

—¿Qué te pasa? ¿Quieres venir o no? ¿Quieres o no quieres el dinero?

—¿ Por qué tenemos que hacer las cosas de este modo?

—Porque… —es todo lo que dice Julian.

—¿No hay otro modo de hacer las cosas?

Pausa.

—Julian.

—¿Quieres el dinero o no?

—Julian.

—¿Quieres el dinero o no, Clay?

—Sí.

—Entonces ven. Vamos.

Dejamos el salón de juegos.

El apartamento de Finn está en Wilshire Boulevard, no demasiado lejos del ático de Rip. Julian dice que hace seis o quizá siete meses que conoce a Finn, pero por la cara que pone Julian me da la impresión de que lleva yendo al apartamento de Finn bastante más tiempo que ése, mucho más. El encargado del aparcamiento conoce su coche y le deja aparcar en la parte sólo para residentes. Julian saluda al portero, que está sentado en un sofá. Para llegar al piso de Finn cogemos el ascensor y Julian aprieta el botón A para subir al ático. El ascensor está vacío y Julian se pone a cantar una vieja canción de los Beach Boys, en voz muy alta, y yo me apoyo en la pared del ascensor y respiro profundamente cuando éste se para. Puedo verme reflejado en el espejo: pelo rubio demasiado corto, piel muy morena, las gafas de sol puestas.

Cruzamos la oscuridad del descansillo para llegar a la puerta de Finn y Julian llama al timbre. La puerta la abre un chico, de unos quince años, con pelo rubio rizado y que está muy moreno, parecido a la mayoría de los surfistas de Venice o Malibu. El chico, que sólo lleva unos pantalones cortos grises, y al que reconozco como el chico que salía de casa de Rip el día que se suponía que Rip iba a reunirse conmigo en Café Casino, nos mira con malevolencia cuando entramos. Me pregunto si es Finn o si Finn se está acostando con este surfista y la idea me pone tenso y el estómago se me encoge un poco. Julian sabe dónde está el «despacho» de Finn, el sitio donde Finn hace sus negocios. Por algún motivo empiezo a sentir desconfianza y nerviosismo. Julian llega a una puerta blanca y los dos entramos en una habitación muy sobria, totalmente blanca, con ventanas de suelo a techo y espejos en el techo y la sensación de vértigo me domina y casi tengo que mantener el equilibrio. Observo que desde esta habitación puedo ver el ático de mi padre en Century City y me pongo paranoico y empiezo a preguntarme si mi padre me podrá ver.

—Hola, hola, hola. Si es mi gran amigo —Finn está sentado detrás de una gran mesa de despacho y tiene veinticinco o treinta años. Es rubio. Está muy moreno y nada destaca en su aspecto. La mesa está vacía si se exceptúa un teléfono y un sobre con el nombre de Finn escrito en él y dos frasquitos de plata. Además, en la mesa hay un pisapapeles de cristal con un pez dentro cuyos ojos miran con desamparo, casi como si pidiera algo de comer, y me pongo a preguntarme: ¿Si el pez ya está muerto, importa algo eso?

—¿Y éste quién es? —pregunta Finn sonriéndome.

—Es un amigo mío. Se llama Clay. Clay, te presento a Finn —dice Julian encogiéndose de hombros, como distraído.

Finn me examina atentamente y sonríe de nuevo y luego se vuelve a Julian.

—¿Cómo fue todo la noche pasada? —pregunta Finn todavía sonriendo.

Julian hace una pausa y luego dice:

—Muy bien. —Y baja la vista.

—¿Muy bien? ¿Y eso es todo? Jason me llamó hoy y dijo que eras fantástico. Realmente de primera fila.

—¿Dijo eso?

—Sí. De verdad. Le gustaste de verdad.

Empiezo a sentirme débil, paseo por la habitación, busco un pitillo en el bolsillo.

Otra pausa y luego Julian tose.

—Bueno, chico, si hoy no estás muy ocupado, tienes una cita a las cuatro en el Saint Marquis con un tipo de fuera de la ciudad. Y después, esta noche, la fiesta de Eddie, ¿vale?

Finn mira a Julian y luego me mira a mí.

—¿Sabes una cosa? —Empieza a dar golpecitos con los dedos en la mesa—. Es una gran idea que hayas traído a tu amigo. El tipo del Saint Marquis quiere dos chicos. Uno sólo para mirar, claro, pero Jan está en la Colony y no podrá volver…

Miro a Finn y luego a Julian.

—No, Finn. Es un amigo —dice Julian—. Le debo dinero. Por eso lo he traído.

—Oye, puedo esperar —digo, comprendiendo que es demasiado tarde y la adrenalina se me pone a circular a toda velocidad por el cuerpo.

—¿Por qué no váis los dos? —dice Finn, volviendo a mirarme—. Julian, lleva a tu amigo.

—No, Finn. No quiero complicar a nadie más en esto.

—Oye, Julian —dice Finn, que ya no sonríe y pronuncia cada palabra con mucha claridad—. He dicho que creo que tú y tu amigo deberíais ir al Saint Marquis a las cuatro, ¿entendido? —Luego se vuelve hacia mí—. Tú quieres el dinero, ¿no es así?

Niego con la cabeza.

—¿No lo quieres? —me pregunta incrédulo.

—Sí. Claro que lo quiero —digo yo—. Por supuesto que sí.

Finn se vuelve hacia Julian y luego hacia mí.

—¿Te encuentras bien?

—Sí —le digo—. Sólo tengo el tembleque.

—¿Quieres Torinal?

—No, gracias. —Vuelvo a mirar al pez.

Finn se vuelve hacia Julian.

—¿Cómo están tus padres, Julian?

—No lo sé —dice Julian todavía con la vista baja.

—Sí, bien… bueno… —empieza Finn—. ¿Por qué no vais los dos al hotel y luego os reunís conmigo en The Land's End y después vamos todos a la fiesta de Eddie y os doy el dinero a ti y a tu amigo? ¿De acuerdo, chicos? ¿Qué os parece?

—¿Dónde te encontraré? —pregunta Julian.

—En el piso de arriba de The Land’s End —dice Finn—. ¿Qué pasa? ¿Qué es lo que no marcha?

—Nada —dice Julian—. ¿Cuándo?

—¿A las nueve y media?

—Bien.

Miro a Julian y vuelvo a ver la imagen del sports club a la salida del colegio.

—¿Te encuentras bien, Julie? —dice Finn volviendo a mirar a Julian.

—Sí, sólo estoy nervioso. —A Julian se le estrangula la voz. Va a decir algo y abre la boca. Oigo un avión que pasa por encima. Luego una ambulancia.

—Pero, ¿qué te pasa, chico? Puedes contármelo. —Finn parece entender y se dirige a Julian y le pasa el brazo por los hombros.

Creo que Julian está llorando.

—¿Puedes perdonarnos un momento? —me pregunta Finn educadamente.

Salgo de la habitación y cierro la puerta, pero puedo oír sus voces.

—Esta noche será la última… la última. ¿Lo entiendes, Finn? No creo que pueda hacerlo más. Me pone enfermo sentirme tan… lo paso mal todo el rato y no puedo seguir… ¿No puedo hacer otra cosa por ti? ¿Sólo hasta que te devuelva lo que te debo? —La voz de Julian tiembla y luego se rompe.

—Vamos, vamos, querido —murmura Finn—. No te preocupes.

Podría irme ahora mismo del ático. Aunque haya venido en el coche de Julian, podría irme del ático. Podría llamar a alguien que me viniera a buscar.

—No, Finn, no.

—Toma…

—No, Finn. Ya no. No lo quiero. He decidido dejarlo.

—Como quieras.

Hay un silencio largo de verdad y sólo oigo que encienden un par de cerillas y el ruido de unas palmaditas, y al cabo de un rato Finn habla:

—Sabes que eres el mejor de los chicos que tengo y que me ocupo de ti. Como si fueras mi propio hijo… —Hay una pausa y luego Finn dice—: Pareces muy delgado.

El surfista pasa como una exhalación junto a mí y entra en la habitación y le dice a Finn que alguien que se llama Manuel le llama por teléfono. El surfista sale. Julian se levanta de la mesa del despacho de Finn, abrochándose la manga, y se despide de Finn.

—Y no te hundas. Tienes que mantenerte a flote, ¿entendido? —Finn le guiña un ojo.

—Claro que sí.

—¿Nos veremos esta noche, Clay?

Me apetece decir que no, pero tengo la sensación de que esta noche le veré y asiento y digo, tratando de sonar convincente:

—Sí.

—Sois terribles, chicos. Realmente fabulosos.

Sigo a Julian y cuando cruzo el cuarto de estar para llegar a la puerta, veo al surfista tumbado en el suelo del cuarto de estar. Tiene la mano en los pantalones y come una taza de cereales. Alterna entre la lectura de la caja de cereales y «Zona crepuscular», que está viendo en la enorme pantalla de televisión que hay en medio del cuarto de estar, y Rod Sterling nos mira y nos dice que acabamos de entrar en la zona crepuscular y aunque no lo quiero creer, resulta tan surrealista que sé que es cierto y miro al chico tumbado en la alfombra del cuarto de estar por última vez y luego me vuelvo despacio y sigo a Julian por la puerta hasta la oscuridad del rellano de Finn. En el ascensor bajando al coche de Julian, digo: —¿Por qué no me dijiste que el dinero era para esto?

Y Julian, con ojos vidriosos y una mueca muy triste en la cara, dice:

—¿Y a quién le importa? ¿A ti? ¿Te importa a ti?

No digo nada y me doy cuenta de que en realidad no me importa y de pronto me siento estúpido. También comprendo que iré con Julian al Saint Marquis. Que quiero comprobar si esas cosas pasan de verdad. Y cuando baja el ascensor, y pasa el segundo piso, y luego el primero, me doy cuenta de que el dinero ya no importa. Que lo único que pasa es que quiero ver lo peor.

El Saint Marquis. Cuatro en punto. Sunset Boulevard. El sol es inmenso y quema, un monstruo naranja, cuando Julian entra en el aparcamiento. Por algún motivo ha pasado dos veces por delante del hotel y le pregunto por qué y él me pregunta si de verdad quiero seguir con esto y yo le digo que sí. En cuanto nos bajamos del coche, miro la piscina y me pregunto si se habrá ahogado alguien en ella. El Saint Marquis es un hotel hueco; tiene una piscina en un patio interior rodeada de habitaciones. Hay un tipo gordo en una tumbona. El cuerpo, untado de aceite solar, le brilla. Nos mira cuando nos dirigimos hacia la habitación a la que Finn le dijo a Julian que tenía que ir. El tipo ocupa la habitación 001. Julian llega a la puerta y llama. Las cortinas están corridas y una cara, una sombra, se asoma. La puerta la abre un tipo de cuarenta o cuarenta y cinco años, con pantalones anchos y camisa y corbata, que pregunta:

—¿Qué desean?

—¿Es usted el señor Erickson?

—Sí… Claro, y vosotros debéis de ser… —Se le desvanece la voz al miramos a Julian y a mí.

—¿Pasa algo? —pregunta Julian.

—No, en absoluto. ¿Por qué no entráis?

—Gracias —dice Julian.

Sigo a Julian dentro de la habitación y me enervo. Aborrezco las habitaciones de los hoteles. Mi bisabuelo murió en una. Del Stardust de Las Vegas. Pasaron dos días antes de que lo encontraran.

—¿Os apetece una copa, chicos?

Tengo la sensación de que estos tipos siempre preguntan lo mismo y aunque me apetece una, miro a Julian, que niega con la cabeza y dice:

—No, muchas gracias, señor.

—¿Por qué no os ponéis cómodos y os sentáis?

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