Metro 2034 (34 page)

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Authors: Dmitry Glukhovsky

BOOK: Metro 2034
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¿El lenguaje? Sin duda alguna, eso lo diferencia del resto de los animales, pues desde ese momento puede tallar los pensamientos en bruto y transformarlos en joyas verbales, en mercancías con capacidad de circulación. No se trata tanto de la habilidad de expresar lo que ocurre dentro de La cabeza como de ordenarlo. De transformar imágenes inestables, como de metal fundido, en una forma fija. De preservar la claridad y la sobriedad del espíritu, de comunicar con exactitud y precisión indicaciones y conocimientos. Y, con ello, también la habilidad de organizarse, de someter a otros, de reunir ejércitos y construir ciudades.

Pero las hormigas no necesitan palabras. A una escala que el ser humano a duras penas percibe, organizan gigantescas colonias, viven sometidas a las jerarquías más complejas, se comunican información y órdenes con la mayor exactitud, ponen en pie, con disciplina de hierro, osadas legiones de mil cabezas que luchan en guerras silenciosas, pero implacables.

¿O quizá sea cosa de las letras, sin las que no podríamos registrar nuestros conocimientos? ¿De los ladrillos con los que se edificó la torre babilónica de la civilización humana, la torre que trataba de alcanzar el cielo? Sin ellas, toda la sabiduría que ha atesorado la humanidad se derretiría y se haría pedazos como barro sin cocer, y se hundiría y se desmenuzaría bajo su propio peso. Si no hubieran existido las letras, todas las generaciones habrían tenido que empezar a construir de nuevo la gran torre, habrían tenido que pasarse la vida entera bregando sobre Las ruinas de una misma cabaña de fango y, al fin, habrían muerto sin haber logrado levantar un piso nuevo.

Sólo las letras —la escritura— hicieron posible que el ser humano sacara de su minúsculo cráneo los conocimientos acumulados y los legara a sus descendientes con precisión. Con ellas se había liberado del destino de tener que descubrir una y otra vez lo que se había descubierto hacía tiempo, y había podido erigir construcciones propias sobre un fundamento sólido establecido por sus antepasados.

Pero ¿eso era todo?

¿Si los lobos pudieran escribir, sería su civilización semejante a la de los seres humanos? ¿Habrían logrado, en definitiva, construir una civilización?

El lobo ahíto cae en una amable indolencia, acaricia a sus congéneres y juega con ellos, hasta que los gruñidos de su estómago le obligan a volver a salir de casa. El humano ahíto, en cambio, tiene una sensación muy distinta: la melancolía. Un impulso incomprensible, e inexplicable, le empuja a contemplar las estrellas durante varias horas, a pintar de ocre las paredes de su cueva, a decorar con figuras talladas la proa de su navío de guerra, a emplear un siglo de trabajos en erigir un coloso de piedra en vez de reforzar las murallas de su fortaleza, a ocupar su vida entera con el perfeccionamiento de sus artes poéticas en vez de ejercitarse en el manejo de la espada.

Es este impulso el que ha llevado a un antiguo conductor de trenes auxiliares a consagrar los escasos años de vida que le quedan a la lectura y a la búsqueda, sí, a la búsqueda, y al intento de escribir algo… algo especial… Para satisfacer este anhelo, el pueblo sencillo y pobre escucha a los músicos ambulantes, los reyes se rodean de trovadores y pintores cortesanos, y una muchacha que nació bajo tierra contempla durante largo rato el dibujo de un paquetito de té. Es una llamada vaga, pero poderosa, que llega a imponerse incluso a la voz del hambre. Y sólo los seres humanos la oyen.

¿No es esa llamada lo que se eleva sobre el espectro de las emociones animales y le brinda al ser humano la capacidad de soñar, la osadía de abrigar esperanzas y el valor de perdonar? El amor y la compasión, los sentimientos que el ser humano suele considerar como propios, no son invenciones suyas. También los perros aman y sienten compasión: si su dueño está enfermo, no se alejan de su lado, y lloriquean. Son capaces, incluso, de expresar el anhelo de encontrar en otra criatura el sentido de su propia vida. Así, hay perros que están dispuestos a morir en cuanto muere su dueño, con tal de no separarse de él. Pero los perros no sueñan.

¿Se trata, pues, del anhelo de belleza y de la capacidad de apreciarla? ¿Esta sorprendente habilidad de regocijarse con una composición de colores, una serie de sonidos, unos trazos quebraos y unas frases compuestas con elegancia? ¿De arrancarles un eco dulce y al mismo tiempo doloroso que resuena en el alma, un eco que se adueña de los corazones —aunque sufran degeneración adiposa, tengan callosidades y estén recubiertos de cicatrices— y que los libera de sus úlceras?

Tal vez. Pero no es sólo eso.

Para ocultar los disparos de fusil y los chillidos de desesperación de hombres y mujeres desnudos y cargados de cadenas, hubo quienes hicieron resonar las grandiosas óperas de Wagner. Y no era una contradicción: lo uno subrayaba lo otro.

Entonces, ¿qué nos deparará el futuro?

Aun cuando el ser humano sobreviva como especie biológica en este infierno, ¿preservará este frágil ingrediente, a duras penas perceptible, pero sin duda presente entre los que configuran su naturaleza? ¿Conservará este excepcional destello que hace diez mil años transformó a un animal medio muerto de hambre, de animal de mirada triste, en una criatura de otro orden? En una criatura que sufre mucho más por la sed del alma que por la del cuerpo. En una criatura titubeante, siempre desgarrada entre la grandeza y la bajeza del espíritu, entre una gracia inexplicable, imposible en un animal de presa, y una inexorable crueldad que no encontraríamos en el mundo sin alma de los insectos. Una criatura que edifica magníficos castillos y pinta cuadros inimaginables, que se mide con el Creador en su capacidad de sintetizar la belleza, y que al mismo tiempo inventa cámaras de gas y bombas de hidrógeno para aniquilar lo que ha creado y exterminar de manera económica a sus congéneres. Una criatura que emplea todo su celo en erigir castillos de arena en la playa y luego los derriba por puro capricho. Una criatura que no conoce límites, temerosa y apasionada a un tiempo, incapaz de saciar su miserable hambre pero que, al mismo tiempo, no persigue otra cosa en toda su vida. Un ser humano…

¿Se preservará ese destello que vive en él, que brota de su interior?

¿O desaparecerá en el pasado, como una breve oscilación en el curso de la historia? ¿Acaso finalizará esta brevísima desviación del ser humano —brevísima en comparación con la totalidad de su existencia—, esta desviación del uno por ciento en su recorrido, y el hombre regresará a su eterno embotamiento, a una rutina sin tiempo, en la que incontables generaciones se sucederán, con los ojos vueltos hacia el suelo, rumiando, una detrás de otra, y después, al cabo de diez, cien, quinientos mil años, se extinguirá el hombre sin que nadie lo advierta?

¿Qué nos deparará el futuro?

***

—¿Es cierto todo eso?

—¿El qué? —Leonid le sonrió a la muchacha.

—Esa historia de la Ciudad Esmeralda. Del Arca. Existe un lugar como ése en la red de metro—La voz de Sasha sonaba pensativa. La muchacha se miraba los pies.

—Ésos son los rumores que circulan.

—Me gustaría mucho verla… ¿sabes?, cuando paseaba por allí arriba sentí dolor por los seres humanos. Por un único error, el mundo no volverá a ser jamás como antes. Había sido tan hermoso… al menos, eso es lo que creo.

—¿Por un único error? No. Por un pecado capital. Destruir el mundo entero, asesinar a seis mil millones de seres humanos… ¿puede llamarse eso simplemente «un error»?

—No importa. ¿No crees que tú y yo nos merecemos el perdón? Todo el mundo lo merece. Todo el mundo tiene derecho a una oportunidad para cambiarse a sí mismo y cambiarlo todo, para intentarlo de nuevo, una vez más, aunque sea la última. —Sasha calló durante unos momentos, y luego dijo—: Cuánto me gustaría ver todo aquello tal como era. Antes no me interesaba. Tenía miedo, y todo lo que había allí me parecía feo. Pero ahora me parece que salí a la superficie por un lugar equivocado. Qué estúpida… la ciudad que está allí arriba es como mi vida anterior. No tiene ningún futuro. Tan sólo recuerdos, e incluso los recuerdos son ajenos. Sólo fantasmas. Cuando estaba allí arriba, comprendí algo muy importante, ¿sabes…? —Buscó las palabras—. La esperanza es como la sangre que nos corre por las venas. Mientras no se detenga, vivirás. Quiero conservar la esperanza.

—¿Y qué esperas de la Ciudad Esmeralda? —le preguntó Leonid.

—Quiero ver, y sentir, cómo había sido la vida de antaño. Tú mismo lo has dicho. Allí, los seres humanos deben de ser muy distintos. Aún no han olvidado el ayer, e indudablemente tendrán un mañana. Por ello tienen que ser muy, muy distintos…

Atravesaron sin prisas la Dobryninskaya. Los guardias no los perdían de vista. Homero, de mala gana, los había dejado para hablar con el jefe de estación. Hacía bastante rato que se había marchado. No había ni rastro de Hunter.

Entonces, en la marmórea plataforma central de la Dobryninskaya, Sasha tuvo una extraña sensación: los amplios arcos por los que se accedía a los andenes alternaban allí con pequeños arcos adornados con relieves. Un arco grande y otro pequeño, otro grande y otro pequeño. Como un hombre y una mujer que se sujetaran de la mano, un hombre y una mujer, un hombre y una mujer… y de pronto sintió el deseo de la mano ancha y fuerte de un hombre, una mano en la que pudiera depositar la suya. Para protegerse aunque sólo fuera un poco.

—También aquí sería posible iniciar una nueva vida —le dijo Leonid, y le guiñó el ojo—. No es necesario marcharse a otro sitio, en busca de quién sabe qué… a veces basta con mirar alrededor.

—¿Y qué voy a ver?

—Me verás a mí. —El muchacho bajó los ojos con fingida timidez.

—A ti ya te he visto. Y te he escuchado. —Por fin, Sasha le devolvió la sonrisa—. Tu música me gusta mucho. Le gusta a todo el mundo. ¿No necesitarás más cartuchos? Has tenido que dar tantos para que pudiéramos pasar…

—Me basta con tener para comer. Siempre llevo suficientes. Tocar por la paga sería una estupidez.

—Entonces, ¿por qué tocas?

—Por la música. —Sonrió—. Por las personas. No, no es por eso. Por lo que la música les hace a las personas.

—¿Qué les hace?

—Todo lo que uno quiere —le respondió Leonid, serio de nuevo—. Tengo una melodía que inflama el amor, y otra que hace brotar las lágrimas.

Sasha lo miró con desconfianza.

—¿Y esa que tocaste la última vez? La que no tiene nombre. ¿Qué hace ésa?

—¿Ésta? —Leonid silbó el comienzo—. Nada. Tan sólo quita el dolor.

***

—¡Eh, viejo!

Homero cerró el libro y se levantó torpemente del incómodo banco de madera. El ordenanza reinaba tras un pequeño pupitre, ocupado casi en su totalidad por tres viejos teléfonos negros sin teclas ni disco. En uno de los aparatos parpadeaba una lucecita roja.

—Preséntale tu petición a Andrey Andreyevich. Tienes dos minutos, así que no te andes con rodeos. Ve directo al grano.

Homero se lamentó.

—Con dos minutos no me va a bastar.

El ordenanza se encogió de hombros.

—Yo ya te he advertido.

No habría bastado ni siquiera con cinco. Homero no sabía por dónde tenía que empezar y terminar, ni tampoco qué había que preguntar, ni lo que quería solicitar. Pero el único a quien creía que podía recurrir era el jefe de la Dobryninskaya.

Andrey Andreyevich, una bola de grasa envuelta en un abrigo militar desabrochado, empapada de maldad, no quería perder tiempo en escuchar al viejo.

—¿Es que te has vuelto loco? ¡Estamos en estado de emergencia, acabo de perder a ocho hombres, y ahora me vienes hablando de epidemias! ¡Aquí no hay ninguna epidemia! ¡Cállate! ¡Ya me has hecho perder bastante tiempo! Como no te largues ahora mismo…

Cual cachalote que salta de las aguas, el jefe de estación levantó toda la masa de su barriga, con tal violencia que la mesa estuvo a punto de volcarse. El ordenanza lo interrogó con la mirada desde la puerta.

Homero, igualmente confuso, se levantó del asiento bajo y duro que se ofrecía a las visitas.

—Me marcho. Pero ¿por qué han mandado fuerzas de asalto a la Serpukhovskaya?

—¿Y a ti qué te importa eso?

—En la estación se dice que…

—¿Qué, qué? Basta ya. Ni se te ocurra incitar al pánico… ¡Pavel, mételo en la mazmorra!

Homero se encontró con que lo sacaban a empujones a la antesala. Una vez allí, el ordenanza metió al díscolo anciano por un estrecho corredor en el que, alternativamente, le hablaba con voz tranquilizadora y le arreaba bofetones.

Una de las bofetadas le arrancó la máscara de gas de la cara. Homero trató de retener el aire, pero entonces recibió un puñetazo en el estómago y tosió convulsivamente.

El cachalote apareció a la puerta del despacho. Solo con su cuerpo ocupaba todo el umbral.

—Que se quede ahí. Luego ya veremos… —Y le masculló al visitante que venía después—: ¿Y quién eres tú? ¿Habías pedido hora?

Homero vio al recién llegado. Se encontraba a tres pasos de él: era Hunter, inmóvil y con los brazos cruzados. Llevaba un uniforme muy ceñido, que Homero no conocía. La sombra del visor alzado le escondía el rostro. No pareció reconocer al viejo, ni que querer intervenir en su favor. Homero se había imaginado que el cuerpo del brigadier chorrearía sangre de los pies a la cabeza, como el de un matarife, pero la única mancha de color rojo oscuro que se veía en su ropa procedía de su propia herida.

La pétrea mirada de Hunter escudriñó al jefe de estación. Y entonces, de pronto, el brigadier avanzó hacia la puerta del despacho, como si hubiera pretendido pasar a través del cuerpo de Andrey Andreyevich.

El jefe de estación reaccionó con un gesto de sorpresa, pero luego masculló algo, retrocedió y dejó que pasara. El ordenanza aún tenía a Homero agarrado por el cuello de la camisa, y se quedó inmóvil, sin saber qué hacer.

Hunter siguió adentro al barril de sebo y le hizo callar con un resoplido de animal de presa. Luego le susurró al oído algo que parecía una orden.

El ordenanza soltó al viejo y cruzó la puerta del despacho. Al cabo de un instante volvió a cruzarla en dirección opuesta, perseguido por un torrente de insultos. Era la voz del jefe de estación, que casi chillaba.

—¡Y deje en paz al provocador ese! —aulló, como si hubiera sido víctima de una repentina hipnosis.

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