Authors: Dmitry Glukhovsky
El gentío que se hallaba sobre el andén no prestaba atención a Hunter. El brigadier no existía para ellos, igual que ellos no existían para él. Se preocupaban por otra cosa: consultaban con impaciencia creciente sus relojes de pulsera, resoplaban, hablaban con la persona que tuvieran al lado y comparaban su hora con la que indicaban las cifras rojas del reloj digital que colgaba sobre el túnel.
Homero parpadeó y miró en la misma dirección que la muchedumbre… el reloj de la estación marcaba el tiempo que había pasado desde la salida del último tren. Pero el número se había alargado más de lo normal: tenía diez cifras. Ocho cifras antes de los dos puntos, y luego otras dos para los segundos. Un círculo de señales rojas indicaba también el paso de los segundos, y tan sólo la última cifra de ese número increíblemente largo —habían sobrepasado los doce millones— cambiaba…
Se oyó un grito… un lloriqueo.
Homero apartó los ojos del enigmático reloj. Hunter estaba inmóvil, de bruces sobre la vía. Homero corrió hasta él y tiró de su pesado cuerpo sin vida para ponerlo boca arriba. No, el brigadier respiraba, aunque de manera irregular. No se le veían heridas, aunque tenía los ojos entornados como los de un muerto. Su puño derecho aún estaba cerrado, y entonces Homero se dio cuenta de que Hunter no había peleado sin armas en aquel duelo tan singular. La empuñadura de un cuchillo negro le sobresalía del puño.
Homero le dio un par de bofetadas al brigadier, y éste gimió como un borracho, bizqueó, se apoyó en un codo y contempló al viejo con los ojos empañados. Entonces se puso en pie de un salto y se sacudió el polvo.
El sueño se había desvanecido: los seres humanos ataviados con abrigos y chaquetas de varios colores habían desaparecido sin dejar rastro, el fulgor se había extinguido, y el polvo de las décadas cubría una vez más las paredes. La estación estaba oscura, vacía y sin vida. Igual que Homero la había encontrado en sus anteriores expediciones.
***
Ninguno de los dos dijo ni una palabra hasta que hubieron llegado a la Oktyabrskaya. Sólo oían a sus escoltas, que hablaban en susurros y resoplaban cuando sus botas de cuero sintético tropezaban con las traviesas. Sasha estaba furiosa, no tanto con el músico como consigo misma. El muchacho… ¿qué más daba? Se había comportado de la manera que se podía esperar de él. En cambio, se sentía avergonzada de su propia conducta. ¿No habría sido demasiado dura con Leonid?
Una vez en la Oktyabrskaya, los vientos cambiaron por sí mismos y Sasha, al contemplar la estación, se olvidó de todo lo demás. Durante los últimos días había estado en lugares cuya misma existencia le había parecido imposible. Pero la Oktyabrskaya y su magnificencia relegaban a las sombras todo lo que hubiera visto hasta entonces. El suelo de granito estaba cubierto de alfombras. Su estampado original aún se reconocía al cabo de los años. Lámparas que simulaban antorchas alumbraban la sala con una uniforme luz lechosa. Sus cristales estaban tan pulidos que se habrían podido emplear como espejos. Aquí y allá había mesas en torno a las cuales se sentaban personas de rostro alegre, que conversaban con indolencia e intercambiaban papeles. Sasha no dejaba de girar la cabeza a un lado y otro para ver todo lo que le fuera posible. Entonces dijo, intimidada:
—Todo esto es tan… lujoso…
—Yo pienso que las estaciones de la Línea de Circunvalación son como una brocheta de cerdo —le susurró Leonid—. Rezuman grasa… a propósito, ¿qué te parece si vamos a comer algo?
—No tenemos tiempo. —La muchacha negó con la cabeza. Abrigaba la esperanza de que el joven no oyera el impaciente ronroneo de su estómago.
—Venga, mujer… —El músico la agarró de la mano—. Ahí tenemos sitio. Además, todo lo que hayas comido hasta ahora no se podrá comparar con esto… Muchachos, ¿no os importará que nos detengamos a comer? —les gritó a los escoltas—. No te preocupes, Sasha, vamos a llegar en un par de horas. Lo de la brocheta de cerdo no lo he dicho porque sí. Aquí hacen…
Las alabanzas que le dedicó a la carne que se cocinaba en ese lugar fueron tales que Sasha, finalmente, cedió. Si sólo les faltaban dos horas para llegar a su destino, podían permitirse una comida de treinta minutos. Por otra parte, aún disponían de un día entero, y no sabían cuándo podrían comer de nuevo.
El
shashlik
que comieron se había merecido todos los anteriores elogios. Pero, como si no le hubiera bastado, Leonid pidió también una botella de vino dulce. Sasha se bebió un vasito con gran curiosidad, y el músico compartió el resto con los escoltas. De repente, Sasha se puso en pie, con las rodillas temblorosas, y le ordenó a Leonid que se levantara también.
La dureza de su voz provenía de la súbita ira que sentía contra sí misma. Ira, porque se había relajado con la comida y el cálido alcohol, y porque había tardado unos instantes en apartar de su rodilla la mano del muchacho. Los dedos de éste eran ligeros y sensuales. Leonid, sin avergonzarse en lo más mínimo, levantó ambas manos al instante, como para decir: «¡Abandono!», pero la muchacha aún sentía su tacto sobre la piel. «¿Por qué me he dado tanta prisa en quitármelo de encima?», se preguntaba, confusa, y se pellizcó a modo de castigo.
Sintió el anhelo de borrar cuanto antes posible el recuerdo pegajoso y dulzón de la escena, blanquearlo con una conversación cualquiera, maquillarlo con palabras.
—Las personas que viven aquí son muy raras —le dijo a Leonid.
—¿Por qué? —El músico vació su vaso de un trago y se levantó poco a poco.
—Les falta algo en los ojos…
—El hambre.
—No, no sólo el hambre… parece que no necesiten nada.
—Eso es porque no necesitan nada. —Leonid sonrió satisfecho—. Comen bien. La reina Hansa los alimenta. Y sus ojos son muy normales… somnolientos…
Sasha se puso seria.
—Con todo lo que nos ha sobrado de la comida de hoy, mi padre y yo habríamos tenido suficiente para tres días. ¿No sería mejor que nos lo lleváramos y se lo diéramos a alguien?
—No —replicó el músico—. Se lo darán a sus perros. Aquí no hay pobres.
—¡Pero podrían llevarlo a las estaciones vecinas! Allí sí que hay gente que pasa hambre…
—La Hansa no es una organización de beneficencia —le gritó el centinela al que llamaban Muleta—. Que los otros cuiden de sí mismos. ¡Sólo faltaría que tuviéramos que alimentar a esos desgraciados!
—¿Tú eres de aquí? —le preguntó Leonid.
—He vivido siempre aquí. La memoria no me llega más allá.
—No te lo vas a creer, pero los que no han nacido en la Línea de Circunvalación también necesitan algo que llevarse a la boca.
—¡Pues que se devoren entre ellos! —le contestó el soldado con irritación—. ¿Acaso vamos a permitir que nos lo quiten todo y se lo repartan? Eso es lo que querrían los rojos.
—Bueno, si todo sigue como hasta ahora… —empezó a decirle Leonid.
—¿Qué pasará entonces? ¡Cállate de una vez, niñato! Todo eso que nos estás diciendo sería motivo de expulsión.
—La expulsión me la gané hace tiempo —le respondió el músico con flema—. Y sigo trabajando en ello.
—Podría entregarte ahora mismo —bramó el guardia—. ¡Por espionaje al servicio de los rojos!
—Y yo a ti, por beber alcohol en horas de servicio…
—Eh, oye… si has sido tú quien… alto ahí…
—¡No! Disculpe, por favor. Todo esto es un malentendido —dijo entonces Sasha, agarró al músico por una manga y lo apartó de Muleta, que respiraba pesadamente.
Casi con violencia, hizo bajar a Leonid a las vías, miró el reloj de la estación y suspiró. Entre la comida y la discusión habían perdido casi dos horas. Y Hunter no debía de haberse detenido ni un solo segundo.
El músico, borracho, se reía a sus espaldas.
Durante el camino hasta la Park Kultury, los murmullos de los guardias fueron audibles. Leonid habría querido plantarles cara, pero Sasha le obligaba una y otra vez a no detenerse y le hablaba en tono de súplica. Aún estaba ebrio, y el alcohol daba alas a su insolencia y su descaro. La muchacha tenía que maniobrar para zafarse de sus incansables manos.
—¿Es que no te gusto? —le decía él, ofendido—. No soy tu tipo, ¿verdad? No te gustan los hombres como yo, los quieres con músculos y cicatriiiices… entonces ¿por qué has venido conmigo?
—¡Porque me habías prometido una cosa! —Lo apartó de un empujón—. No porque…
—La canción de siempre: ¡No soy una de
ésas!
—Suspiró—. Si hubiera sabido que eras tan estrecha…
—Pero ¿cómo te atreves? En ese lugar hay un montón de personas con vida. ¡Si no llegamos a tiempo, todos morirán!
—¿Y qué voy a hacer yo? A duras penas consigo levantar los pies. ¿Tú sabes cuánto me pesan? Ven, toca… —Leonid trató de poner un pie en alto sin dejar de caminar, con ridículos resultados—. Y todas esas personas van a morir de todos modos. Mañana, o dentro de diez años. Igual que tú y yo. ¿Qué más da?
—Entonces, ¿me has mentido? ¡Sí, me has mentido! Homero me lo había dicho… me había advertido… ¿adónde vamos?
—¡No, no te he mentido! ¿Quieres que te lo jure? ¡Pronto vas a verlo! ¡Tendrás que disculparte conmigo! Pasarás mucha vergüenza y me dirás: «¡Leonid! ¡Tengo mala con-cien-cia!» —El joven arrugó la nariz.
—¿Adónde vamos?
—A la ciudad donde las mujeres van con falda… vamos a la Ciudad Esmeralda… tralará chim pum pum… un camino de gran dificultad —le cantó Leonid, y señaló el camino con el dedo índice. De pronto, el estuche de la flauta se le cayó al suelo, el joven gritó una maldición, se agachó y estuvo a punto de caerse él mismo.
—¡Eh, borracho! ¿Vais a llegar hasta la Kievskaya? —le gritó uno de los escoltas.
—¡Si rezáis por nosotros…! —El músico le hizo una reverencia—.
Y Elli va a regresar —siguió cantando—. Y Elli va a regresar… con
Totoshka
[22]
… ¡guau! ¡guau! Hasta su hogar…
***
Homero no había creído nunca en las leyendas que se contaban sobre la Polyanka, pero la estación le había enseñado algo.
Había personas que la llamaban la Estación del Destino y la veneraban cual si fuera un oráculo. Algunos creían que un peregrinaje hasta allí, en un momento de cambio en la vida, podía servir para levantar el velo del futuro, para recibir una indicación, una clave para predecir el resto del camino y determinarlo.
Eso era lo que creían algunos… pero todos los que tenían sentido común sabían que en esa estación brotaban gases tóxicos de la tierra, y que estos inflamaban la fantasía y provocaban alucinaciones.
¡Pero, al diablo con los escépticos!
¿Qué podía significar aquella visión? Homero tenía la sensación de hallarse a un paso de descifrarla, pero sus pensamientos se paralizaban y confundían una y otra vez. Y Hunter aparecía una vez más ante sus ojos, y de nuevo le veía cortar los aires con el negro puñal. Homero habría pagado mucho por saber qué había visto el brigadier, con quién había luchado, cómo había sido el duelo que había finalizado con su derrota, y quizá con su muerte.
—¿En qué piensas?
Homero sintió que se le revolvían las tripas. Hasta aquel momento, Hunter no le había hablado nunca sin un motivo de importancia. Le había ladrado órdenes, le había murmurado de mala gana escuetas respuestas… ¿Cómo se podía esperar una conversación sobre el alma con un hombre que no tenía alma?
—Pues solamente… en nada especial —masculló Homero.
—No, te he oído —le dijo tranquilamente Hunter—. Estás pensando en mí. ¿Tienes miedo?
—Ahora no —le dijo el viejo, aunque fuera mentira.
—No tengas miedo. No te voy a hacer nada. Me recuerdas…
Al cabo de medio minuto, Homero le preguntó tímidamente:
—¿A quién?
—A una parte de mí mismo. Había olvidado que dentro de mí hubiera algo semejante. Tú me lo recuerdas. —Hunter tenía que esforzarse visiblemente para decir estas palabras, y, al mismo tiempo, miraba al frente, sin volverse, a la negrura.
—¿Por eso me has traído contigo? —Homero se sentía decepcionado y perplejo a un tiempo. Había esperado que…
—Para mí es importante conservarlo en la cabeza —le contestó el brigadier—. Muy importante. Y también es importante para los demás que yo… si no, podría volver a ocurrir… lo que ocurrió en otro tiempo.
—¿Tienes algún problema de memoria? —Homero tenía la sensación de andar sobre un campo minado—. ¿Te ha sucedido algo?
—¡Yo me acuerdo de todo! —le contestó Hunter con gran brusquedad—. Sólo que a veces me olvido de mí mismo. Y tengo miedo de olvidarme del todo. Tú me harás recordar, ¿verdad?
—Está bien. —Homero asintió con la cabeza, aun cuando Hunter no lo mirara.
—Antes, todo tenía un sentido —le dijo entonces el brigadier, arrastrando la voz—. Todo lo que yo hacía. Protegía el metro. Las personas. Mi misión estaba clara: poner fin a las amenazas. Destruirlas. ¡Eso tenía sentido, sí, tenía sentido!
—Pero ahora…
—¿Ahora? Ya no sé lo que es el ahora. Quiero que todo vuelva a estar tan claro como antes. Yo no hago las cosas porque sí. ¡No soy un bandido, ni un asesino! Lo hago por las personas. He tratado de vivir sin nadie, para protegerlos a todos ellos. Pero fue horrible. Pronto me olvidé de mí mismo. Tuve que volver con las personas. Protegerlas. Socorrerlas. Recordar. Y así llegué a la Sevastopolskaya. Allí me acogieron. Fue por allí por donde volví abajo. Hay que salvar a la estación. Necesitan ayuda. A cualquier precio. A mí me parece que si lo hago… si pongo fin a la amenaza… habré hecho algo grande, algo importante. Puede que entonces recuerde. Tengo que recordar. Por ello debo actuar con toda la celeridad que me sea posible… esto avanza más y más rápido. Tengo que conseguirlo en un máximo de veinticuatro horas. Tengo que lograrlo: llegar a la Polis, reunir un cuerpo expedicionario y volver hasta allí… durante el camino, me harás recordar. ¿De acuerdo?
Homero asintió con gesto forzado. Sólo de imaginarse lo que podría ocurrir si el brigadier finalmente olvidaba, sentía miedo y pavor. ¿Qué quedaría dentro de aquel cuerpo si el Hunter de antes se dormía para siempre? ¿Acaso la criatura… contra la que había perdido el ilusorio enfrentamiento de aquel mismo día?
Habían dejado muy atrás la Polyanka. Hunter marchaba en dirección a la Polis como un perro lobo, cuando, una vez que su amo le quita la cadena, sigue el rastro de su presa. ¿O tal vez como un lobo que huye de los cazadores?
Al final del túnel encontraron luz.