Metro 2034 (39 page)

Read Metro 2034 Online

Authors: Dmitry Glukhovsky

BOOK: Metro 2034
12.61Mb size Format: txt, pdf, ePub

***

Por fin llegaron a la Parle Kultury. Leonid trató de reconciliarse con sus escoltas. Los invitó a «un restaurante maravilloso». Pero los dos hombres lo miraban con desconfianza. Tuvo que discutir con ellos durante largo rato para que le dejaran ir al baño. Uno de los dos lo acompañó, y el otro desapareció tras haberle susurrado unas palabras a su colega.

Mientras aguardaba junto a la puerta, el guardia le dijo sin rodeos al músico:

—¿Te queda algún dinero?

—No mucho. —Leonid salió y le enseñó cinco cartuchos.

—¡Dámelos! Muleta querrá cobrarse un rescate por vosotros. Sospecha que eres un agitador enviado por los rojos. Si de verdad lo eres… el corredor que lleva a vuestra línea está ahí, seguro que ya lo conoces. Si no, puedes esperar aquí hasta que el Departamento de Contraespionaje venga a detenerte. Pero entonces tendrás que aclararlo con ellos.

Leonid trató de reprimir un acceso de hipo.

—Me habéis descubierto, ¿eh? Bueno, qué más da… hasta la vista. ¡Muchas gracias, de todos modos! —Levantó la mano para hacer un extraño saludo—. ¡Escucha… al diablo con el corredor! ¿Qué te parece si nos llevas hasta el túnel? —El músico tomó a Sasha de la mano y echó a correr con sorprendente agilidad, aunque de vez en cuando diera algún traspié—. Ése es de los buenos —le susurró a la muchacha—. «El corredor que lleva a vuestra línea está ahí.» ¿Y después qué nos propondrá? ¿Que salgamos a la superficie? Estamos a cuarenta metros de profundidad. Como si ése no supiera que el corredor está sellado desde hace tiempo…

Sasha no entendía nada.

—¿Adónde vamos?

—¡A ti qué te parece! —masculló Leonid—. ¡A la Línea Roja! Tú misma lo has oído: soy un agitador, y me han pillado… me han descubierto…

—¿Estás con los rojos?

—¡Mi querida muchacha… no me preguntes nada! No soy capaz de pensar y correr a la vez. Y ahora correr es más importante. Nuestro amigo dará enseguida la alarma. Y en el momento de detenernos nos pegará un tiro. ¡A ésos no les basta con el soborno, también querrán una medalla!

Se metieron en el túnel y dejaron atrás al guardia. Corrieron pegados a la pared en dirección a la Kievskaya. Sasha se dio cuenta de que no lograrían llegar a la estación. Si el músico estaba en lo cierto y el otro guardia ponía a sus colegas sobre aviso…

Entonces, inopinadamente, Leonid se metió por un túnel lateral iluminado, con la misma naturalidad con la que se habría movido por su casa. Al cabo de unos minutos, divisaron en la lejanía varias banderas, una reja y un nido de ametralladora instalado sobre sacos de arena, y oyeron ladridos. ¿Un puesto fronterizo? ¿Estarían informados sobre su fuga? ¿Cómo se las arreglaría Leonid? ¿Cuál era el territorio que empezaba al otro lado de las barricadas?

—Vengo de parte de Albert Mikhailovich. —Leonid le puso un documento bajo la nariz al centinela que había venido corriendo hacia ellos—. Tengo que pasar de inmediato al otro lado.

El centinela echó una ojeada al papel y masculló:

—La tarifa ordinaria. ¿Dónde están los papeles de la señorita?

—Voy a pagar el doble. —Leonid se sacó el forro de los bolsillos de sus pantalones y enseñó los últimos cartuchos que le quedaban—. Y a la señorita no la ha visto usted, ¿estamos de acuerdo?

—No, no estamos de acuerdo —le replicó el guardia con voz áspera—. Esto no es un bazar, sino un estado de derecho.

—¡Anda! —El músico fingió consternación—. Yo pensaba, que como ahora hemos instaurado una economía de mercado, también podríamos practicar el comercio. No sabía que hubiera alguna diferencia entre…

Al cabo de cinco minutos, Sasha y Leonid entraron violentamente en una minúscula habitación con las paredes cubiertas de azulejos. El músico estaba desgreñado, tenía la ropa arrugada y un arañazo en la mejilla, y le salía sangre por la nariz.

La puerta de hierro se cerró ruidosamente.

Se quedaron a oscuras.

16
EN LA CELDA

Cuando la oscuridad nos impide ver, el resto de los sentidos se agudiza. Los olores se vuelven más intensos. Los ruidos, más fuertes. En la celda se oía que algo arañaba el suelo, y se percibía un insoportable hedor de orina.

Leonid aún estaba inequívocamente borracho y no parecía que sintiera ningún dolor. Durante unos breves instantes murmuró algo, luego enmudeció y empezó a respirar hondo. No le preocupaba que sus perseguidores pudieran encontrarlos, y le daba igual lo que le ocurriera a Sasha, aunque la muchacha hubiera tratado de cruzar la frontera de la Hansa sin documentación y sin ninguna explicación plausible. Por no hablar del destino de la Tulskaya, que también parecía resultarle totalmente indiferente.

—Te odio —le dijo Sasha en voz baja.

No reaccionó.

Al poco rato, la muchacha, a tientas en la oscuridad, descubrió un orificio: una mirilla acristalada en la puerta. Todo lo demás era invisible, pero ese pequeño punto le bastó a Sasha para tantear con precaución en la negrura y moverse poco a poco hacia la puerta. Entonces se puso a aporrearla con sus pequeños puños. La puerta le respondió con gran estruendo pero, en cuanto Sasha hubo cejado en sus esfuerzos, reinó de nuevo el más absoluto silencio. Los guardias no respondieron ni al estrépito ni a los gritos de Sasha.

El tiempo se resistía a pasar. ¿Hasta cuándo los tendrían cautivos? Tal vez Leonid la hubiera llevado a propósito hasta allí. Para separarla del viejo y de Hunter. Para apartarla de ellos y atraerla a una ratonera. Y con la única intención de…

Sasha se puso a llorar. Se secó las lágrimas y ahogó sus gemidos con la manga de la chaqueta.

—¿Has visto alguna vez las estrellas? —oyó de pronto que le decía el muchacho con una voz que aún no era el de una persona sobria.

La joven no respondió.

—Yo también las he visto tan sólo en las fotos —siguió diciendo Leonid—. Ni siquiera el sol es capaz de atravesar el polvo y las nubes… cómo van a hacerlo las estrellas. Pero ahora, cuando tu llanto me ha despertado, he creído ver una estrella de verdad.

La joven se tragó las lágrimas antes de responderle.

—Es una mirilla.

—Sí, eso ya lo sé. Pero lo que me interesa es otra cosa… —Leonid se aclaró la garganta—. ¿Quién era el que antaño nos contemplaba con miles de ojos desde el cielo? ¿Y por qué se apartó de nosotros?

Sasha negó con la cabeza.

—Allí no había nadie.

—Yo siempre había querido creer que sí —le dijo el músico, pensativo.

—¡En esta celda no hay nadie que se interese por nosotros! —Sus ojos volvieron a verter lágrimas—. Todo esto lo has tramado tú, ¿verdad? Para que no nos quedara ninguna posibilidad de conseguirlo. —Golpeó la puerta una vez más.

—Si piensas que no hay nadie, ¿por qué aporreas la puerta? —preguntó Leonid.

—¡A ti te importa una mierda que los enfermos se mueran!

El joven suspiró.

—Eso es lo que piensas de mí, ¿verdad? Pues no me parece justo. A ti, en realidad, los enfermos tampoco te importan nada. ¡Lo que pasa es que tienes miedo de que tu amado, cuando vaya a masacrarlos, se contagie él también, y que si no tienes ningún antídoto…!

—¡Eso no es cierto! —Sasha estaba a un paso de abofetearlo.

—¡Pues claro que lo es! —le ladró Leonid—. ¿Cómo es posible que encuentres tan maravilloso a ese hombre?

En realidad, Sasha no tenía ni las más mínimas ganas de explicárselo. Habría preferido no tener que decirle ni una palabra más. Pero las frases le salieron solas:

—¡Él me necesita! Me necesita de verdad. Si yo no estoy, se derrumbará. Tú no me necesitas… ¡Lo único que te ocurre es que no tienes a nadie que siga tus juegos!

—Bueno, pues vamos a suponer que te necesita. El verbo «necesitar» me parece muy exagerado en este caso, pero digamos que sí… dime, ¿para qué lo necesitas

a él? A ese exterminador de bacterias ¿Es que te van los siniestros? ¿O es que te sientes obligada a redimir a un alma condenada?

Sasha calló. Se sintió impresionada ante la facilidad con la que Leonid había descifrado sus sentimientos. ¿Quizá no eran tan especiales? ¿O es que no sabía ocultarlos? Toda la ternura, la conclusión que se veía incapaz de traducir en palabras, se transformaba en sus labios en algo cotidiano, e incluso banal.

—Te odio —le dijo por fin.

—No me importa. Yo tampoco me veo como un tipo fabuloso.

Sasha se sentó en el suelo. Las lágrimas se deslizaron de nuevo por su rostro. Primero de ira, y luego por impotencia. No obstante, no pensaba rendirse. Pero estaba allí sentada, en aquella mazmorra oscura, al lado de aquel hombre sin sentimientos. No existía ni la más mínima posibilidad de que alguien la oyera. No serviría de nada que chillara. Tampoco serviría de nada que golpease la puerta. No había nadie a quien pudiera convencer. No había nada que tuviera sentido.

Y entonces, por unos segundos, vio una imagen: edificios altos, un cielo verde, nubes pasajeras, rostros sonrientes. Y las cálidas gotas que resbalaban por sus mejillas le parecieron como gotas de la lluvia estival de la que le había hablado el viejo. Al cabo de un segundo, la engañosa imagen desapareció. Sólo quedó en la atmósfera una sensación de ligereza, de maravilla.

Sasha se mordió los labios y se dijo con terquedad:

—Quiero un milagro.

Al instante se oyó el chasquido de un interruptor en el pasillo y una luz insoportablemente fuerte inundó la celda.

***

Incluso a buena distancia de la sagrada capital del metro, del marmóreo tesoro de la civilización, la blanca luz de las lámparas de mercurio difundía una dichosa aura de reposo y bienestar.

En la Polis no se escatimaba la luz porque se creía en su mágico efecto. El despilfarro de luz les recordaba a los seres humanos su vida de antaño, los tiempos lejanos en los que el hombre aún no era una criatura de la noche, ni un depredador. Incluso los bárbaros que llegaban a los dominios de la Polis desde la periferia se comportaban en cuanto entraban allí.

El puesto de guardia apenas estaba fortificado y recordaba más bien a la antesala de un ministerio soviético: una mesa, una silla, dos oficiales con el uniforme limpio y gorra de plato. Inspección de documentos, registro de los efectos personales. Homero se sacó el pasaporte del bolsillo. Como no se exigían ya visados, no esperaban tener problemas. Le ofreció el cuadernillo verde al oficial y miró de reojo al brigadier.

Hunter estaba sumido en sus pensamientos y no parecía que oyera los requerimientos del oficial de frontera. ¿No llevaba pasaporte? ¿Y cómo pensaba entrar? Sobre todo teniendo en cuenta las prisas con las que había ido hasta allí.

—Se lo repito por última vez. —La mano del oficial se acercó poco a poco a su reluciente pistolera—. ¡Enséñeme su documentación o, si no, abandone de inmediato el territorio de la Polis!

Homero estaba seguro: el brigadier no entendía lo que se esperaba de él. Tan sólo reaccionaba al movimiento de las manos del oficial. Pero, por un instante, despertó de su extraña apatía y llevó con toda su fuerza la mano a la garganta del militar. Éste se quedó lívido, barboteó y cayó de espaldas al suelo, arrastrando la silla consigo. El otro oficial trató de escapar, pero Homero sabía muy bien que no lo conseguiría. Igual que un tahúr se saca un as de la manga, Hunter empuñó su bruñida pistola de verdugo
y…

—¡Espera!

El brigadier se detuvo un instante. El oficial que huía tuvo suficiente para subir al andén, arrojarse cuerpo a tierra y desaparecer.

—¡Déjalos! ¡Tenemos que ir a la Tulskaya! Tú… tú querías que yo te hiciera recordar. —Homero respiraba con dificultad. No sabía qué decir.

—A la Tulskaya… —repetía Hunter con voz apagada—. Sí. Mejor que esperemos a estar en la Tulskaya. Tienes razón. —Fatigado, se apoyó sobre la mesa, dejó la pesada pistola a un lado y se quedó con la cabeza gacha.

Homero aprovechó el momento: levantó ambos brazos y echó a correr hacia los guardias que tomaban posiciones entre las columnas.

—¡No disparéis! ¡Se rinde! ¡No disparéis! Por el amor de Dios…

Lo esposaron y le quitaron la máscara de gas. Sólo entonces le permitieron que hablara. Pero el brigadier no hizo nada. Había caído una vez más en su extraña apatía. Permitió que lo desarmaran sin ofrecer resistencia alguna y que lo llevaran hasta una de las celdas de detención preventiva.

Los soldados dejaron libre a Homero, pero éste quiso acompañar al brigadier hasta la puerta de la celda. Hunter entró, se sentó sobre el camastro, levantó la cabeza y le susurró:

—Tienes que ir en busca de alguien. Se llama Melnik. Tráemelo. Esperaré aquí…

El viejo asintió y se marchó a toda prisa. Se disponía a abrirse paso entre los guardias y los mirones que se apelotonaban en torno a la entrada cuando, de pronto, alguien, a sus espaldas, gritó:

—¡Homero!

El viejo se detuvo, atónito. Hunter no lo había llamado nunca por su nombre. Se volvió, se acercó a la delgada reja e interrogó con la mirada al brigadier.

Este se rodeaba el cuerpo con sus enormes brazos, como si hubiese querido contener un escalofrío. Le murmuró con voz débil e inexpresiva:

—¡Date prisa!

***

La puerta se abrió, y un soldado miró al interior con expresión dubitativa. Era el mismo que antes había golpeado al músico. Le hicieron entrar de una patada. Estuvo a punto de aterrizar en el suelo. Cuando se hubo incorporado, miró a su alrededor sin saber qué hacer.

En la puerta había un oficial nervudo con gafas. Sobre los hombros de su guerrera brillaban varias estrellas. Su escaso cabello, de color rubio oscuro, estaba alisado y peinado hacia atrás.

—¡Venga, imbécil! —gritó.

—Yo… es que… —tartamudeaba el guardia con voz compungida.

—¡Vamos!

—Pido disculpas por lo que he hecho. Y tú… usted… no puedo.

—Otros diez días.

—Pégueme —le dijo el soldado a Leonid, y apartó la vista.

—¡Ah, Albert Mikhailovich! —gritó el músico al tiempo que parpadeaba, y le sonrió al oficial—. Había llegado a pensar que no vendría.

A su interlocutor le temblaban levemente las comisuras de los labios.

—Buenas noches. He venido para cerciorarme de que se repare la ofensa. Por favor, satisfágase usted.

Leonid se levantó y se puso muy erguido.

—No quisiera estropearme las manos. Pienso que será mejor que se encargue usted del castigo.

—Con toda la severidad que exige el caso —confirmó Albert Mikhailovich—. Un mes de arresto. Y, por supuesto, le presento mis disculpas junto con las de este zopenco.

Other books

The Child's Child by Vine, Barbara
The Outfit by Russo, Gus
Rekindle the Flame by Kate Meader
Street of the Five Moons by Elizabeth Peters
Linc by Aliyah Burke
Master of Middle Earth by Paul H. Kocher
Iris Has Free Time by Smyles, Iris