Authors: Dmitry Glukhovsky
—¡Cuidado! —Leonid la apartó del cadáver—. Podrías contagiarte.
—Sí, ¿y qué? Existe un remedio. Vamos a un lugar donde todo el mundo podría contagiarnos.
De repente, se oyeron disparos más adelante, y gritos lejanos.
—Hemos llegado en el momento preciso —dijo Leonid—. Parece como si no quisieran esperar a tu amigo…
Sasha lo miró aterrorizada pero luego, desafiante le dijo:
—¡Da igual! Tenemos que decírselo. Todos piensan que están condenados a muerte. ¡Tenemos que devolverles la esperanza!
La puerta de seguridad de la estación seguía abierta. Encontraron otro cadáver de bruces en el suelo pero éste, por lo menos, era reconocible como ser humano. A su lado crujía y crepitaba desesperadamente la caja metálica de un sistema telefónico. Parecía como si alguien intentara despertar al guardia.
Al final del túnel, varios hombres se habían atrincherado tras un improvisado montón de sacos de arena. Una ametralladora y algunos soldados con rifles de asalto: no había otra barrera.
Detrás de éstos, allí donde terminaban las estrechas paredes del túnel y empezaba el andén de la Tulskaya, una pavorosa multitud se agitaba y se encaraba con los guardias. Los había infectados y sanos; monstruos espantosos y figuras de apariencia humana; algunos de ellos empuñaban linternas, y a otros no les servía ya para nada la luz.
Los soldados que se encontraban frente a ellos les impedían el acceso al túnel. Indudablemente, andaban escasos de cartuchos, porque se oían cada vez menos disparos, y la turba se les acercaba más y más.
Uno de los soldados se volvió hacia Sasha.
—¿Venís como refuerzo? ¡Muchachos, han logrado contactar con la Dobryninskaya! ¡Los refuerzos están aquí!
También el monstruo multicéfalo reaccionó con nerviosismo y avanzó todavía más.
—¡Escuchadme todos! —gritó Sasha— ¡Esta enfermedad tiene remedio! ¡Lo hemos encontrado! ¡No vais a morir! ¡Paciencia! ¡Por favor, tened un poco de paciencia!
Pero la multitud ahogó sus palabras e, insatisfecha, acometió de nuevo y logró avanzar un poco más. El guardia que manejaba la ametralladora los fustigó con una ráfaga atroz, y algunos cayeron al suelo gimoteando, mientras que otros respondían con disparos aislados. La masa avanzó enfervorizada, dispuesta a pisotearlo y destrozarlo todo. Tanto a los guardias como a Sasha y a Leonid.
Entonces ocurrió algo.
Primero dubitativo, y luego cada vez más seguro de sí mismo y fuerte, se elevó el canto de una flauta. No había nada que en aquel instante pudiera parecer más inapropiado, e incluso estúpido. Los soldados clavaron los ojos en el flautista, perplejos, mientras la multitud gruñía, al principio sorprendida, y luego, entre risotadas, volvía a avanzar.
Pero Leonid no pareció inquietarse. Con toda probabilidad no tocaba para ellos, sino para sí mismo. Era la maravillosa melodía que había hechizado a Sasha y atraído a tantas personas.
Seguramente era el método más inadecuado que se podía imaginar para poner freno a la rebelión y tranquilizar a los infectados. Pero quizá fuese la conmovedora ingenuidad de su desesperada intervención —y no el poder mágico de la flauta— lo que por fin retrasó el asalto de la muchedumbre. O tal vez el músico había logrado que los mismos que lo rodeaban, y que estaban a punto de hacer pedazos lo que se les pusiera por delante, se acordaran de algo. De algo que…
Los disparos cesaron, y Leonid se adelantó sin dejar de tocar la flauta. Se comportaba como si se hubiera hallado ante un público normal, un público que lo aplaudiría al cabo de un instante, que lo recompensaría con cartuchos.
Y, por una fracción de segundo, Sasha creyó reconocer entre los oyentes a su padre, que le sonreía con gentileza. Así pues, la había esperado allí… la muchacha pensó en lo que le había dicho Leonid: esa melodía tenía la capacidad de apaciguar el dolor.
***
De pronto, se oyeron ruidos tras la puerta hermética. Demasiado pronto, en realidad.
¿Los exploradores habían alcanzado su objetivo antes de lo previsto? Entonces, ¿la situación en la Tulskaya no era tan complicada como parecía? ¿Y si los ocupantes habían abandonado la estación sin abrir la puerta?
La tropa rompió filas y los soldados se parapetaron en los saledizos del túnel. Sólo cuatro hombres se quedaron junto a Denis Mikhailovich, frente a la puerta, con los rifles a punto.
Había llegado la hora. La puerta se deslizaría a un lado, y al cabo de pocos minutos cuarenta soldados de la Sevastopolskaya, fuertemente armados, entrarían en la Tulskaya, aplastarían toda resistencia, y en un abrir y cerrar de ojos se apoderarían de la estación. Todo sería más sencillo de lo que había pensado el Coronel.
Denis Mikhailovich tomó aliento para ordenar a sus hombres que se pusieran las máscaras de gas.
Pero no llegó a hacerlo.
***
La columna cambió de formación, se desplegó. Avanzaron en seis hileras para cubrir el túnel de un extremo a otro. La primera línea esgrimía los lanzallamas, la segunda empuñaba sus rifles de asalto. Avanzaban cual negra lava, circunspectos, y al mismo tiempo imparables.
Homero caminaba agazapado detrás de sus anchas espaldas. La luz blanca de sus linternas le permitía contemplar toda la escena: el destacamento de soldados que se mantenía en sus posiciones, dos siluetas más delgadas —Sasha y Leonid—, y una horda de pavorosas criaturas que avanzaba contra todos ellos. El espanto le agarrotó el cuerpo.
Leonid no dejaba de tocar. Estaba espléndido. Increíble. Inspirado como en ninguna otra ocasión. La horrorosa muchedumbre sorbía la música dentro de sí, con avidez, e incluso los defensores del túnel abandonaban sus posiciones para verlo mejor. Su melodía separaba a los bandos enfrentados como una pared invisible. Sólo ella les impedía que se arrojaran unos contra otros para un último y mortífero combate.
—¡Apunten!
La orden la había dado uno de los miembros del grupo negro. Pero ¿quién? La primera línea apoyó una rodilla en el suelo, la segunda apuntó.
—¡Sasha! —gritó Homero.
La muchacha se volvió, parpadeó, tendió una mano y avanzó lentamente contra el chorro de luz que le golpeaba el rostro.
La multitud murmuró y gimoteó bajo el insoportable resplandor. Se apretujaron entre sí.
Los soldados aguardaban sin moverse.
Sasha se encaró con el negro escuadrón.
—¿Dónde estás? —gritó—. Tengo que hablar contigo. ¡Por favor!
Nadie respondió.
—¡Hemos descubierto un remedio! ¡La enfermedad se puede curar! ¡No es necesario que mates a nadie!
La siniestra falange permanecía en silencio.
—¡Te lo ruego! Sé que no quieres hacerlo. Sólo quieres salvarlos… y salvarte a ti mismo…
De repente se oyó, entre las filas de los soldados, sin que fuera posible descubrir su procedencia, una voz ronca:
—Márchate. No quiero matarte.
—¡No hace falta que mates a nadie! ¡La enfermedad tiene remedio! —repitió Sasha, desesperada, e iba de un lado a otro, frente a la hilera de hombres, todos iguales, todos enmascarados, en busca de Uno.
—No existe ningún remedio.
—¡La radiactividad! ¡La radiactividad la cura!
—Eso no me lo puedo creer.
—¡Por favor!
—Hay que descontaminar la estación.
—¿Es que no quieres que las cosas cambien? ¿Por qué vuelves a hacer lo mismo que ya hiciste? ¡Aquella otra vez, con los negros! ¿Por qué no tratas de alcanzar el perdón?
Los soldados callaban. Y la enfervorizada muchedumbre volvía a avanzar.
—¡Sasha! —le gritó Homero, suplicante.
Pero la muchacha no lo oyó.
Por fin retumbaron las palabras:
—Nunca cambiará nada. No hay nadie que pueda perdonarme. Alcé la mano contra… contra… y ahora sufro el castigo.
—¡Todo está en ti! —Sasha no se rendía—. ¡Sí puedes liberarte! ¡Puedes demostrar que sí! ¿Es que no lo ves? ¡Esto es un espejo! ¡Un reflejo de lo que hiciste hace un año! Pero ahora puedes cambiarlo todo… puedes escuchar. ¡Darles una oportunidad… y ganarte una oportunidad para ti mismo!
—Tengo que aniquilar al monstruo —dijo la formación entera.
—¡No, no puedes! —chilló Sasha—. ¡Eso sí que no puede hacerlo nadie! ¡El monstruo también está dentro de mí, duerme dentro de todos nosotros! Es una parte del cuerpo, una parte del alma. Y cuando despierta… ¡no es posible matarlo, ni amputarlo de uno mismo! Sólo podemos apaciguarlo… hacer que se duerma…
En ese momento, un soldado joven y cubierto de suciedad se abrió camino entre la informe turba, logró pasar entre la pared y las inmóviles hileras negras, corrió hacia la puerta hermética, agarró el micrófono del comunicador, que estaba alojado en una caja de hierro, y gritó algo. Al instante se oyó un silenciador, y el soldado se desplomó. La multitud olió la sangre, se creció, y gritó enfurecida.
El flautista empuñó una vez más su instrumento y se puso a tocar, pero, entonces, la magia se desvaneció. Alguien le disparó, la flauta se le cayó de las manos, y trató de cubrirse el vientre.
En las bocas de los lanzallamas aparecieron las primeras lenguas de fuego. La falange pasó a ser tan sólo una incontable suma de armas. La formación dio un paso adelante.
Sasha se arrojó sobre Leonid sin prestar atención a la multitud que había alcanzado ya al músico.
—¡No! —chilló, fuera de sí. Estaba sola frente a centenares de repulsivos engendros… frente a una legión de asesinos… contra el mundo entero—. ¡Quiero un milagro!
De pronto, se oyó un trueno lejano. La bóveda retembló, la multitud se estremeció, e incluso la formación militar dio un paso hacia atrás. Finos regueros de agua empezaron a derramarse en el suelo, desde el techo, y por fin descendió un oscuro chorro cada vez más tumultuoso…
—¡Una inundación! —gritó alguien.
Los soldados de la Orden se retiraron a toda prisa de la estación, hacia el hueco de la puerta hermética. Homero corrió tras ellos, pero se volvía una y otra vez hacia Sasha. La muchacha no se movía.
Sasha metió las manos y el rostro en el agua que se derramaba a raudales,
y…
se rió.
—¡Esto es la lluvia! —gritó—. ¡Viene para limpiarlo todo! ¡Podremos empezar de nuevo!
La negra tropa había cruzado el umbral de la puerta hermética, y con ellos Homero. Algunos de los soldados se arrojaron sobre los mandos de la puerta para cerrar la Tulskaya y detener el agua.
La puerta corrediza obedeció y empezó a moverse pesadamente. Al darse cuenta, Homero trató de ir corriendo en busca de Sasha. La muchacha aún se encontraba dentro de la estación. Pero alguien lo sujetó y lo arrojó al suelo.
Entonces, uno de los soldados corrió hacia la puerta, alargó la mano por el resquicio que aún quedaba entre puerta y pared, y le gritó a la muchacha:
—¡Ven! ¡Te necesito!
El agua les llegaba ya hasta las caderas. De pronto, los cabellos rubios de Sasha se sumergieron… y la muchacha desapareció.
El soldado sacó la mano del resquicio y la puerta se cerró.
***
La puerta no se abrió. Un temblor recorrió el túnel y al otro lado de la plancha de acero se oyó el eco de una explosión. Luego se hizo de nuevo el silencio.
Denis Mikhailovich apoyó un oído en la puerta y escuchó durante largo rato. Luego se secó el agua que tenía en la mejilla y, asombrado, volvió los ojos hacia el techo, que de repente había quedado cubierto de humedad.
—¡Regresamos! —ordenó—. Aquí ha terminado todo.
Homero suspiró y pasó varias hojas. Apenas si le quedaba espacio en el cuaderno. Tan sólo unas pocas páginas. ¿Qué pondría por escrito, y qué tendría que sacrificar? Acercó la mano al fuego para dar calor a sus dedos ateridos.
El viejo había pedido que lo trasladaran al puesto de guardia meridional. Allí, con los ojos clavados en el túnel, trabajaba mejor que en casa, en la Sevastopolskaya, entre montones de periódicos muertos. Aunque Helena se esforzara por dejarlo en paz.
Homero levantó la mirada. El brigadier estaba sentado aparte de los otros centinelas, en la frontera entre la luz y la oscuridad. ¿Por qué había tenido que elegir precisamente la Sevastopolskaya? Debía de haber algo especial en aquella estación…
Hunter no le había contado al viejo qué se le había aparecido en la Polyanka. Pero Homero había llegado a entenderlo: no se había tratado de una profecía, sino de una advertencia.
Las aguas que inundaban la Tulskaya fueron bajando a lo largo de una semana. Las gigantescas máquinas de la Línea de Circunvalación habían bombeado la que quedaba, y Homero se había presentado voluntario para unirse al primer equipo de exploradores que entraría en la estación.
La catástrofe se había cobrado casi trescientas vidas. Homero no sintió ninguna repugnancia mientras les daban la vuelta a los cadáveres. En realidad, no sintió nada. Sólo la buscaba a ella. Buscó sin cesar…
Se detuvo durante un buen rato en el último lugar donde había visto a Sasha. En aquel momento en el que había vacilado, en vez de luchar para que le dejaran correr hacia ella. Para salvarla. O morir a su lado.
Un inacabable desfile de enfermos y sanos había pasado por su lado, en dirección a la Sevastopolskaya, hacia los saludables túneles de la Línea Kakhovskaya. El músico no había mentido: la radiación curaba la enfermedad.
Y, quién sabe: tal vez el músico no hubiera mentido en nada. Tal vez la Ciudad Esmeralda existiera en algún lugar, y tan sólo hubiera que encontrar la puerta. Tal vez el propio músico se hubiera hallado con frecuencia frente a esa puerta, y no hubiera merecido que le abrieran.
No podría saberlo ya, una vez que «las aguas bajaran».
Pero el Arca no era la Ciudad Esmeralda. La verdadera Arca era la propia red de metro. El último refugio que había protegido tanto a Noé como a Sem y a Cam de las oscuras y turbulentas aguas, tanto a los justos como a los indiferentes y los malvados. Una pareja de cada especie animal. De todos los que tenían cuentas pendientes: tanto acreedores como deudores.
Eran demasiados. Eso estaba claro. No podrían aparecer todos en la novela. Apenas si quedaban páginas libres en el cuaderno del viejo. Este último no era un Arca, sino un barquito de papel. No podría llevar a bordo a todos los hombres y mujeres. Pero, aun así, Homero abrigaba la esperanza de que, con sus tímidos trazos, había logrado plasmar algo de mucha importancia en aquellas páginas. No sobre todos aquellos seres humanos. Sino sobre el ser humano.