Mi último suspiro (11 page)

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Authors: Luis Buñuel

Tags: #Biografía, Referencia

BOOK: Mi último suspiro
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Por poco le cuesta la vida.

En 1963, en lo alto del monte que domina Toledo y el Tajo, yo contestaba a las preguntas de André Labarthe y Jeanine Bazin para un programa de la Televisión Francesa. Naturalmente, no podía faltar la pregunta clásica:

—¿Cuáles son, a su juicio, las relaciones que existen entre la cultura francesa y la cultura española?

—La respuesta es muy simple —contesté—. Los españoles, yo por ejemplo, lo saben todo de la cultura francesa. Los franceses, a su vez, lo ignoran todo de la cultura española. Ahí tienen a Monsieur Carrière, por ejemplo (que estaba presente). Ha sido profesor de Historia y hasta que llegó aquí, hasta ayer mismo, estaba convencido de que Toledo era una marca de motos.

Un día, en Madrid, Lorca me invitó a almorzar con el compositor Manuel de Falla, que acababa de llegar de Granada. Federico le pregunta por sus amigos comunes y sale a relucir un pintor andaluz llamado Morcillo.

—Estuve en su casa hace pocos días —dice Falla.

Y cuenta el caso siguiente, que me parece revelador de cierta tendencia que hay en todos nosotros.

Morcillo recibe a Falla en su estudio. El compositor contempla todos los cuadros que el pintor le enseña y dedica a cada uno una frase de elogio, sin la menor reserva. Después, al ver varias telas que están en el suelo, de cara a la pared, pregunta si podría verlas también. El pintor responde que no. Son cuadros que no le gustan y que prefiere no enseñar.

Falla insiste y, por fin, el pintor se deja convencer. A regañadientes, da la vuelta a uno de los cuadros, diciendo:

—Mire. No vale nada.

Falla protesta. El cuadro le parece muy interesante.

—No, no —responde Morcillo—. La idea general me gusta, algunos detalles son bastante buenos, pero el fondo no está logrado.

—¿El fondo?

—pregunta Falla, mirando el cuadro más de cerca.

—Sí, el fondo, el cielo, las nubes. Esas nubes no valen nada, ¿no le parece?

—Efectivamente —admite, al fin, el compositor—. Puede que tenga usted razón. Quizá las nubes no estén a la altura del resto.

—¿Usted cree?

—Sí.

—Pues ya ve —dice entonces el pintor—, precisamente son las nubes lo que más me gusta. Yo diría que son lo mejor que he hecho durante los últimos años.

Toda la vida he encontrado ejemplos más o menos disimulados de esta actitud, que yo llamo morcillismo. Todos somos un poco «morcillistas». Lesage, en
Gil Blas
, nos presenta un caso típico de esta actitud por medio del magnífico personaje del obispo de Granada. El
morcillismo
nace del afán insaciable de elogio. Se pretende agotar todas las posibilidades de alabanza. Y uno provoca la crítica —una crítica justificada, por regla general—, no sin un punto de masoquismo, a fin de confundir mejor al imprudente que no supo ver la trampa.

Durante aquellos años se abrían en Madrid nuevos cines, que atraían a un público cada vez más asiduo. Íbamos al cine unas veces con alguna novia, para poder arrimarnos a ella en la oscuridad, y entonces cualquier película era buena, y otras, con los amigos de la Residencia. En este último caso preferíamos las películas cómicas norteamericanas, que nos encantaban: Ben Turpin, Harold Lloyd, Buster Keaton, todos los cómicos del equipo de Mack Sennett.

El que menos nos gustaba era Chaplin.

El cine no era todavía más que una diversión. Ninguno de nosotros pensaba que pudiera tratarse de un nuevo medio de expresión, y mucho menos, de un arte. Sólo contaban la poesía, la literatura y la pintura. En aquellos tiempos nunca pensé que un día pudiera hacerme cineasta.

Al igual que los demás, también yo escribía poesías. La primera que me publicaron, en la revista
Ultra
(o quizá fuera en
Horizonte
), se titulaba
Orquestación
, y presentaba una treintena de instrumentos musicales, con unas frases, unos versos, dedicados a cada uno de ellos. Gómez de la Serna me felicitó efusivamente. Claro está que debió de reconocer fácilmente en ella su influencia.

El movimiento al que yo, más o menos, me asimilaba, se llamaba los
Ultraístas
y pretendía ser la vanguardia más adelantada de la expresión artística.

Conocíamos a Dada y a Cocteau y admirábamos a Marinetti. El surrealismo aún no existía.

La revista más importante en la que todos nosotros colaborábamos se llamaba
La Gaceta Literaria
. Su director era Giménez Caballero, y en sus páginas reunía toda la generación del 27 y algún escritor anterior. La revista acogía también a los poetas catalanes a los que no conocíamos y a los autores portugueses, país más alejado de nosotros que la India.

Yo le debo mucho a Giménez Caballero, que aún vive en Madrid. Pero muchas veces la amistad se lleva mal con la política. El director de
La Gaceta Literaria
, que no perdía ocasión de evocar el gran Imperio español, obedecía a tendencias fascistas. Unos diez años después, en vísperas de la guerra civil, cuando cada cual iba escogiendo campo, vi a Giménez Caballero en el andén de la estación del Norte de Madrid. Nos cruzamos sin saludarnos.

Publiqué en
La Gaceta
otras poesías y, más adelante, enviaba desde París críticas de cine.

Entretanto, seguía haciendo deporte. Un tal Lorenzana, campeón de boxeo de aficionados, me presentó al magnífico Johnson. Aquel negro, hermoso como un tigre, había sido campeón del mundo de boxeo durante varios años. Se decía que, en su último combate, hubo tongo, que se dejó ganar por dinero. Se había retirado y vivía en el «Palace» de Madrid con su esposa, Lucilla. Al parecer, sus costumbres no eran irreprochables. Muchos días, yo salía por la mañana a hacer
footing
con Johnson y Lorenzana. Íbamos desde el «Palace» hasta el hipódromo, situado a tres o cuatro kilómetros. Y, echando un pulso, yo ganaba al boxeador.

Mi padre murió en 1923.

Recibí un telegrama de Zaragoza que decía:
Papá gravísimo
.
Ven inmediatamente
.

Aun pude verle vivo, muy débil (murió de pulmonía), y le dije que había ido a la provincia de Zaragoza para hacer unos estudios entomológicos sobre el terreno. Él me pidió que fuera bueno con mi madre y murió cuatro horas después.

Aquella noche se reunió toda la familia. Faltaba sitio. El jardinero y el cochero de Calanda dormían en unos colchones que habían puesto en el suelo del salón. Una de las criadas me ayudó a vestir a mi padre muerto y hacerle el nudo de la corbata. Para ponerle las botas tuvimos que cortarlas por un lado.

Todos se acostaron y yo me quedé solo velándolo. Un primo nuestro, José Amorós, llegaba de Barcelona en el tren de la una de la madrugada. Yo había bebido mucho coñac y, sentado al lado de la cama, me parecía ver respirar a mi padre. Salí al balcón a fumar un cigarrillo, mientras esperaba que llegara el coche que había ido a la estación a recoger a mi primo —estábamos en mayo y el aire olía a acacias en flor— cuando, de repente, oí un ruido en el comedor, como de una silla que golpeara la pared. Volví la cabeza y vi a mi padre de pie, con gesto amenazador y las manos extendidas hacia mí. Aquella alucinación —la única que he tenido en mi vida— duró unos diez segundos y se desvaneció. Me fui al cuarto en el que dormían los criados y me acosté con ellos. En realidad no tenía miedo, sabía que había sido una alucinación, pero no quería estar solo.

El entierro fue al día siguiente. Al otro día, dormí en la cama en que había muerto mi padre. Por precaución, puse su revólver —muy bonito, con sus iniciales en oro y nácar— debajo de la almohada, para disparar sobre el espectro si se presentaba. Pero no volvió.

Aquella muerte fue una fecha decisiva para mí. Mi viejo amigo Mantecón todavía recuerda que, a los pocos días, me puse las botas de mi padre, abrí su escritorio y empecé a fumar sus habanos. Había asumido la jefatura de la familia.

Mi madre tenía apenas cuarenta años. Poco después me compré un coche, un «Renault».

De no ser por la muerte de mi padre, tal vez me hubiera quedado mucho más tiempo en Madrid. Acababa de licenciarme en Filosofía y no tenía intención de hacer el doctorado. Quería marcharme a toda costa y sólo esperaba la ocasión.

Ésta se presentó en 1925.

PARÍS 1925-1929

En 1925 me enteré de que, bajo la autoridad de la Sociedad de Naciones, iba a crearse en París un organismo llamado
Société internationale de coopération intellectuelle
. De antemano se veía que Eugenio d’Ors sería designado representante de España.

Yo expresé al director de la Residencia mi deseo de acompañar a Eugenio D’Ors en calidad de algo así como su secretario. Candidatura aceptada. Como el organismo no existía aún, me pidieron que me trasladara a París y esperase allí. Una sola recomendación: leer todos los días
Le Temps
y el
Times
, a fin de perfeccionar el francés, lengua que yo conocía un poco, y empezar a tomar contacto con el inglés.

Mi madre me pagó el viaje y me prometió mandarme dinero todos los meses.

Al llegar a París, sin saber dónde hospedarme, me fui directamente al «Hotel Ronceray» del passage Jouffroy, donde mis padres pasaron su luna de miel en 1899 y me engendraron.

NOSOTROS, LOS METECOS

Tres días después de mi llegada, me entero de que Unamuno está en París.

Un grupo de intelectuales franceses fletaron un barco y fueron a recogerlo a Canarias, donde estaba confinado. Todos los días, él acudía a una peña que se reunía en «La Rotonde». Allí se sitúan mis primeros contactos con los que la derecha francesa llamaba despectivamente
les métèques
, extranjeros que viven en París y ocupan las terrazas de los cafés.

Yo, reanudando sin el menor esfuerzo mis hábitos madrileños, iba todos los días a «La Rotonde». En dos o tres ocasiones, incluso acompañé a Unamuno a pie hasta su alojamiento, situado cerca de l’Etoile. Dos buenas horas de paseo y de conversación.

En «La Rotonde» apenas una semana después de mi llegada, conocí a un tal Angulo, estudiante de Pediatría, que me enseñó el hotel en el que se hospedaba, en la rue de l’École de Médecine, a dos pasos del boulevard Saint-Michel. El hotel, simpático y modesto, situado al lado de un cabaret chino, me gustó y me instalé en él.

Al día siguiente, tuve que quedarme en cama con gripe. Por la noche, a través de la pared de mi cuarto, oía el bombo del cabaret chino. Por la ventana veía un restaurante griego situado enfrente y una bodega. Angulo me aconsejó que combatiera la gripe a fuerza de champaña. Yo no me lo hice repetir. Y entonces descubrí una de las causas del desprecio y hasta de la aversión que la derecha sentía hacia los metecos. El franco, a consecuencia de no sé qué devaluación, estaba a un cambio bajísimo. Las monedas extranjeras y, especialmente, la peseta permitían a los metecos vivir como príncipes o poco menos.

La botella de champaña que luchó victoriosamente contra mi gripe me costó once francos: una sola peseta.

En los autobuses de París había letreros en los que se leía: «No desperdiciéis el pan.» Y nosotros bebíamos Moët Chandon a peseta la botella.

Una noche, ya restablecido, entré solo en el cabaret chino. Una de las animadoras se sentó a mi mesa y se puso a hablar conmigo, como era su obligación.

Segundo motivo de asombro para un español en París: aquella mujer se expresaba admirablemente y poseía un sentido de la conversación sutil y natural.

Por supuesto, no hablaba de literatura ni dé filosofía. Hablaba de vinos, de París y de las cosas de la vida diaria, pero con fina naturalidad, sin asomo de afectación ni pedantería. Yo estaba admirado; acababa de descubrir una relación entre el lenguaje y la vida, desconocida para mí. No me acosté con aquella mujer, de la que no sé ni el nombre y a la que no volví a ver; pero ella fue mi primer contacto auténtico con la cultura francesa.

Otros motivos de asombro a los que me he referido a menudo: las parejas que se besaban en la calle. Semejante comportamiento abría un abismo entre Francia y España, lo mismo que la posibilidad de que un hombre y una mujer vivieran juntos sin las bendiciones.

Se decía entonces que en París, capital indiscutible del mundo artístico, había cuarenta y cinco mil pintores —cifra prodigiosa— muchos de los cuales frecuentaban Montparnasse (después de la Primera Guerra Mundial, Montmartre había pasado de moda).

Les Cahiers d’Art
, sin duda la mejor revista de la época, dedicó todo un número a los pintores españoles que trabajaban en París y a los que yo frecuentaba casi a diario. Entre otros, Ismael de la Serna, un andaluz un poco mayor que yo, Castanyer, un catalán que puso el restaurante
Le Catalan
frente al estudio de Picasso, en la rue des Grands-Agustins, Juan Gris a quien visité una sola vez en su casa de las afueras y que murió poco después de mi llegada.

También veía a Cossío, bajito, cojo y tuerto, que miraba con cierta amargura a los hombres robustos y sanos. Después, llegó a ser jefe de centuria de Falange y alcanzó cierto renombre como pintor, antes de morir en Madrid.

Borés, por el contrario, está enterrado en París, en el cementerio de Montparnasse.

Procedía del grupo ultraísta. Era un pintor serio, ya famoso, que fue a Brujas, Bélgica, con Hernando Viñes y conmigo y durante aquel viaje recorrió detenidamente todos los museos.

Aquellos pintores tenían una peña a la que iba también Huidobro, el célebre poeta chileno, y un escritor vasco llamado Miliena, bajo y delgado. No sé exactamente por qué, más adelante, después del estreno de
La Edad de oro
, varios de ellos —Huidobro, Castanyer, Cossío— me mandaron una carta llena de insultos. Estuvimos distanciados una temporada, y después nos reconciliamos.

De todos aquellos pintores, mis mejores amigos eran Joaquín Peinado y Hernando Viñes. Hernando, de origen catalán y más joven que yo, fue un amigo para toda la vida. Se casó con una mujer a la que quiero muchísimo, Loulou, hija de Francis Jourdain, el escritor que frecuentaba muy de cerca a los impresionistas y que fue gran amigo de Huysmans.

La abuela de Loulou, mantenía un salón literario a fines del siglo pasado.

Loulou me regaló un objeto extraordinario que ella conservaba de aquella abuela. Es un abanico en el que la mayoría de los grandes escritores de fin de siglo y también algunos músicos (Massanet, Gounod) escribieron unas palabras, unas notas musicales, unos versos o, sencillamente, pusieron su firma.

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