Mi último suspiro (9 page)

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Authors: Luis Buñuel

Tags: #Biografía, Referencia

BOOK: Mi último suspiro
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—¿Sabes quién es un gran poeta? ¡Alberti!

Al ver mi asombro, me tendió una hoja de papel y leí una poesía, que aún recuerdo cómo empezaba:

La noche ajusticiada

en el patíbulo de un árbol,

alegrías arrodilladas

le besan y ungen las sandalias…

En aquellos momentos, los poetas españoles procuraban encontrar adjetivos sintéticos e inesperados, como «la noche ajusticiada» y sorpresas como «las sandalias de la noche». Aquella poesía, que fue publicada en la revista
Horizonte
y marcó el comienzo de Alberti, me gustó en seguida. Nuestra amistad creció. Después de los años de la Residencia, en los que fuimos casi inseparables, volvimos a vernos en Madrid al principio de la guerra civil.

Después Alberti estuvo en Moscú, donde fue condecorado por Stalin y, durante el período franquista, vivió en la Argentina y en Italia. Ahora está otra vez en España.

Buenazo, imprevisible, aragonés de Huesca, estudiante de Medicina que nunca aprobó un examen, hijo del director de la Compañía de Aguas de Madrid, ni pintor, ni poeta, Pepín Bello no fue nada más que nuestro amigo inseparable.

Poco puedo decir de él, a no ser que en 1936, cuando empezó la guerra, solía propagar por Madrid las malas noticias: «Llega Franco. Va a cruzar el Manzanares.» Su hermano Manolo fue fusilado por los republicanos y él pasó el final de la guerra refugiado en una Embajada.

El poeta Hinojosa era hijo de una familia de ricos terratenientes de la región de Málaga (otro andaluz). Tan moderno y audaz en sus poesías como conservador en sus ideas y comportamiento político, se adhirió al partido de ultraderecha de Lamamié de Clairac y acabó fusilado por los republicanos. En la época en que nos conocimos en la Residencia, ya había publicado dos o tres libros de poesías.

Federico García Lorca no llegó a la Residencia hasta dos años después que yo. Venía de Granada, recomendado por su profesor de Sociología, don Fernando de los Ríos, y ya había publicado un libro en prosa,
Impresiones y paisajes
, en el que contaba sus viajes con don Fernando y otros estudiantes andaluces.

Brillante, simpático, con evidente propensión a la elegancia, la corbata impecable, la mirada oscura y brillante, Federico tenía un atractivo, un magnetismo al que nadie podía resistirse. Era dos años mayor que yo e hijo de un rico propietario rural. En principio, fue a Madrid para estudiar Filosofía, pero pronto dejó las clases para lanzarse a la vida literaria. No tardó en conocer a todo el mundo y hacer que todo el mundo le conociera. Su habitación de la Residencia se convirtió en uno de los puntos de reunión más solicitados en Madrid.

Nuestra amistad, que fue profunda, data de nuestro primer encuentro. A pesar de que el contraste no podía ser mayor, entre el aragonés tosco y el andaluz refinado —o quizás a causa de este mismo contraste—, casi siempre andábamos juntos. Por la noche nos íbamos a un descampado que había detrás de la Residencia (los campos se extendían entonces hasta el horizonte), nos sentábamos en la hierba y él me leía sus poesías. Leía divinamente. Con su trato, fui transformándome poco a poco ante un mundo nuevo que él iba revelándome día tras día.

Alguien vino a decirme que un tal Martín Domínguez, un muchachote vasco, afirmaba que Lorca era homosexual. No podía creerlo. Por aquel entonces en Madrid no se conocía más que a dos o tres pederastas, y nada permitía suponer que Federico lo fuera.

Estábamos sentados en el refectorio, uno al lado del otro, frente a la mesa presidencial en la que aquel día comían Unamuno, Eugenio d’Ors y don Alberto, nuestro director. Después de la sopa, dije a Federico en voz baja:

—Vamos fuera. Tengo que hablarte de algo muy grave.

Un poco sorprendido, accede. Nos levantamos.

Nos dan permiso para salir antes de terminar. Nos vamos a una taberna cercana. Una vez allí, digo a Federico que voy a batirme con Martín Domínguez, el vasco.

—¿Por qué?

—me pregunta Lorca.

Yo vacilo un momento, no sé cómo expresarme y a quemarropa le pregunto:

—¿Es verdad que eres maricón?

Él se levanta, herido en lo más vivo, y me dice:

—Tú y yo hemos terminado.

Y se va.

Desde luego, nos reconciliamos aquella misma noche. Federico no tenía nada de afeminado ni había en él la menor afectación. Tampoco le gustaban las parodias ni las bromas al respecto, como la de Aragon, por ejemplo, que cuando, años más tarde, vino a Madrid a dar una conferencia en la Residencia, preguntó al director, con ánimo de escandalizarle —propósito plenamente logrado—: «¿No conoce usted algún meadero interesante?» Juntos, los dos solos o en compañía de otros, pasamos horas inolvidables.

Lorca me hizo descubrir la poesía, en especial la poesía española, que conocía admirablemente, y también otros libros. Por ejemplo, me hizo leer la
Leyenda áurea
, el primer libro en el que encontré algo acerca de san Simeón
el Estilita
, que más adelante devino
Simón del desierto
. Federico no creía en Dios, pero conservaba y cultivaba un gran sentido artístico de la religión.

Guardo una fotografía en la que estamos los dos en la moto de cartón de un fotógrafo, en 1924, en las fiestas de la verbena de san Antonio en Madrid. En el dorso de la foto, a las tres de la madrugada (borrachos los dos), Federico escribió una poesía improvisada en menos de tres minutos, y me la dio. El tiempo va borrando poco a poco el lápiz y yo la copié para no perderla. Dice así:

La primera verbena que Dios envía

Es la de San Antonio de la Florida,

Luis: en el encanto de la madrugada

Canta mi amistad siempre florecida,

la luna grande luce y rueda

por las altas nubes tranquilas,

mi corazón luce y rueda

en la noche verde y amarilla,

Luis, mi amistad apasionada

hace una trenza con la brisa.

El niño toca el pianillo

triste, sin una sonrisa,

bajo los arcos de papel

estrecho tu mano amiga.

Después, en 1929, en un libro que me regaló, escribió unos versos, inéditos también, que me gustan mucho:

Cielo azul

Campo amarillo

Monte azul

Campo amarillo

Por la llanura desierta

Va caminando un olivo

Un solo

Olivo.

Salvador Dalí, hijo de un notario de Figueras, llegó a la Residencia tres años después que yo. Quería dedicarse a las bellas artes, y nosotros, no sé por qué, le llamábamos el
pintor checoslovaco
.

Al pasar una mañana por delante de su cuarto, vi la puerta abierta y eché un vistazo. Estaba dando los últimos toques a un retrato de gran tamaño, que me gustó mucho. En seguida, dije a Lorca y a los demás:

—El pintor checoslovaco está terminando un retrato muy bonito.

Todos acudieron a la habitación, admiraron el retrato y Dalí fue admitido en nuestro grupo. A decir verdad, él y Federico serían mis mejores amigos.

Los tres andábamos siempre juntos. Loica sentía por él verdadera pasión, lo cual dejaba indiferente a Dalí.

Dalí era un muchacho tímido, con una voz grave y profunda, el pelo muy largo, que después se hizo cortar, una viva irritación hacia las exigencias cotidianas de la vida y un atuendo extravagante, consistente en un sombrero muy grande, una chalina inmensa, una americana que le llegaba hasta las rodillas y polainas. Causaba la impresión de que se vestía así por afán de provocación, cuando lo hacía, simplemente, porque le gustaba, lo cual no impedía que a veces la gente le insultara por la calle.

Dalí también escribía poesías, y las publicaba. En 1926 ó 1927, siendo todavía muy joven, participó en Madrid en una exposición con otros pintores, como Peinado y Viñes. En junio, cuando tuvo que presentarse al examen de ingreso en Bellas Artes y le hicieron sentarse ante el tribunal para el examen oral, exclamó de pronto:

—No reconozco a ninguno de los que están aquí el derecho a juzgarme.

Me marcho.

Y se marchó, efectivamente. Su padre vino de Cataluña a Madrid para tratar de arreglar las cosas con la Dirección de Bellas Artes. Resultó inútil. Dalí fue expulsado.

No puedo explicar día a día lo que fueron aquellos años de formación y encuentros; nuestras charlas, nuestro trabajo, nuestros paseos, nuestras borracheras, los burdeles de Madrid (los mejores del mundo, sin duda) y nuestras largas veladas en la Residencia. El jazz me tenía cautivado, hasta el extremo de que empecé a tocar el banjo. Me había comprado un gramófono y varios discos norteamericanos, que escuchábamos con entusiasmo mientras bebíamos grogs al ron, que yo mismo preparaba (el alcohol estaba prohibido en la Residencia, incluso el vino con la comida, so pretexto de evitar las manchas en los manteles blancos). De vez en cuando montábamos una obra de teatro, casi siempre
Don Juan Tenorio
, de Zorrilla, que creo que aún me sé de memoria.

Conservo una fotografía en la que aparezco yo de don Juan con Lorca, que hace de Escultor, en el acto quinto.

Yo había instituido también lo que nosotros llamábamos «las mojaduras de primavera» y que consistía, estúpidamente, en echar un cubo de agua a la cabeza de cualquiera. Alberti se habrá acordado de ellas al ver a Fernando Rey regar en el andén de una estación a Carole Bouquet en
Ese oscuro objeto del deseo
.

La chulería es un comportamiento típicamente español, compuesto de agresividad, insolencia viril y autosuficiencia. Yo he incurrido en ella algunas veces, especialmente en mis tiempos de la Residencia, para arrepentirme en seguida. Un ejemplo: a mí me gustaban el garbo y la gracia de una bailarina del «Palace del Hierro» a la que, sin conocerla, llamaba
la Rubia
. Yo frecuentaba aquel baile sólo por el gusto de verla bailar. Era una clienta habitual, no una bailarina profesional. Un día, cansados de oírme hablar de ella, Dalí y Pepín Bello decidieron ir conmigo.
La Rubia
estaba bailando con un hombre serio, con gafas y bigotito, al que yo puse el mote de
el Médico
. Dalí declaró estar terriblemente desilusionado. ¿Por qué le había molestado?
La Rubia
no tenía ningún encanto, ninguna gracia.

—Es porque su pareja no vale nada —respondí.

Me levanté, me acerqué a la mesa a la que acababan de sentarse la muchacha y
el Médico
y dije a éste:

—He venido con dos amigos para ver bailar a la señorita; pero usted la estropea. No vuelva a bailar con ella. Eso es todo.

Di media vuelta y volví a nuestra mesa, esperando recibir un botellazo en la coronilla, costumbre bastante difundida en aquella época. Pero nada.
El Médico
, que no me había contestado, se levantó y sacó a bailar a otra. Avergonzado y arrepentido, me acerqué a
la Rubia
y le dije:

—Siento mucho lo que acabo de hacer. Y yo bailo aún peor que él.

Era verdad. Por cierto que nunca bailé con
la Rubia
.

Durante el verano, cuando los españoles se iban de vacaciones se iban de vacaciones, llegaban a la Residencia grupos de profesores norteamericanos con sus esposas, algunas muy guapas, que iban a perfeccionar el español. Para ellos se organizaban conferencias y visitas. En el tablero de anuncios del vestíbulo podía leerse, por ejemplo: «Mañana, visita a Toledo con Américo Castro.»

Un día, el anuncio rezaba: «Mañana, visita a El Prado con Luis Buñuel.» Me siguió un nutrido grupo de norteamericanos, que no sospechaban la superchería, lo cual me dio un primer atisbo de la inocencia norteamericana. Mientras los llevaba por las salas del Museo, les decía lo primero que me pasaba por la imaginación: que Goya era torero y mantuvo funestas relaciones con la duquesa de Alba, que el cuadro de Berruguete
Auto de Fe
es una obra maestra porque en él aparecen ciento cincuenta personajes. Y, como todo el mundo sabe, el valor de una obra pictórica depende del número de personajes. Los norteamericanos me escuchaban muy serios, y algunos hasta tomaban notas.

Pero unos cuantos fueron a quejarse al director.

HIPOTISMO

En aquella época, espontáneamente, me puse a practicar el hipnotismo.

Conseguí hacer dormir con bastante facilidad a numerosas personas, en particular al ayudante del contable de la Residencia, un tal Lizcano, haciéndole mirar fijamente mi dedo. Un día me costó muchísimo trabajo despertarle.

Después leí varios libros serios sobre el hipnotismo y probé diversos métodos, pero nunca encontré un caso tan extraordinario como el de Rafaela.

En un burdel bastante bueno de la calle de la Reina ejercían entonces, entre otras, dos muchachas muy atractivas. Una se llamaba Lola Madrid, y la otra, Teresita.

Teresita tenía un
«amant de coeur»
, Pepe, un vasco robusto y simpático que estudiaba Medicina. Una tarde estaba yo tomando una copa en la peña de los estudiantes de Medicina del «Café Fornos» en la calle Alcalá, esquina a Peligros, cuando vienen a decirnos que en casa de Leonor (así se llamaba el burdel) ha habido un drama. Pepe, que veía como la cosa más natural que Teresita le dejara un momento para ir a atender a un cliente, se enteró de que ella se había entregado desinteresadamente a otro. Esto no podía consentirlo y, hecho una fiera, había llegado a pegar a la veleidosa Teresita.

Los estudiantes de Medicina se van inmediatamente a casa de Leonor. Yo me voy con ellos. Encontramos a Teresita hecha un mar de lágrimas y al borde del ataque de nervios. La miro, le hablo, le tomo las manos y le digo que se calme y que se duerma. Ella lo hace así, quedando inmediatamente en un estado de semisonambulismo, sin oír ni responder a nadie más que a mí. Le digo frases tranquilizadoras, disponiéndola suavemente a la calma y al despertar.

Entonces entra alguien y dice algo asombroso: una tal Rafaela, hermana de Lola Madrid, que estaba trabajando en la cocina, se ha quedado dormida de repente mientras yo hipnotizaba a Teresita.

Voy a la cocina y, efectivamente, veo a la muchacha en estado de sonambulismo.

Es raquítica, un poco contrahecha y bizca. Me siento delante de ella, le hago varios pases con las manos, le hablo suavemente y la despierto.

Rafaela fue un caso realmente extraño. Un día cayó en trance nada más pasar yo por delante de la puerta del burdel. Puedo asegurar que todo es cierto y que lo he comprobado por todos los medios posibles. Juntos hicimos numerosos experimentos. Hasta la curé de una retención urinaria pasándole suavemente las manos por el vientre y hablándole. Pero el más sorprendente de aquellos experimentos tuvo por escenario el «Café Fornos».

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