Mi último suspiro (3 page)

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Authors: Luis Buñuel

Tags: #Biografía, Referencia

BOOK: Mi último suspiro
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Desde luego, los clientes no iban más allá del pellizco. Si hubieran intentado otra cosa, en seguida habría intervenido la Guardia Civil.

Este placer maldito, tanto más apetecible sin duda por cuanto que nos era presentado como un pecado mortal, tratábamos de imaginarlo, jugando a los médicos con las niñas y observando a los animales. Un compañero llegó a intentar descubrir las intimidades de una mula, sin otro resultado que una caída del taburete al que se había subido. Afortunadamente, ignorábamos incluso la existencia de la sodomía.

En verano, a la hora de la siesta, con un calor agobiante y las moscas zumbando en las calles vacías, nos reuníamos en una tienda de tejidos, en penumbra, con las puertas cerradas y las persianas echadas. El dependiente nos prestaba revistas «eróticas» (sabe Dios cómo habrían, llegado hasta allí),
La hoja de parra
, por ejemplo, o K.D.T., cuyas reproducciones tenían un mayor realismo.

Hoy aquellas revistas prohibidas parecerían de una inocencia angelical; Apenas se alcanzaba a distinguir el nacimiento de una pierna o de un seno, lo cual bastaba para atizar nuestro deseo e inflamar nuestras confidencias. La total separación entre hombres y mujeres hacía más ardorosos nuestros torpes impulsos. Aún hoy, al recordar mis primeras emociones sexuales, me parece volver a percibir los olores de las telas.

En San Sebastián, cuando yo tenía trece o catorce años, las casetas de baño nos ofrecían otro medio de información. Las casetas estaban divididas por un tabique. Era muy fácil meterse en uno de los compartimientos y mirar por un agujero a las señoras que se desnudaban al otro lado.

En aquella época, se pusieron de moda unos largos alfileres de sombrero que las señoras, al saberse observadas, introducían en el agujero, sin reparo de pinchar el ojo fisgón (después, en
Él
, recordé este detalle), A fin de protegernos de los alfileres, nosotros poníamos un pedacito de vidrio en las mirillas.

Uno de los hombres más recios de Calanda, que se hubiera muerto de risa si llega a enterarse de nuestros problemas de conciencia, era don Leoncio, uno de los dos médicos, republicano acérrimo que había empapelado su despacho con las páginas en color de la revista
El Motín
, publicación anarquista y ferozmente anticlerical, muy popular en la España de entonces. Aún recuerdo uno de aquellos dibujos. Dos curas gordos, sentados en una carreta y Cristo, enganchado a las varas, sudando y jadeando.

Para dar una idea del talante de la revista, veamos cómo describía una manifestación celebrada en Madrid, durante la cual unos obreros atacaron violentamente a unos sacerdotes, hiriendo a varios transeúntes y rompiendo escaparates.

«Ayer por la tarde, un grupo de obreros subían tranquilamente por la calle de la Montera cuando, por la acera contraria, vieron bajar a dos sacerdotes.

Ante tal provocación…» He citado con frecuencia este artículo, como excelente ejemplo de «provocación ».

No íbamos a Calanda más que en Semana Santa y en verano, y aun hasta 1913, en que descubrí el Norte y San Sebastián. La casa, que mi padre había mandado construir hacía poco, atraía a los curiosos, Iban a verla hasta de los pueblos vecinos. Estaba amueblada y decorada al gusto de la época, aquel «mal gusto» que ahora reivindica la historia del arte, y cuyo más brillante representante fue en España el catalán Gaudí.

Cuando se abría la puerta principal para que entrara o saliera alguien, se veía a un grupo de chiquillos, de ocho a diez años, sentados o de pie en las escaleras, que miraban con asombro hacia el «lujoso» interior. La mayoría llevaban en brazos a un hermanito o hermanita incapaz de espantarse las moscas del lagrimal o de las comisuras de los labios. Las madres estaban en el campo o en la cocina, preparando el puchero de patatas con judías, alimento básico y permanente del hombre del campo.

A menos de tres kilómetros del pueblo, cerca del río, mi padre mandó construir una casa a la que llamamos La Torre. Alrededor, plantó un jardín con árboles frutales que bajaba hasta un pequeño estanque, en el que nos esperaba una barca, y hasta el río. Un canalillo de riego cruzaba el jardín, en el que el guarda cultivaba hortalizas.

La familia al completo —por lo menos, diez personas— íbamos todos los días a La Torre en dos jardineras. Aquellas carretadas de chiquillería alegre se cruzaban con frecuencia con niños desnutridos y harapientos que recogían en un capazo el estiércol con el que su padre abonaría el huerto. Imágenes de penuria que, al parecer, nos dejaban totalmente indiferentes.

A menudo, cenábamos opíparamente en el jardín de La Torre, a la luz tenue de varias lámparas de acetileno, y regresábamos de noche cerrada. Vida ociosa y sin amenazas. Si yo hubiera sido uno de aquellos que regaban la tierra con sudor y recogían el estiércol, ¿cuáles serían hoy mis recuerdos de aquel tiempo? Nosotros éramos seguramente los últimos representantes de un muy antiguo orden de cosas. Escasos intercambios comerciales. Obediencia a los ciclos.

Inmovilidad del pensamiento. La fabricación de aceites constituía la única industria del país. De fuera nos llegaban los tejidos, los objetos de metal, los medicamentos, mejor dicho, los productos básicos de que se servía el boticario para despachar las recetas del médico.

El artesanado local cubría las necesidades más inmediatas: un herrador, un hojalatero, cacharreros, un talabartero, albañiles, un panadero, un tejedor.

La economía agrícola seguía siendo de tipo semifeudal. El propietario confiaba las tierras a un aparcero, y éste le cedía la mitad de la cosecha.

Conservo una veintena de fotografías hechas en 1904 y 1905 por un amigo de la familia. Merced a un aparato de la época, se ven en relieve. Mi padre, fornido, con un gran bigote blanco y, casi siempre, con sombrero cubano (salvo una en la que está con
canotier
). Mi madre, a los veinticuatro años, morena, sonriendo a la salida de misa, saludada por todos los notables del pueblo.

Mis padres posando con sombrilla y mi madre en burro (esta foto se llamaba «la huida a Egipto»). Yo a los seis años en un campo de maíz con otros niños.

Lavanderas, campesinos esquilando ovejas, mi hermana Conchita, muy pequeña, entre las rodillas de su padre que charla con don Macario, mi abuelo dando de comer a su perro, un pájaro muy hermoso en su nido…

Hoy en Calanda ya no hay pobres que se sienten los viernes junto a la pared de la iglesia para pedir un pedazo de pan. El pueblo es relativamente próspero, la gente vive bien. Hace tiempo que desapareció el traje típico, la faja, el cachirulo a la cabeza y el pantalón ceñido.

Las calles están asfaltadas e iluminadas. Hay agua corriente, alcantarillas, cines y bares. Como en el resto del mundo, la televisión contribuye eficazmente a la despersonalización del espectador. Hay coches, motos, frigoríficos, un bienestar material cuidadosamente elaborado, equilibrado por esta sociedad nuestra, en la que el progreso científico y tecnológico ha relegado a un territorio lejano la moral y la sensibilidad del hombre. La entropía —el caos— ha tomado la forma, cada día más aterradora, de la explosión demográfica.

Yo tuve la suerte de pasar la niñez en la Edad Media, aquella época «dolorosa y exquisita» como dice Huysmans. Dolorosa en lo material. Exquisita en lo espiritual. Todo lo contrario de hoy.

LOS TAMBORES DE CALANDA

Existe en varios pueblos de Aragón una costumbre que tal vez sea única en el mundo, la de los tambores del Viernes Santo. Se tocan tambores en Alcañiz y en Híjar. Pero en ningún sitio, con una fuerza tan misteriosa e irresistible como en Calanda.

Esta costumbre, que se remonta a finales del siglo XVIII, se había perdido hacia 1900. Un cura de Calanda, mosén Vicente Allanegui, la resucitó.

Los tambores de Calanda redoblan sin interrupción, o poco menos, desde el mediodía del Viernes Santo hasta la misma hora del sábado, en conmemoración de las tinieblas que se extendieron sobre la tierra en el instante de la muerte de Cristo, de los terremotos, de las rocas desmoronadas y del velo del templo rasgado de arriba abajo. Es una ceremonia colectiva impresionante, cargada de una extraña emoción, que yo escuché por primera vez desde la cuna, a los dos meses de edad. Después, participé en ella en varias ocasiones, hasta hace pocos años, dando a conocer estos tambores a numerosos amigos que quedaron tan impresionados como yo. En 1980, durante mi último viaje a España, se reunió a varios invitados en un castillo medieval cercano a Madrid y se les ofreció la sorpresa de una alborada de tambores venidos especialmente de Calanda. Entre los invitados figuraban excelentes amigos como Julio Alejandro, Fernando Rey y José Luis Barros. Todos dijeron haberse sentido conmovidos sin saber por qué. Cinco confesaron que incluso habían llorado.

Ignoro qué es lo que provoca esta emoción, comparable a la que a veces nace de la música, Sin duda se debe a las pulsaciones de un ritmo secreto que nos llega del exterior, produciéndonos un estremecimiento físico, exento de toda razón, Mi hijo Jean-Louis realizó un corto,
Les tambours de Calanda
, y yo utilicé ese redoble profundo e inolvidable en varias películas, especialmente en
La Edad de oro
y
Nazarín
, En la época de mi niñez, no habría más de doscientos o trescientos participantes.

Hoy son más de mil, con seiscientos o setecientos tambores y cuatrocientos bombos.

Hacia mediodía del Viernes Santo, la multitud se congrega en la plaza de la Iglesia. Todos esperan en silencio, con el tambor en bandolera. Si algún impaciente se adelanta en el redoble, la muchedumbre entera le hace enmudecer.

A la primera campanada de las doce del reloj de la iglesia, un estruendo enorme, como de un gran trueno retumba en todo el pueblo con una fuerza aplastante. Todos los tambores redoblan a la vez. Una emoción indefinible que pronto se convierte en una especie de embriaguez, se apodera de los hombres.

Pasan dos horas redoblando así y luego se forma una procesión, llamada El Pregón (el pregón es el tambor oficial, el pregonero) que sale de la plaza principal y da la vuelta al pueblo. Va tanta gente que los últimos aún no han salido de la plaza cuando los primeros ya llegan por el otro lado.

En la procesión van soldados romanos con barba postiza (llamados
putuntunes
, palabra cuya pronunciación recuerda el ritmo del tambor), centuriones, un general romano y un personaje llamado Longinos, enfundado en una armadura de la Edad Media. Éste, que en principio defiende de los profanadores el cuerpo de Dios, en un momento dado, se bate en duelo con el general romano.

Los tambores hacen corro en torno a los dos combatientes. El general romano da media vuelta sobre sí mismo para indicar que está muerto, y entonces Longinos sella el sepulcro sobre el que debe velar.

El Cristo está representado por una imagen que yace en un féretro de cristal.

Durante toda la procesión, se canta el texto de la Pasión, en el que aparece varias veces la expresión «los pérfidos judíos» que fue suprimida por Juan XXIII.

Hacia las cinco todo se ha consumado. Se observa entonces un momento de silencio y los tambores vuelven a sonar para no callar hasta el día siguiente a mediodía.

Los redobles se rigen por cinco o seis ritmos diferentes que no he olvidado.

Cuando dos grupos que siguen ritmos distintos se encuentran al doblar una esquina, se paran frente a frente, y entonces se produce un auténtico duelo de ritmos que puede durar una hora o más. El grupo más débil asume entonces el ritmo del más fuerte.

Los tambores, fenómeno asombroso, arrollador, cósmico, que roza el inconsciente colectivo, hacen temblar el suelo bajo nuestros pies. Basta poner la mano en la pared de una casa para sentirla vibrar. La naturaleza sigue el ritmo de los tambores que se prolonga durante toda la noche. Si alguien se duerme arrullado por el fragor de los redobles, se despierta sobresaltado cuando éstos se alejan abandonándolo.

Al amanecer, la membrana de los tambores se mancha de sangre: las manos sangran de tanto redoblar. Y eso que son manos rudas, de campesino.

El sábado por la mañana, mientras unos conmemoran la subida al Calvario ascendiendo a una colina cercana al pueblo en la que hay un vía-crucis, los demás siguen tocando. A las siete, se reúnen todos para la procesión llamada del Entierro. A la primera campanada de las doce, todos los tambores enmudecen hasta el año siguiente. Pero, incluso después de volver a la vida cotidiana, algunos vecinos de Calanda aún hablan a tirones, siguiendo el ritmo de los tambores dormidos.

ZARAGOZA

El padre de mi padre era un «labrador rico», lo cual quiere decir que era dueño de tres muías. Tuvo dos hijos. Uno se hizo farmacéutico y el otro —mi padre— se fue de Calanda con cuatro compañeros para hacer el servicio militar en Cuba, que todavía pertenecía a España.

A su llegada a Cuba, le hicieron rellenar y firmar un formulario. Como, gracias a su maestro, tenía muy buena letra, lo destinaron a oficinas. Sus compañeros murieron de malaria.

Cuando terminó el servicio, mi padre decidió quedarse. Entró en una empresa en calidad de encargado, mostrándose activo y formal. Algún tiempo después, fundó su propia ferretería, almacén de venta de herramientas, armas, esponjas y artículos diversos. Un limpiabotas que iba a visitarlo todas las mañanas se hizo amigo suyo, al igual que otro empleado. Mi padre les confió el negocio en comandita y regresó a España con una pequeña fortuna poco antes de la independencia de Cuba. (Independencia que en España se acogió con indiferencia. Aquel día la gente fue a los toros como si nada.) A su regreso a Calanda, a los cuarenta y tres años, mi padre se casó con una muchacha de dieciocho, mi madre, compró muchas tierras y mandó construir la casa y La Torre.

Yo fui el primogénito, concebido durante un viaje a París, en el hotel «Ronceray», cerca de Richelieu-Drouot. Tuve cuatro hermanas y dos hermanos.

El mayor de mis dos hermanos, Leonardo, que era radiólogo y vivía en Zaragoza, falleció en 1980. Alfonso, el otro, quince años más joven que yo y arquitecto, murió en 1961 cuando yo rodaba
Viridiana
. Mi hermana Alicia murió en 1977. Quedamos cuatro. Mis otras hermanas, Conchita, Margarita y María están bien vivas.

Desde los íberos y los romanos —Calanda fue un poblado romano— hasta los visigodos y los árabes, se han sucedido tantas invasiones sobre el suelo de España que hoy existe una mezcla de sangres muy diversas. En el siglo XV no había en Calanda más que una familia de cristianos viejos. Todas las demás eran moriscas. En una misma familia pueden darse tipos muy distintos. Por ejemplo, mi hermana Conchita podía pasar por una guapa escandinava de pelo rubio y ojos azules, mientras que mi hermana María, por el contrario, parecía haberse escapado de un harén.

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