Mientras dormían (25 page)

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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

BOOK: Mientras dormían
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—No lo ha dicho. La
signora
Stocco ha decidido no darle importancia delante de la niña, pero lloraba al decírmelo. Me ha pedido que hable contigo.

Brunetti ya estaba pensando en cómo separar su condición de padre de la de policía antes de actuar.

—La niña tendría que explicárnoslo —dijo.

—Ya lo sé. Por lo que ha dicho la madre, me parece que no lo hará.

Brunetti asintió.

—Si ella no habla, no puedo hacer nada.

—Lo sé —respondió Paola. Calló un momento y dijo—: Pero yo sí puedo.

—¿Qué dices? —preguntó Brunetti, sorprendido por la fuerza del temor que lo había asaltado de pronto.

—No te preocupes, Guido. No lo tocaré, te lo prometo. Pero me encargaré de que reciba su castigo.

—Ni siquiera sabes lo que ha hecho —dijo Brunetti—. ¿Cómo puedes hablar de castigo?

Ella retrocedió unos pasos y lo miró. Fue a decir algo y desistió. Después de una pausa durante la cual él la vio abrir la boca para hablar y desistir dos veces, ella se acercó y le puso la mano en el brazo:

—No te preocupes, Guido. No pienso hacer nada ilegal. Pero tendrá su merecido. —Vio como la expresión de él iba de la inquietud a la confianza y agregó—: Perdona, siempre se me olvida que detestas el melodrama. —Miró el reloj y luego a su marido—: Como ya te he dicho, es tarde y mañana temprano tengo clase.

Dejándolo allí, Paola salió al pasillo y fue hacia el dormitorio y la cama de ambos.

Capítulo 18

Brunetti, que solía dormir bien, tuvo una noche agitada, con sueños de animales. Veía leones, tortugas y una bestia grotesca, calva y con barbas. Las campanadas del reloj de San Polo le hacían compañía en su largo duermevela. A las cinco, concluyó que Maria Testa debía recuperarse y empezar a hablar y, tan pronto como vio claro lo que tenía que hacer, se sumió en un sueño plácido y profundo del que ni la ruidosa partida de Paola pudo sacarlo.

Despertó poco antes de las nueve, y permaneció veinte minutos en la cama haciendo planes y tratando en vano de cerrar los ojos al peligro que encerraba para la joven su presunta recuperación. El deseo de poner en práctica sus planes se hizo tan apremiante que lo llevó rápidamente de la cama a la ducha, a la calle y a la
questura.
Desde allí llamó al jefe de Neurología del Ospedale Civile, que fue quien le puso la primera traba al manifestar que Maria Testa no podía ser trasladada bajo ningún concepto. Su estado era todavía muy precario como para moverla. Brunetti había tenido que batallar con el sistema sanitario lo suficiente como para saber que la verdadera razón era que, sencillamente, el personal prefería evitarse complicaciones, pero también sabía que sería inútil discutir.

El comisario llamó a Vianello a su despacho y le expuso el plan:

—Todo lo que tenemos que hacer —terminó— es publicar un suelto en el
Gazzetino
de mañana por la mañana que diga que ha salido del coma. Ya sabe cómo les gustan estas cosas a los periodistas: «Vuelve del borde de la tumba.» Entonces, quienquiera que condujera ese coche creerá que ha vuelto en sí y que puede hablar, y tendrá que volver a intentarlo.

Vianello miraba la cara de Brunetti como si descubriera allí cosas nuevas, pero no dijo nada.

—¿Bien?

—¿Habrá tiempo para que la noticia salga mañana? —preguntó el sargento.

Brunetti miró el reloj.

—Claro que sí. —Al ver que Vianello no parecía muy convencido, preguntó—: ¿Qué sucede?

—No me gusta la idea de exponerla a un peligro aún mayor —respondió al fin el sargento—. De usarla como señuelo.

—Ya le he dicho que en la habitación siempre habrá alguien.

—Comisario —empezó Vianello, y Brunetti se puso en guardia, como siempre que Vianello utilizaba este tratamiento con aquella entonación paciente—. Alguien del hospital tendrá que saber lo que ocurre.

—Desde luego.

—¿Y bien?

—¿Y bien qué? —dijo Brunetti secamente. Lo había planeado perfectamente, conocía los peligros, por lo que la violencia de su reacción a la pregunta de Vianello no era sino fruto de su propia inquietud.

—Es peligroso. La gente habla. No hay más que entrar en la cafetería de la planta baja y preguntar por ella. Alguien, un celador, una enfermera, incluso un médico, puede decir que en su habitación hay un guardia.

—No digamos que es un guardia. Diremos que se ha retirado al guardia. Diremos que son parientes.

—¿O miembros de la orden? —apuntó Vianello en un tono tan neutro que Brunetti no hubiera podido decir si era una sugerencia o un sarcasmo.

—Nadie del hospital sabe que es monja —dijo Brunetti, aunque lo dudaba.

—Me gustaría creerlo.

—¿Qué dice, sargento?

—Los hospitales son sitios pequeños. No es fácil guardar un secreto mucho tiempo. De modo que creo que debemos dar por seguro que saben quién es.

Aun después de oír a Vianello usar la palabra «señuelo», Brunetti se resistía a admitir que era eso precisamente lo que pretendía hacer de ella. Cansado de oír a Vianello dar voz a todas sus inquietudes y objeciones, que había tratado de negar o minimizar durante toda la mañana, Brunetti preguntó:

—¿Usted está encargado de la lista de servicios de esta semana?

—Sí, señor.

—Bien, mantenga las guardias en el hospital, pero que se hagan dentro de la habitación. —Recordando a Alvise y la revista de historietas, agregó—: Dígales que no deben salir de la habitación bajo ningún concepto, a no ser que se quede una enfermera mientras ellos no están. Y póngame a mí en una de las guardias, a partir de esta noche, de doce a ocho.

—Sí, señor —dijo Vianello poniéndose en pie. Brunetti miró los papeles que tenía en la mesa, pero el sargento no se iba—. Una de las cosas curiosas de este programa de ejercicios… —empezó, y esperó para proseguir a que Brunetti lo mirara. Cuando lo consiguió, continuó—: … es que necesito dormir menos. Así que puedo compartir el turno con usted, si no tiene inconveniente. De este modo, sólo nos harán falta dos agentes para los otros dos turnos, y será mucho más fácil hacer la rotación.

Brunetti agradeció la propuesta con una sonrisa.

—¿Quiere empezar usted? —preguntó.

—De acuerdo —aceptó Vianello—. Sólo espero que la cosa no dure mucho.

—Creí oírle decir que necesitaba menos horas de sueño.

—Así es. Pero a Nadia no le va a gustar.

Ni a Paola, pensó Brunetti.

Vianello dio media vuelta agitando la mano derecha, para esbozar quizá un saludo, quizá una señal de complicidad, era imposible adivinarlo.

Mientras el sargento bajaba a confeccionar la lista de servicios y decir a la
signorina
Elettra que llamara al
Gazzettino,
Brunetti decidió echar leña al fuego. Llamó a la residencia San Leonardo y dejó para la madre superiora el mensaje de que Maria Testa —insistía en usar este nombre— se recuperaba satisfactoriamente en el Ospedale Civile y esperaba poder recibir la visita de la madre superiora muy pronto, quizá la semana próxima sin ir más lejos. Antes de colgar, pidió a la monja que atendía su llamada que hiciera el favor de pasar el mensaje también al doctor Messini. Después buscó el número del convento, y lo sorprendió encontrarse con un contestador, en el que dejó el mismo mensaje para el padre Pio.

Pensó en llamar también a la
contessa
Crivoni y a la
signorina
Lerini, pero decidió dejar que se enterasen de la recuperación de
suor
Immacolata por el diario.

Cuando Brunetti entró en el despacho de la
signorina
Elettra, ésta lo miró sin su sonrisa habitual.

—¿Ocurre algo malo,
signorina
?

En vez de contestar inmediatamente, ella señaló una carpeta marrón que tenía encima de la mesa.

—El padre Pio Cavaletti es lo malo,
dottore.

—¿Tan malo como todo eso? —preguntó Brunetti, aunque no tenía ni idea de qué quería decir con «todo eso».

—Lea y juzgue usted mismo.

Brunetti tomó la delgada carpeta y la abrió con interés. Contenía fotocopias de tres documentos. El primero era una carta de una sola frase de la oficina en Lugano de la Union de Banque Suisse, dirigida al
«Signor
Pio Cavaletti»; la segunda, una carta dirigida al Patriarca, en un papel que llevaba el membrete la firma de uno de los más famosos abogados de la ciudad y la tercera tenía el ya familiar escudo del Patriarcado de Venecia.

Brunetti miró a la
signorina
Elettra que, sentada ante su mesa con las manos juntas, esperaba a que él terminase la lectura. El comisario volvió a centrar la atención en los papeles, que leyó despacio.

«Signor
Cavaletti: Acusamos recibo del ingreso del 29 de enero, en la cuenta corriente que tiene usted en esta entidad, de la suma de treinta y seis millones de liras italianas. Su saldo actual es de 465.347 francos suizos.» El documento del banco, informatizado, no estaba firmado.

«Después de la restitución de las sumas entregadas por su madre a Pio Cavaletti, mi cliente ha decidido retirar su demanda por fraude.»

«A causa de la información llegada a nuestra sede, se ha decidido apartar al padre Pio Cavaletti de la orden del Opus Dei. Visto el contenido de la carta que se acompaña, se ha decidido no emprender contra él acción alguna, ni eclesiástica ni civil, pero su expulsión es irrevocable.»

Una vez leídas las tres hojas, Brunetti levantó la mirada:

—¿Qué deduce de esto,
signorina
?

—Deduzco lo que hay,
dottore.

—¿Y es…?

—Extorsión. —Hizo una pausa y agregó—: Reconozco que me sorprende que lo expulsaran.

Brunetti asintió y preguntó:

—¿De dónde han salido estas cartas?

—La segunda y la tercera, de los archivos del Patriarca.

—¿Y la primera?

—De fuente fidedigna —fue toda la explicación que ella le dio y —advirtió Brunetti— toda la que le pensaba dar.

—Acepto su palabra,
signorina.

—Gracias —dijo ella, magnánima.

—He leído cosas acerca del Opus Dei —empezó Brunetti— ¿Sabe el amigo de su amiga, el que está en el Patriarcado, si son muy…? —Brunetti iba a decir «poderosos» pero algo parecido a la superstición se lo impidió—. Quiero decir si tienen mucha presencia en esta ciudad.

—Dice que es muy difícil estar seguro de quiénes son ni de qué hacen, especialmente, en Italia. Pero no duda de que su poder es muy real.

—Eso viene a ser lo que la gente solía decir de las brujas,
signorina.

Ella arqueó las cejas con una mezcla de escepticismo y asentimiento y movió la cabeza afirmativamente.

—Y todo podría acabar en lo mismo, gente que se inclina a creer lo peor dondequiera que se insinúa un secreto.

Con evidente renuencia, ella dijo:

—Es posible.

—No creí que tuviera tanta prevención contra la religión —dijo él.

—Esto no tiene nada que ver con la religión —repuso ella secamente.

—¿No? —hizo él, sorprendido.

—Esto tiene que ver con el poder.

Brunetti meditó un momento.

—Sí; imagino que sí.

Con voz más sosegada, la
signorina
Elettra dijo:

—El
vicequestore
me ha pedido que le diga que la visita del jefe de policía suizo ha sido aplazada.

Brunetti casi no la oía.

—Es lo que dice mi mujer. —Al ver que ella no le seguía, agregó, a modo de explicación—: Sobre el poder. —Y, cuando ella entendió, él preguntó—: Perdone, ¿qué decía del
vicequestore
?

—Se ha aplazado la visita del jefe de policía suizo.

—Ah, lo había olvidado por completo. Gracias,
signorina.
—Sin añadir palabra, él puso la carpeta encima de la mesa y volvió a su despacho en busca del abrigo. Mientras subía la escalera, Brunetti pensaba en lo fácil que es ceder a la tendencia nacional de ver intrigas y grandes confabulaciones por doquier y pasar por alto al malvado aislado que se te cruza en el camino. ¡Cuánto más fácil es culpar a un sistema que a un individuo!

Esta vez le abrió la puerta un hombre de mediana edad, vestido —supuso Brunetti— con hábito monacal pero que en realidad parecía disfrazado con unas faldas chapuceras. Cuando Brunetti le expuso su deseo de hablar con el padre Pio, el portero juntó las manos e inclinó la cabeza sin decir palabra y condujo al visitante por el patio, en el que hoy no se veía al jardinero y el perfume de las lilas era aún más penetrante. Dentro de la casa, el dulce aroma de las flores se mezclaba con los olores del incienso y la cera. Por el pasillo, adelantaron a un hombre joven que andaba en su misma dirección. Los dos religiosos se saludaron con un silencioso movimiento de cabeza que a Brunetti le pareció mera afectación piadosa.

El hombre, al que Brunetti consideraba ya el hipócrita mudo, se paró delante de la puerta del despacho del padre Pio y, con un movimiento de la cabeza, indicó a Brunetti que podía pasar. Cuando éste entró, sin molestarse en llamar, encontró las ventanas cerradas y observó que de la pared del fondo colgaba un Jesús crucificado, imagen que desagradaba a Brunetti de modo especial.

Minutos después, se abrió la puerta y entró en el despacho el padre Pio. Tal como Brunetti recordaba, aquel hombre llevaba el hábito con soltura, como si se sintiera cómodo con él. Una vez más, llamaron la atención de Brunetti los labios carnosos, pero, al igual que en su visita anterior, advirtió que la personalidad de aquel hombre residía en los ojos, entre verdes y grises, vivos e inteligentes.

—Celebro volver a verlo, comisario —dijo el sacerdote—. Gracias por su mensaje. La recuperación de
suor
Immacolata es sin duda la respuesta a nuestras plegarias.

Brunetti dominó la tentación de empezar la conversación pidiendo que se ahorrara la retórica de la hipocresía religiosa y se limitó a decir:

—Me gustaría que me respondiera a unas cuantas preguntas más.

—Con mucho gusto. Siempre y cuando, como ya le dije, ello no me obligue a divulgar información sagrada. —Brunetti notó que, aun sin dejar de sonreír, el sacerdote había advertido la diferente actitud de Brunetti.

—No; no creo que esta información sea en modo alguno privilegiada.

—Bien. Pero, ante todo, no hay razón para seguir de pie. Vamos por lo menos a buscar la comodidad. —El sacerdote condujo a Brunetti a los dos sillones de la otra vez y, ladeándose el hábito con soltura, se sentó, buscó con la mano derecha el rosario debajo de la escápula y se puso a pasar las cuentas entre los dedos—. ¿Qué desea saber, comisario?

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