—¿Sí, hijo? —dijo al entrar. Tenía los ojos gris oscuro con finas patas de gallo causadas por la sonrisa frecuente, la boca grande y una expresión afable que invitaba a la confidencia y la confianza. Se adelantó hacia Brunetti sonriendo y tendiendo la mano en fraternal saludo.
—¿Luciano Benevento? —preguntó Brunetti con las manos a los costados.
—Padre Luciano Benevento —rectificó el clérigo sin perder la sonrisa.
—He venido a comunicarle su nuevo destino —dijo Brunetti, omitiendo deliberadamente el tratamiento.
—Lo siento, me parece que no entiendo. ¿Qué nuevo destino? —Benevento movía la cabeza de derecha a izquierda.
Brunetti sacó un largo sobre blanco del bolsillo interior de la chaqueta y lo tendió en silencio al otro hombre.
El sacerdote lo tomó maquinalmente, lo miró y vio su nombre escrito en el anverso. Le satisfizo ver que allí se usaba su tratamiento. Abrió el sobre, miró al callado Brunetti y sacó una hoja de papel. Manteniéndola un poco alejada de sí, leyó el texto. Cuando terminó, miró a Brunetti, otra vez al papel y leyó por segunda vez.
—No entiendo nada —dijo. Su mano derecha, la que sostenía la hoja, cayó a lo largo del cuerpo.
—Pues debería de estar bien claro.
—No lo entiendo. ¿Cómo pueden trasladarme? Antes tenían haber pedido mi consentimiento.
—No creo que a nadie le interese ya lo que usted desee.
—Hace veintitrés años que soy sacerdote. Claro que tienen que escucharme. No pueden hacerme esto, trasladarme sin decirme ni siquiera adónde. —El sacerdote agitó el papel, indignado—. No me dicen a qué parroquia ni a qué provincia me envían. No me dan ni una idea de dónde voy a estar. —Extendió la mano mostrando el papel a Brunetti—. Mire esto. Lo único que dicen es que me trasladan. Podría ser a Nápoles. Podría ser a Sicilia, por Dios.
Brunetti, que conocía el texto de la carta y algo más, no se molestó en mirarla.
—¿Qué parroquia será? —proseguía Benevento—. ¿Qué clase de gente tendré? No pueden dar por descontado que vaya a aceptarlo. Llamaré al Patriarca. Presentaré una queja para que revoquen la orden. No pueden enviarme de este modo a la parroquia que quieran, después de todo lo que he hecho por la Iglesia.
—No es una parroquia —dijo Brunetti suavemente.
—¿Qué? —preguntó Benevento.
—No es una parroquia —repitió Brunetti.
—¿Qué quiere decir con eso de que no es una parroquia?
—Lo que he dicho. No lo han destinado a una parroquia.
—Eso es absurdo —dijo Benevento con indignación—. Naturalmente que tienen que destinarme a una parroquia. Soy sacerdote. Mi tarea es ayudar a la gente.
Brunetti permanecía impasible. Su silencio espoleó a Benevento a preguntar:
—¿Quién es usted? ¿Qué sabe de esto?
—Mi nombre no importa. Soy alguien que reside en su parroquia —dijo Brunetti—. Mi hija está en su clase de catecismo.
—¿Quién es?
—Una de las alumnas de la escuela secundaria —dijo Brunetti, que no veía razón para nombrar a su hija.
—¿Y qué tiene eso que ver? —inquirió Benevento, con una cólera cada vez más perceptible en su voz.
—Tiene mucho que ver —dijo Brunetti señalando la carta con un movimiento de la cabeza.
—-No tengo ni idea de lo que me está diciendo —dijo Benevento, y repitió la pregunta—: ¿Quién es usted? ¿Por qué ha venido?
—He venido a traer la carta —dijo Brunetti tranquilamente— y a comunicarle adónde irá.
—¿Por qué iba el Patriarca a enviar a alguien como usted? —preguntó Benevento, acentuando la última palabra con grueso sarcasmo.
—Porque ha sido amenazado —explicó Brunetti afablemente.
—¿Amenazado? —repitió Benevento en voz baja, mirando a Brunetti con un nerviosismo mal disimulado. Nada quedaba del sacerdote bonachón que había entrado en la habitación hacía sólo unos minutos—. ¿Cómo se puede amenazar al Patriarca?
—Tres niñas. Alida Bontempi, Serafina Reato y Luana Serra —dijo Brunetti escuetamente, dando los nombres de las tres muchachas cuyas familias se habían quejado al obispo de Trento.
Benevento echó la cabeza hacia atrás, como si Brunetti le hubiera abofeteado tres veces.
—No sé de qué… —empezó, pero al ver la cara de Brunetti calló un momento. Esbozó una sonrisa de hombre de mundo—. ¿Y se creen ustedes las mentiras de unas chicas histéricas? ¿Contra la palabra de un sacerdote?
Brunetti no se molestó en contestar.
Benevento estaba furioso.
—¿Quiere decir que cree las patrañas que esas chicas inventaron contra mí? ¿Cree que un hombre que ha dedicado su vida al servicio de Dios podría hacer eso que ellas dijeron? —Brunetti seguía sin responder, y Benevento se golpeó el muslo con la carta y se volvió de espaldas a Brunetti. Fue a la puerta, la abrió, pero la cerró enseguida violentamente y miró a Brunetti—. ¿Y adónde pretenden enviarme?
—Asimara —dijo Brunetti.
—¿Cómo? —gritó Benevento.
—Asimara —repitió Brunetti, seguro de que todo el mundo, hasta un sacerdote, tenía que conocer el nombre de la prisión de máxima seguridad, en medio del mar Tirreno.
—Pero es una prisión. No pueden enviarme allí. Yo no he hecho nada. —Dio dos pasos largos, como si pensara que podría inducir a Brunetti a hacer alguna concesión, aunque no fuera más que por la fuerza de su cólera. Brunetti lo detuvo con una mirada—. ¿Qué esperan que yo haga allí? No soy un criminal.
Aquí Brunetti lo miró a los ojos pero no dijo nada.
Benevento gritó al silencio que irradiaba del otro hombre:
—Yo no soy un criminal. No pueden enviarme allí. No pueden castigarme; ni siquiera se me ha juzgado. No pueden enviarme a la prisión por lo que digan unas chicas, sin acusación ni juicio.
—No está acusado de nada. Irá de capellán.
—¿Qué? ¿Capellán?
—Sí, a cuidar de las almas de los pecadores.
—Pero son hombres peligrosos —dijo Benevento con una voz que él se esforzaba por serenar.
—Precisamente.
—¿Cómo?
—Son hombres. En Asimara no hay jovencitas.
Benevento miró en derredor, buscando un oído sensato que juzgara lo que se le hacía.
—No pueden hacerme esto. Me marcho. Me voy a Roma. —La última frase ya la dijo a gritos.
—Se irá el día uno —dijo Brunetti con férrea calma—. El Patriarcado le proporcionará una lancha y luego un coche que lo llevará a Civitavecchia y vigilará que suba al barco que hace la travesía a la prisión una vez por semana. Hasta entonces no saldrá de esta rectoría. Si sale, será arrestado.
—¿Arrestado? —barbotó Benevento—. ¿Por qué?
Brunetti dejó la pregunta sin contestar.
—Tiene dos días para prepararse.
—¿Y si me niego a ir? —preguntó Benevento en el tono que suele utilizarse en posiciones de gran fuerza moral. Como Brunetti no respondiera, repitió la pregunta—: ¿Y si me niego a ir?
—En tal caso, los padres de las tres niñas recibirán cartas anónimas diciendo dónde está usted y lo que ha hecho.
El estupor de Benevento fue evidente y, enseguida, el miedo, tan inmediato y potente que no pudo reprimir la pregunta:
—¿Qué harán?
—Si tiene suerte, llamarán a la policía.
—¿Qué quiere decir, si tengo suerte?
—Ni más ni menos que lo dicho. Si tiene suerte. —Brunetti dejó que se hiciera entre ellos un largo silencio y luego dijo—: Serafina Reato se ahorcó hace un año. Llevaba un año buscando quien la creyera y no lo encontró. Dijo que lo hacía porque nadie la creía. Ahora la creen.
Benevento abrió mucho los ojos un momento y sus labios se contrajeron en un círculo prieto. El sobre y la carta cayeron al suelo, pero él no se dio cuenta.
—¿Quién es usted? —preguntó.
—Tiene dos días —fue la respuesta de Brunetti. Pasando por encima de los papeles que habían quedado olvidados en el suelo, fue hacia la puerta. Le dolían las manos de tanto apretar los puños. No se dignó mirar a Benevento antes de salir. Tampoco dio portazo.
Brunetti se alejó de la rectoría y torció por una calle estrecha, la primera que llegaba hasta el Gran Canal. Cuando el agua le impidió seguir avanzando, se detuvo y contempló los edificios del otro lado. Un poco a la derecha estaba el
palazzo
en el que Lord Byron se había alojado una temporada y, a su lado, aquel en el que había vivido la primera novia de Brunetti. Pasaban embarcaciones, llevándose consigo la luz de la tarde y sus pensamientos.
No tenía sensación de triunfo por esta pobre victoria. Si algo sentía era una profunda tristeza por aquel hombre y su vida sórdida y desgraciada. Este cura estaba neutralizado, por lo menos, mientras el poder y la influencia del conde Orazio pudieran retenerlo en la isla. Brunetti pensó en la advertencia que le había hecho el otro clérigo, y en el poder y la influencia que había detrás de ella.
De pronto, con un chapoteo que salpicó los zapatos de Brunetti, una pareja de gaviotas cabecinegras se posaron delante de él, disputándose un trozo de pan. Pugnaban, pico con pico, tirando del pan, graznando y chillando, hasta que una engulló el pan y, a partir de aquel momento, las dos callaron y se calmaron, dejándose mecer apaciblemente por el agua, una al lado de la otra.
Brunetti estuvo allí un cuarto de hora, hasta que se relajó la rigidez de sus manos. Entonces las hundió en los bolsillos de la chaqueta y, despidiéndose de las gaviotas, retrocedió por la calle estrecha, camino de su casa.