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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Mientras dormían (22 page)

BOOK: Mientras dormían
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Éste resultó ser Miotti.

—¿Sí, señor? —preguntó cuando Brunetti se hubo identificado.

—¿Alguna novedad?

—Tranquilidad y más tranquilidad.

—¿Qué hace usted?

—Estaba leyendo, comisario. Espero que no le importe.

—Mejor eso que mirar a las enfermeras, imagino. ¿Ha tenido alguna visita?

—Sólo el hombre del Lido, Sassi. Nadie más.

—¿Ha podido hablar con su hermano, Miotti?

—Sí, señor; anoche precisamente.

—¿Le preguntó por el cura?

—Sí, señor.

—¿Y bien?

—Bueno, al principio no quería decir nada. No sé si por miedo a murmurar. Marco es así —explicó Miotti, como pidiendo tolerancia a su superior por semejante defecto de carácter—. Pero cuando le dije que realmente necesitaba saberlo, dijo que había rumores, sólo rumores, comisario, de que Cavaletti tenía que ver con el Opus Dei. No lo sabía a ciencia cierta. Sólo había oído rumores. ¿Comprende, comisario?

—Sí, comprendo. ¿Algo más?

—En realidad, no, señor. Traté de imaginar lo que desearía usted saber, en fin, qué me preguntaría cuando le dijera esto, y pensé que querría saber si Marco creía esos rumores, y se lo pregunté.

—¿Y?

—Los cree.

—Gracias, Miotti. Vuelva a su lectura.

—Gracias, comisario.

—¿Qué está leyendo?


Quattroruote
—dijo el agente, nombrando la más popular revista del motor.

—Ah. Gracias, Miotti.

—Sí, señor.

¡Oh, dulce y misericordioso Jesús crucificado, sálvanos a todos! Al pensar en el Opus Dei, Brunetti no pudo menos que formular para sus adentros una de las jaculatorias favoritas de su madre. No había misterio más enigmático que el del Opus Dei. Brunetti no sabía sino que era una organización religiosa, medio eclesiástica y medio seglar, que debía obediencia absoluta al papa y tenía por objeto una cierta renovación del poder o la autoridad de la Iglesia. Y, tan pronto como Brunetti repasó mentalmente lo que sabía del Opus Dei y cómo lo había sabido, comprendió que no podía estar seguro de que fuera verdad. Si una sociedad secreta es, por definición, un secreto, todo lo que de ella se «sepa» puede ser falso.

Los masones, con sus anillos, sus llanas de albañil y sus delantalitos de camarera de coctelería, siempre le habían hecho cierta gracia. Aunque era poca la información que Brunetti tenía acerca de ellos, le parecían más inofensivos que amenazadores, si bien comprendía que esta impresión se debía en buena parte a que los asociaba a la bella fábula de
La flauta mágica.

Pero el Opus Dei era algo completamente distinto. Sabía poco de ellos —casi nada— pero hasta el nombre le hacía el efecto de un soplo de aire frío en la nuca.

Brunetti trató de distanciarse de todo prejuicio estúpido y de recordar algo que hubiera leído u oído acerca del Opus Dei que fuera tangible y verificable, y no encontró nada. Sin saber cómo, se encontró pensando en los gitanos; y es que «sabía» cosas de los gitanos del mismo modo en que «sabía» cosas del Opus Dei: lo que se oye por ahí, lo que dice la gente, pero ni un nombre, ni una fecha, ni un hecho. El resultado era ese aire de misterio que toda sociedad secreta tiene para los que no pertenecen a ella.

Trató de pensar en alguien que pudiera darle información concreta, pero no pudo recordar a nadie, como no fuera el amigo anónimo de la
signorina
Elettra empleado en el despacho del Patriarca. Si la Iglesia había alimentado una víbora en su seno, la información habría que buscarla precisamente en el seno.

Ella levantó la cabeza al oírle entrar, sorprendida de volver a verlo tan pronto.

—¿Sí, comisario?

—Deseo pedir a su amigo otro favor.

—¿Sí, señor? —dijo ella alargando la mano hacia el bloc.

—El Opus Dei.

Su gesto de sorpresa, no más que un mínimo agrandamiento de los ojos, no pasó inadvertido a Brunetti.

—¿Qué quiere saber, comisario?

—Si podrían tener algo que ver con todo esto.

—¿Se refiere a los testamentos y la mujer del hospital?

—Sí. —Entonces, como si acabara de ocurrírsele, Brunetti añadió—: ¿Y podría preguntarle también si el padre Cavaletti tiene alguna relación con la organización? —Cuando ella acabó de escribir, él preguntó—: ¿Usted,
signorina,
sabe algo de ellos?

Ella movió la cabeza negativamente.

—No más de lo que se dice por ahí. Son reservados, son serios y son peligrosos.

—¿No exagera?

—No.

—¿Sabe si tienen un…? —Brunetti ignoraba el término apropiado—. ¿Un capítulo en la ciudad?

—No, señor; no lo sé.

—Es curioso —dijo Brunetti—. Nadie sabe nada en concreto y, no obstante, la gente los mira con prevención y hasta con temor. —Como ella no respondiera, insistió—: ¿No le parece extraño?

—A mí me parece todo lo contrario.

—¿Y es?

—Que, si supiéramos más, les tendríamos más miedo.

Capítulo 16

Entre los papeles que tenía encima de la mesa, Brunetti encontró el número particular del
dottor
Fabio Messini, lo marcó y preguntó por él. La persona que contestó, una mujer, dijo que el
dottore
estaba muy ocupado para ponerse al teléfono y preguntó quién llamaba. Brunetti no dijo más que «Policía», a lo que la mujer, con audible mala gana, dijo que iría a ver si el
dottore
podía dedicarle un momento.

Transcurrieron muchos momentos hasta que una voz masculina dijo:

—¿Sí?


¿Dottor
Messini?

—Por supuesto. ¿Con quién hablo?

—Comisario Guido Brunetti. —Hizo una pausa, para dejar que calara el grado y agregó—: Nos gustaría que contestara varias preguntas, doctor.

—¿Sobre qué, comisario?

—Sus residencias geriátricas.

—¿Qué sucede con ellas? —preguntó Messini, con más impaciencia que curiosidad.

—Concretamente, sobre ciertas personas que trabajan allí.

—Del personal no sé absolutamente nada —dijo Messini con indiferencia, con lo que consiguió que Brunetti sospechara de inmediato acerca de la situación legal de las enfermeras filipinas que trabajaban en la residencia de su madre.

—Preferiría no hablar de ello por teléfono —dijo Brunetti, consciente de que, a veces, un toque de misterio servía tanto para excitar la curiosidad como para levantar la liebre.

—Bien, no esperará que yo vaya a la
questura,
¿verdad? —dijo Messini con la voz cargada del sarcasmo del prepotente.

—Pues sí, a no ser que desee usted someter a sus pacientes a las molestias de una redada de la
Guardia di
Frontiere
que vaya a interrogar a sus enfermeras filipinas. —Brunetti marcó una pausa milimétrica antes de agregar—:
Dottore.

—No sé de qué me habla —insistió Messini en una voz que decía todo lo contrario.

—Como usted prefiera,
dottore.
Esperaba poder hablar de esto amigablemente y quizá resolverlo antes de que resultara embarazoso, pero ya veo que es imposible. Lamento haberle molestado —dijo Brunetti con un acento que se esforzó en hacer cordialmente terminante.

—Un momento, comisario. Quizá me he precipitado y quizá sea preferible que hablemos.

—Si está muy ocupado, lo comprenderé perfectamente,
dottore
—dijo Brunetti volublemente.

—Bien, estoy ocupado, pero podría hacer un hueco, quizá esta tarde. Un momento, miraré mi agenda. —El sonido se amortiguó cuando Messini tapó el micro con la mano mientras hablaba con otra persona. Al poco volvía a oírse su voz—: Hoy tenía un almuerzo que se ha anulado. ¿Me permite invitarlo a almorzar, comisario?

Brunetti no dijo nada, esperando oír el nombre del restaurante, que indicaría la cuantía del soborno que Messini calculaba que tendría que pagar.

—¿Da Fiori? —propuso Messini, nombrando el mejor restaurante de la ciudad. También era señal de que Messini era lo bastante importante como para contar con que siempre habría mesa para él. Pero, lo más interesante: indicaba a Brunetti que estaba en lo cierto en lo referente a los pasaportes y los permisos de trabajo de las enfermeras extranjeras que atendían sus residencias.

—No —dijo Brunetti con la voz del funcionario del Estado que no se vende por un almuerzo. Por un almuerzo y nada más.

—Lo siento, comisario. Pensé que sería un ambiente agradable para conocernos.

—Quizá podríamos conocernos en mi despacho de la
questura.
—Brunetti esperó una fracción de segundo antes de lanzar su risa de hombre de mundo celebrando su propio chiste y agregó—: Si a usted le va bien,
dottore.

—Desde luego. ¿Le parece bien a las dos treinta?

—Perfectamente.

—Entonces hasta luego, comisario —dijo Messini colgando el teléfono.

A la llegada del
dottor
Messini, tres horas después, Brunetti disponía de una lista de las enfermeras extranjeras que trabajaban en sus residencias. La mayoría, como recordaba el comisario, eran filipinas, aunque también había dos de Pakistán y una de Sri Lanka. Todas ellas figuraban en la nómina informatizada de Messini, un sistema al que era tan fácil acceder que la
signorina
Elettra dijo que hasta Brunetti hubiera podido conseguirlo desde el teléfono de su casa. Brunetti, para el que los misterios de aquel ordenador eran impenetrables, nunca sabía si aquella mujer hablaba en serio o en broma. Tampoco se molestó en indagar, ni siquiera en preguntarse, si semejantes invasiones eran lícitas o no.

Cuando tuvo los nombres, bajó a hablar con Anita de
Ufficio Stranieri,
que antes de una hora le subía los expedientes. En todos los casos, las mujeres habían entrado en el país como turistas y posteriormente obtenido prórrogas del visado acreditando que cursaban estudios en la Universidad de Padua. Brunetti sonrió al ver los departamentos en los que supuestamente se hallaban matriculadas, elegidos, evidentemente, para rehuir la atención de la que ahora eran objeto: Historia, Derecho, Ciencias Políticas, Psicología y Agronomía. Brunetti no pudo menos que reírse del torrente de imaginación que revelaba la mención de esta última especialidad, que no se impartía en aquella Universidad. Quizá el
dottor
Messini resultara un hombre original.

El doctor llegó puntualmente; Riverre abrió la puerta del despacho de Brunetti a las dos treinta en punto anunciando:

—El
dottor
Messini, comisario.

Brunetti levantó la mirada de las fichas de las enfermeras, saludó a Messini con un leve movimiento de la cabeza y luego, casi como reparando un olvido, se levantó y señaló la silla situada frente a su mesa.

—Buenas tardes,
dottore.

—Buenas tardes, comisario —dijo Messini sentándose y mirando en derredor, para hacerse una idea del ambiente y, presumiblemente, del hombre al que había venido a ver.

Messini podría haber sido un noble renacentista, uno de los ricos y corruptos. Era un hombre corpulento que había llegado a la fase en la que el músculo se expande formando mole, antes de convertirse en gordura. Sus labios eran su mejor rasgo, carnosos y bien dibujados, con una tendencia natural a curvarse en una sonrisa de buen humor. La nariz era más corta de lo que correspondía a una cabeza tan grande y los ojos estaban un poco juntos.

Su forma de vestir sugería, discretamente, riqueza; la misma idea que refulgía en sus zapatos. Las fundas de los dientes, tan buenas que hasta amarilleaban un poco por la edad, se mostraron en una sonrisa cordial cuando, una vez inspeccionado el despacho, Messini se volvió hacia Brunetti.

—¿Ha dicho que deseaba preguntarme por ciertas personas que trabajan para mí, comisario? —La voz era natural y serena.

—Sí,
dottore;
tengo varias preguntas acerca de algunas de sus enfermeras.

—¿Y qué preguntas son?

—¿Cómo es que se encuentran trabajando en Italia?

—Como le he dicho esta mañana por teléfono, comisario… —empezó Messini sacando un paquete de cigarrillos del bolsillo interior de la americana. Sin preguntar, encendió uno, buscó un cenicero con la mirada y, al no encontrarlo, dejó el fósforo en el borde de la mesa—… yo no me ocupo de las cuestiones de personal. Para eso están mis gerentes. Y para eso les pago.

—Y generosamente, sin duda —dijo Brunetti con una sonrisa que él pretendía sugerente.

—Mucho —dijo Messini, captando la observación y el tono y cobrando ánimo por ambas cosas—. ¿Cuál es el problema?

—Al parecer, varias de sus empleadas carecen de los permisos necesarios para trabajar legalmente en este país.

Messini levantó una ceja con lo que podía pasar por asombro.

—Me resulta difícil de creer. Estoy seguro de que se han obtenido todos los permisos y se han rellenado todos los impresos reglamentarios. —Miró a Brunetti, que sonreía apenas mirando los papeles que tenía delante—. Ni que decir tiene, comisario, que si hubiera habido algún descuido, si tuviéramos que cumplimentar otras formalidades o… —aquí hizo una pausa, buscando la fórmula más delicada, y la encontró—… satisfacer derechos de gestión, puede tener la seguridad de que con sumo gusto haré cuanto sea preciso para normalizar mi situación.

Brunetti sonrió, impresionado por el magistral dominio del eufemismo de que hacía gala Messini.

—Muy generoso,
dottore.

—Es usted muy amable, pero creo que es lo correcto. No repararé en medios para estar a bien con las autoridades.

—Lo dicho, muy generoso —repitió Brunetti con una sonrisa que él trataba de hacer venal.

Al parecer, consiguió su propósito, porque Messini dijo:

—No tiene más que decirme a cuánto ascienden esos derechos de gestión.

—En realidad —dijo Brunetti dejando los papeles y mirando de frente a Messini, al que encontró pasando considerables apuros con la ceniza del cigarrillo—, no deseaba hablarle de las enfermeras sino de un miembro de la orden de la Santa Cruz.

Según la experiencia de Brunetti, eran contados los granujas que conseguían parecer inocentes, pero Messini no sólo parecía inocente sino también desconcertado.

—¿La Santa Cruz? ¿Se refiere a las monjas?

—También hay padres, según creo.

Esto parecía una novedad para él.

—Sí, creo que sí —dijo Messini después de una pausa—. Pero en las residencias sólo trabajan monjas. —El cigarrillo se había consumido casi hasta el filtro. Brunetti lo vio mirar al suelo y descartar la idea antes que el cigarrillo que, finalmente, depositó con sumo cuidado, en sentido vertical, sobre el filtro, al lado de los restos del fósforo.

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