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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Mientras dormían (9 page)

BOOK: Mientras dormían
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El comisario sólo tuvo tiempo de distinguir unos serenos ojos castaños y una crucecita de oro en la solapa izquierda de la chaqueta antes de que el hombre diera media vuelta y los precediera por el pasillo. Cubrían ambas paredes cuadros, todos ellos, retratos de distintos siglos y escuelas. A pesar de saber que ésta es la impresión que dan todos los retratos, Brunetti se sorprendió por la tristeza que reflejaban la mayoría de los retratados; tristeza y algo más, impaciencia, quizá, como si pensaran que aprovecharían mejor el tiempo conquistando a salvajes o convirtiendo a paganos, en lugar de posar para dejar a la posteridad un recuerdo de mundanas vanidades. Las mujeres parecían convencidas de poder conseguir tan altos propósitos sólo con el ejemplo de una vida sin tacha, mientras que los hombres daban más bien la impresión de depositar su confianza en el poder de la espada.

El hombre se paró delante de una puerta, dio un golpe, la abrió sin esperar respuesta, la sostuvo mientras entraban Brunetti y Vianello y la cerró silenciosamente tras ellos.

A Brunetti le vinieron a la memoria unos versos del Dante:

Oscura e profonda era e nebulosa

Tanto che, per ficcar lo viso a fondo

lo non vi discernea alcuna cosa.

Oscura estaba también esta habitación: era como si, al entrar en ella, al igual que Dante, hubieran dejado atrás la luz del mundo, el sol y la alegría. Altas ventanas cubrían toda una pared, ocultas tras gruesas cortinas de terciopelo de un pardo entre sepia y sangre seca. La poca luz que se filtraba iluminaba los lomos de piel de cientos de tomos de sobrio aspecto que cubrían de arriba abajo las paredes restantes. El suelo era parquet macizo, cuidadosamente cortado y ajustado, no esas finas y estrechas láminas de madera.

En un ángulo de la habitación, detrás de un gran escritorio cubierto de libros y papeles, distinguió Brunetti la mitad superior de una mujer corpulenta, vestida de negro. La severidad del vestido y de la expresión hacía que, de pronto, el resto de la habitación resultara alegre, por el contraste.

—¿Qué desean? —preguntó ella. Al parecer, el uniforme de Vianello hacía innecesario preguntar quiénes eran.

Desde donde estaba, Brunetti no podía hacerse una idea clara de la edad de la mujer, aunque su voz —grave, sonora e imperiosa— denotaba que se trataba de una mujer madura o, incluso, anciana. El comisario dio unos pasos por la habitación hasta situarse a pocos metros del escritorio.


Contessa…
—empezó.

—He preguntado qué desean —atajó ella.

Brunetti sonrió:

—Trataré de robarle el menor tiempo posible,
contessa.
Sé lo muy ocupada que está. Mi suegra habla con frecuencia de su dedicación a las buenas obras y de la energía que derrocha al servicio de la Santa Madre Iglesia. —Trató de que la pronunciación de estas últimas palabras fuera reverente, lo que no era empeño fácil.

—¿Quién es su suegra? —inquirió la mujer, como si esperase oír que se trataba de su costurera.

Brunetti apuntó cuidadosamente y le dio justo entre los ojos, hundidos y juntos:

—La
contessa
Falier.

—¿Donatella Falier? —preguntó la mujer, tratando de disimular el asombro, pero sin conseguirlo.

Brunetti fingió no darse cuenta.

—Sí. Precisamente la semana última, si mal no recuerdo, me hablaba de su último proyecto.

—¿Se refiere a la campaña para prohibir la venta de contraceptivos en las farmacias? —preguntó ella, facilitando a Brunetti la información que necesitaba.

—Sí —sonrió él moviendo la cabeza afirmativamente, como si aprobara plenamente el plan.

Ella se levantó y dio la vuelta al escritorio tendiéndole la mano, ahora que él había demostrado su condición humana por el hecho de estar emparentado, aunque fuera sólo por matrimonio, con una dama de la nobleza más antigua de la ciudad. Al levantarse, la mujer reveló las proporciones del cuerpo que hasta entonces ocultaba la mesa. Era más alta que Brunetti y debía de pesar veinte kilos más que él. Su corpulencia, no obstante, no estaba formada por las carnes firmes y prietas de una persona gruesa y sana sino por el sebo flácido y temblón del sedentario perpetuo. Su doble mentón descansaba sobre el cuello de un vestido que era poco más que un saco de lana negra colgado de su busto inmenso. Brunetti pensó que no debía de haber habido mucha alegría ni mucho placer en el proceso de acumulación de toda aquella carne.

—¿Así que usted es el marido de Paola? —preguntó al acercarse a él envuelta en el tufo acre de un cuerpo poco lavado.

—Sí,
contessa.
Guido Brunetti —dijo él tomando la mano que le tendía la mujer y, sosteniéndola como si fuera un trozo de la Vera Cruz, se inclinó y la levantó hasta un centímetro de sus labios. Al erguir el cuerpo agregó—: Es un honor —y consiguió decirlo como si realmente lo creyera así. Miró a Vianello—. El sargento Vianello, mi ayudante.

Vianello se inclinó con elegancia, con una expresión tan solemne como la de Brunetti, como si el honor de aquella presentación le hubiera dejado mudo. La
contessa
casi ni lo miró.

—Siéntese, por favor,
dottor
Brunetti —dijo ella señalando con una mano carnosa la silla que estaba delante de su escritorio. Brunetti fue hacia la silla, se volvió a mirar a Vianello y le indicó otra silla que estaba cerca de la puerta, en la que probablemente estaría más resguardado de los fulgores de tanta nobleza.

La condesa volvió lentamente a su asiento y se instaló en él. Retiró unos papeles hacia la derecha y miró a Brunetti:

—¿Ha dicho a Stefano que hay problemas con el patrimonio de mi marido?

—No,
contessa;
no es tan grave —dijo Brunetti con una sonrisa que él pretendía desenfadada. La mujer asintió, esperando su explicación. Brunetti volvió a sonreír y empezó a improvisar—: Como ya sabrá,
contessa,
en nuestro país la delincuencia está en auge. —Ella asintió—. Da la impresión de que ya no hay nada sagrado, nadie está a salvo de los desaprensivos que recurren a cualquier medio para extorsionar y estafar grandes sumas de dinero a sus dueños legítimos. —La
contessa
asintió tristemente.

»Últimamente, se está abusando mucho de la buena fe de las personas mayores, a las que se hace objeto de toda clase de argucias, que con harta frecuencia tienen éxito.

La
contessa
levantó una mano de dedos gruesos.

—¿Me está diciendo que eso va a ocurrirme a mí?

—No,
contessa;
eso no. Pero deseamos asegurarnos de que su difunto esposo… —aquí Brunetti se permitió mover la cabeza tristemente, lamentando la circunstancia de que los virtuosos nos sean arrebatados prematuramente—… su difunto esposo no fue víctima de alguna superchería cruel.

—¿Quiere decir que cree que a Egidio le robaron? ¿Que le estafaron? No sé a qué se refiere. Ella se inclinó hacia adelante y su busto descansó sobre la mesa.

—Permita que le hable con franqueza,
contessa.
Queremos asegurarnos de que nadie consiguió persuadir al conde, poco antes de su muerte, de que le dejara algún legado en su testamento, de que nadie influyó en él para conseguir una parte de su patrimonio, arrebatándolo a sus legítimos herederos.

La
contessa
se quedó pensativa pero no dijo nada.

—¿Sería posible que hubiera ocurrido esto,
contessa
?

—¿Qué le hace sospechar tal cosa? —preguntó ella.

—El nombre de su esposo ha aparecido casi accidentalmente en el curso de otra investigación.

—¿Relacionada con personas a las que se ha robado su patrimonio?

—No,
contessa;
relacionada con otra cosa. Pero, antes de proceder oficialmente, he querido venir a hablar personalmente con usted… a causa de la gran consideración de que goza… y también para asegurarme de que no hay nada que investigar.

—¿Y qué quiere de mí?

—La seguridad de que en el testamento de su esposo no había nada sospechoso.

—¿Sospechoso?

—¿Algún legado para alguien que no forme parte de la familia? —apuntó él.

Ella movió la cabeza negativamente.

—¿Alguien que no sea un amigo íntimo?

Otra enérgica negativa que hizo temblar mejillas y mentones.

—¿Alguna institución a la que favoreciera con su caridad?

Brunetti la vio entornar los ojos ligeramente.

—¿A qué se refiere con lo de «institución»?

—Algunos de estos estafadores inducen a la gente a hacer donativos destinados a supuestas obras benéficas. Ha habido casos de personas a las que se ha convencido para que den dinero a hospitales infantiles de Rumania o a asilos de la madre Teresa. —Brunetti impregnó de indignación su voz para decir—: Es terrible. Un escándalo.

La condesa lo miró a los ojos y se mostró de acuerdo asintiendo vigorosamente.

—No hubo nada de eso. Mi esposo dejó sus bienes a la familia, como debe hacer un hombre. No hubo legados extraños. Nadie recibió lo que no debiera.

Vianello, sabiéndose en el campo visual de la condesa, se tomó la libertad de mover la cabeza afirmativamente, en vehemente aprobación de tan recto proceder.

Sorprendido por haber obtenido de la mujer la información con tanta facilidad, Brunetti se puso en pie.

—Eso me tranquiliza,
contessa.
Temí que un hombre tan generoso como se sabía que era el conde pudiera haber sido víctima de esa gente. Pero celebro que podamos eliminar su nombre de nuestra investigación. —Dando más énfasis a sus palabras prosiguió—: En mi calidad de funcionario público siempre me alegro de tal circunstancia, pero cuando le digo que, en este caso, ello me satisface especialmente, le hablo en calidad de ciudadano particular. —Miró a Vianello y agitó una mano para indicarle que se levantara.

Cuando se volvió hacia la
contessa,
ésta había dado la vuelta a la mesa nuevamente y transportaba hacia él su masa montañosa.

—¿Puede darme más detalles de eso,
dottore
?

—No,
contessa;
que yo sepa, su esposo no tuvo que ver con esa gente. Así se lo comunicaré a mi colega…

—¿Su colega? —le interrumpió ella.

—Sí; de la investigación de estas estafas se encarga uno de los otros comisarios. Le enviaré una nota para decirle que su esposo no tuvo nada que ver con ellos, a Dios gracias, y luego volveré a mis propios casos.

—Si no está encargado de este caso, ¿por qué ha venido? —preguntó ella con brusquedad.

Brunetti sonrió antes de contestar.

—Pensé que sería menos penoso para usted si la interrogaba una persona que… en fin… una persona que fuera sensible a su posición en nuestra comunidad. No quería que tuviera que pesar sobre usted preocupación alguna, ni que fuera momentáneamente.

En lugar de agradecer a Brunetti su delicadeza, la
contessa
movió la cabeza afirmativamente aceptando lo que no era sino una prerrogativa.

Brunetti extendió la mano y, cuando la mujer depositó la suya sobre ella, se inclinó de nuevo, dominando el impulso de dar un taconazo, gesto que había visto hacer a un actor alemán en una película pésima y que desde entonces había deseado imitar.

Retrocedió hasta la puerta, donde esperaba Vianello. Allí, los dos hicieron pequeñas reverencias y salieron al pasillo. Stefano, suponiendo que tal fuera el nombre del hombre de la crucecita en la solapa, los aguardaba allí, pero no apoyado en la pared, sino en el centro del pasillo, con el abrigo de Brunetti en los brazos. Cuando los vio salir, se adelantó y ayudó a Brunetti a ponérselo. Sin decir palabra, los llevó hasta el vestíbulo y les abrió la puerta.

Capítulo 5

Ninguno de los dos habló mientras bajaban la escalera y salían a la calle, donde el breve crepúsculo primaveral cedía paso a la noche.

—¿Y bien? —dijo Brunetti volviendo a sacar la lista del bolsillo. Miró la siguiente dirección y echó a andar. Vianello acomodó el paso al de su superior.

—¿Eso es lo que se llama un personaje importante de la ciudad? —dijo Vianello en respuesta a su pregunta.

—Eso creo.

—Pues pobre Venecia. —A esto se reducía todo el mágico efecto de los títulos nobiliarios en el sargento—. ¿Es la que pagó el rescate de Lucia? —preguntó entonces, refiriéndose al famoso secuestro de las reliquias de Santa Lucia, robadas de su iglesia hacía más de una década, por las que se exigió rescate. Se pagó una suma que nunca fue revelada, a los ladrones, que enviaron a la policía a un descampado del continente, donde se encontraron varios huesos, presuntamente, de la santa. Los huesos fueron llevados a la iglesia con toda solemnidad y el caso quedó cerrado.

Brunetti asintió.

—Oí rumores de que había sido ella, pero no se sabe a ciencia cierta.

—Probablemente, eran huesos de cerdo —apuntó Vianello, y su tono indicaba que así lo deseaba.

Puesto que Vianello se mostraba remiso en responder a una pregunta indirecta, Brunetti le dijo a bocajarro:

—¿Qué piensa de la condesa?

—Se ha mostrado interesada cuando usted ha sugerido que algo pudo ir a parar a una institución. No parecían preocuparle las personas ni los parientes.

—Sí —convino Brunetti—: los hospitales de Rumania.

Vianello se volvió y miró largamente a su superior.

—¿Y toda esa gente a la que se estafa dinero con la excusa de la madre Teresa, de dónde ha salido?

Brunetti sonrió encogiéndose de hombros.

—Algo había que decir. Y me ha parecido que sonaba bien.

—No importa demasiado, ¿verdad?

—¿El qué?

—Si el dinero es para la madre Teresa o para los estafadores.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Brunetti, sorprendido.

—Nunca se sabe adonde va el dinero. Todos esos premios que se le dan y todas esas colectas que se hacen no se traducen en algo concreto, ¿verdad?

Ni el propio Brunetti se había permitido nunca un cinismo de semejante calibre, y ahora dijo:

—Por lo menos esa gente a la que ella acoge tiene una muerte decente.

La respuesta de Vianello fue inmediata:

—Si quiere que le sea sincero, probablemente ellos preferirían una comida decente. —Entonces, con gesto elocuente, el sargento miró su reloj y, sin tratar de disimular el creciente escepticismo que le inspiraba la forma en que Brunetti invertía su tiempo, agregó—: O una copa.

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