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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Mientras dormían (7 page)

BOOK: Mientras dormían
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—¿Su hermano es gay? —preguntó Brunetti sin molestarse siquiera en mirar a Vianello.

El sargento se paró a mitad de la escalera. Cuando Brunetti se volvió a mirarlo, le preguntó:

—¿Cómo lo sabe, comisario?

—Parecía muy nervioso al hablar de su hermano y de sus amigos clericales, y no se me ocurre nada más que pueda poner nervioso a Miotti. Desde luego, no es el hombre más liberal que tenemos. —Después de un momento de reflexión, Brunetti agregó—: Tampoco tiene nada de sorprendente que un cura sea gay.

—Lo sorprendente sería más bien lo contrario, diría yo —comentó Vianello mientras seguía bajando la escalera. Y volviendo a Miotti—. Pero usted, comisario, ha dicho siempre que él es un buen policía.

—Para ser buen policía no es indispensable poseer amplitud de criterio, Vianello.

—Quizá no.

Brunetti explicó al sargento rápidamente el motivo de sus visitas y, mientras hablaba, era consciente de que le resultaba difícil eliminar de su voz un deje de escepticismo. A los pocos minutos, salían de la
questura.
Bonsuan, el piloto, los esperaba a bordo de una lancha de la policía. Todo relucía: las piezas de latón de la embarcación, una de las insignias del cuello de Bonsuan, las hojas tiernas de una parra que revivía al otro lado del canal, una botella de vino que flotaba en el agua que en sí era una lámina de plata bruñida. Sin otra razón que la luz, Vianello abrió los brazos y sonrió.

El movimiento atrajo la atención de Bonsuan, que lo miró con extrañeza. Vianello, un poco cohibido en su euforia, trató de disimular como si con aquel ademán quisiera desentumecerse después de pasar varias horas atado a un escritorio, pero en aquel momento pasaron volando a ras de agua dos vencejos amorosos, y Vianello abandonó todo intento de disimulo.

—Es primavera —gritó alegremente al piloto saltando a cubierta y dando una jovial palmada en el hombro a Bonsuan.

—¿Todo esto hay que agradecerlo a la gimnasia? —preguntó Brunetti al subir a la lancha.

Bonsuan que, al parecer, nada sabía de la nueva afición de Vianello, miró torvamente al sargento, dio media vuelta, puso en marcha el motor y llevó la embarcación hacia el centro del estrecho canal.

Vianello, sin dejarse desanimar, se quedó en cubierta. Brunetti, por el contrario, bajó al camarote, sacó una guía de la ciudad de un estante que recorría todo un mamparo y comprobó la situación de las tres direcciones de la lista. Desde el interior, observaba a los dos hombres: su sargento, despreocupado como un adolescente y el piloto, adusto, mirando al frente mientras entraban en el
bacino
de San Marcos. Vio a Vianello poner una mano en el hombro de Bonsuan y señalar al Este, llamándole la atención hacia un velero de gruesos mástiles que iba hacia ellos, con las velas hinchadas por el viento fresco de la primavera. Bonsuan movió la cabeza de arriba abajo, pero volvió a fijar la atención en el rumbo. Vianello echó la cabeza hacia atrás con una carcajada grave que resonó en el camarote.

Brunetti resistió hasta que estuvieron en el centro del
bacino
y entonces, rindiéndose al magnetismo del buen humor de Vianello, decidió subir a cubierta. Cuando iba a poner el pie en ella, la estela de un transbordador del Lido los alcanzó de costado y Brunetti perdió el equilibrio y basculó hacia la baja borda de la embarcación. La mano de Vianello lo asió rápidamente de una manga, tiró de él y lo sujetó del brazo hasta que la embarcación se estabilizó. Entonces lo soltó diciendo:

—En esa agua, no.

—¿Teme que me ahogue? —preguntó Brunetti.

—Antes se moriría del cólera —terció Bonsuan.

—¿El cólera? —rió Brunetti; era la primera tentativa de chiste que oía a Bonsuan.

El piloto se volvió a mirarlo muy serio.

—El cólera —repitió.

Cuando Bonsuan se concentró de nuevo en el timón, Vianello y Brunetti se miraron como dos colegiales pillados en falta, y a Brunetti le pareció que Vianello tenía que hacer un esfuerzo para que no se le escapara la risa.

—Cuando yo era niño —explicó Bonsuan sin preámbulo—, nadaba delante de mi casa. Me lanzaba al agua desde el borde del
canale
di Cannaregio. Se veía el fondo. Había peces y cangrejos. Ahora todo lo que se ve es lodo y mierda.

Vianello y Brunetti volvieron a mirarse.

—Quien coma pescado de esa agua está loco —dijo Bonsuan.

El año anterior se habían dado numerosos casos de cólera, pero en el Sur, donde solían ocurrir estas cosas. Brunetti recordó que las autoridades sanitarias habían clausurado el mercado de pescado de Bari y recomendado a la población que evitara el consumo de pescado, lo que a Brunetti le pareció que era tanto como decir a las vacas que dejaran de comer hierba. En el otoño, las lluvias y las inundaciones habían desplazado la noticia de las páginas de los diarios nacionales, pero no antes de que Brunetti empezara a preguntarse si no podría ocurrir lo mismo aquí, en el Norte, y si era prudente comer lo que se pescaba en las cada vez más pútridas aguas del Adriático.

Cuando la lancha se acercó al embarcadero de las góndolas situado a la izquierda del
palazzo
Dario, Vianello agarró una amarra y saltó a tierra. Echando el cuerpo hacia atrás tensó la cuerda acercando la lancha al muelle en el momento en que Brunetti desembarcaba.

—¿Quiere que les espere, comisario? —preguntó Bonsuan.

—No; no es necesario. No sé cuánto tardaremos —dijo Brunetti—. Puede usted regresar.

Bonsuan levantó una mano lánguida a la gorra del uniforme, en un ademán que era medio saludo, medio despedida. Dio marcha atrás y sacó la lancha al canal describiendo un arco, sin volverse a mirar a los dos hombres que quedaban en el embarcadero.

—¿Adonde vamos primero? —preguntó Vianello.

—Dorsoduro, 378. Está cerca del Guggenheim, a la izquierda.

Los dos policías subieron por una estrecha calle y torcieron por la primera travesía de la derecha. —Brunetti seguía con ganas de tomar café y le sorprendió que no hubiera bares ni a un lado ni a otro de la calle.

Un anciano que paseaba a un perro iba hacia ellos, y Vianello se puso detrás de Brunetti para dejar paso, aunque siguió hablando de lo que había dicho Bonsuan.

—¿Cree realmente que el agua está tan mal, comisario?

—Sí.

—Pues aún hay gente que se baña en el
canale della
Giudecca —insistió Vianello.

—¿Cuándo?

—En la fiesta del Redentore.

—Estarán borrachos —dijo Brunetti, terminante.

Vianello se encogió de hombros e, imitando a su jefe, se paró.

—Creo que es aquí —dijo Brunetti sacando el papel del bolsillo—. Da Prè —leyó en voz alta, mirando los nombres grabados en las dos hileras de placas de latón situadas a la izquierda de la puerta.

—¿Quién es? —preguntó Vianello.

—Ludovico, heredero de la
signorina
Da Prè. Puede ser un primo, un hermano o un sobrino. Cualquiera.

—¿Cuántos años tenía la difunta?

—Setenta y dos —respondió Brunetti, recordando las pulcras anotaciones de la lista de Maria Testa.

—¿De qué murió?

—De un ataque al corazón.

—¿Alguna sospecha de que esta persona —Vianello señaló la placa con el mentón— tuviera algo que ver?

—Le dejó el apartamento y más de quinientos millones de liras.

—¿Quiere decir que es posible?

Brunetti, que no hacía mucho había sido informado de que la finca en la que vivían él y su familia necesitaba un tejado nuevo y que le tocaría pagar nueve millones de liras, dijo:

—Por poco bien que esté el apartamento, hasta yo mataría para conseguirlo.

Vianello, que no estaba enterado de lo del tejado, miró a su jefe con perplejidad.

Brunetti tocó el timbre. No ocurrió nada durante mucho rato, y volvió a oprimir el pulsador, esta vez, con más insistencia. Los dos hombres se miraron, y el comisario sacó la lista, para buscar la dirección siguiente. Cuando daba media vuelta hacia la izquierda para subir hacia Accademia, una voz chillona salió del altavoz situado encima de las placas.

—¿Quién es?

La voz sólo transmitía el acento plañidero y asexuado de la vejez, y Brunetti, ignorando si la persona que había contestado era hombre o mujer, optó por preguntar:

—¿Familia Da Prè?

—Sí. ¿Qué desea?

—Me llamo Brunetti. Existen ciertas dudas acerca de los bienes de la
signorina
Da Prè y necesitamos hablar con ustedes.

—¿Quiénes son? ¿Quién los envía?

—Policía.

No hubo más preguntas, y la puerta se abrió, dando acceso a un patio amplio con un pozo en el centro, cubierto por una parra. La única escalera partía de una entrada situada a la izquierda. En el rellano del segundo piso había una puerta abierta y en ella estaba uno de los hombres más bajos que Brunetti había visto en su vida.

Aunque ni Vianello ni Brunetti destacaban por su estatura, sacaban casi dos palmos a aquel hombre que parecía empequeñecerse a medida que ellos se acercaban.


¿Signor
Da Prè? —preguntó Brunetti.

—Sí —dijo el hombre, dando un paso adelante y tendiendo una mano no mayor que la de un niño. Gracias a que el diminuto personaje levantaba el brazo hasta la altura de su propio hombro, Brunetti no tuvo que agacharse para darle la mano. El apretón de Da Prè era firme, y la mirada que lanzó a los ojos de Brunetti, clara y directa. Tenía una cara muy estrecha y afilada. La edad, o quizá el sufrimiento, le habían marcado profundos surcos a cada lado de la boca y oscuras ojeras. Su tamaño hacía difícil calcularle la edad: tanto podía tener cincuenta años como setenta.

Al reparar en el uniforme de Vianello, el
signor
Da Prè no le dio la mano y se limitó a hacer un pequeño movimiento de cabeza en su dirección. Retrocedió hacia el interior y acabó de abrir la puerta, invitando a los dos hombres a entrar en el apartamento.

Musitando
«Permesso»,
los dos policías lo siguieron al recibidor y esperaron mientras él cerraba la puerta.

—Por aquí, si me hacen el favor —dijo el hombre precediéndolos por el pasillo.

Brunetti vio entonces la joroba que se le marcaba en el lado izquierdo de la espalda bajo la tela de la chaqueta, en forma de quilla de ave. Da Prè no cojeaba, pero al andar todo su cuerpo se vencía hacia la izquierda, como si la pared fuera un imán y él, un saco de virutas de hierro. Los llevó a un salón que tenía ventanas en dos lados. Por las de la izquierda se veían tejados; y por las otras, los postigos cerrados del edificio situado al otro lado de la estrecha calle.

Todo el mobiliario del salón estaba hecho a la escala de los dos monumentales armarios que ocupaban enteramente la pared del fondo y consistía en un sofá de alto respaldo en el que cabían seis personas, cuatro sillones profusamente tallados que, a juzgar por el monumental trabajo de los brazos debían de ser españoles y un inmenso aparador florentino cubierto de infinidad de pequeños objetos que Brunetti apenas miró. Da Prè se encaramó a uno de los sillones e indicó otros dos a sus visitantes.

Brunetti, que casi no podía apoyar los pies en el suelo, observó que los de Da Prè colgaban a media altura entre el asiento y el parquet. No obstante, la seriedad de la expresión de aquel hombre impedía que el contraste resultara cómico.

—¿Dice que hay alguna anomalía en el testamento de mi hermana?

—No,
signor
Da Prè —respondió Brunetti—. No deseo crear confusión ni inducirle a error. Nuestro interés no está relacionado con el testamento de su hermana ni con cualquier estipulación que pueda contener. Nos interesa su muerte, concretamente, la causa de su muerte.

—Entonces, ¿por qué no lo decían desde el principio? —preguntó el hombrecillo en tono más cordial que, no obstante, no fue del agrado de Brunetti.

—¿Eso que tiene ahí son cajas de rapé,
signor
Da Prè? —les interrumpió Vianello, bajándose del sillón y acercándose al aparador.

—¿Qué? —preguntó el hombrecito ásperamente.

—¿Son cajas de rapé? —preguntó Vianello, inclinándose sobre el aparador para acercar la cara a los pequeños objetos que cubrían su superficie.

—¿Por qué quiere saberlo? —preguntó Da Prè en tono que no era más afable pero sí, curioso.

—Mi tío Luigi, en Trieste, hacía colección. De niño me gustaba ir a su casa, porque me las enseñaba y me dejaba tocarlas. —Como para ahuyentar cualquier temor del
signor
Da Prè, Vianello se asió las manos a la espalda y se limitó a inclinarse más aún hacia las cajas. Separó las manos y señaló una de ellas, manteniendo el dedo a un palmo de distancia—: ¿Ésta es holandesa?

—¿Cuál? —preguntó Da Prè bajando del sillón y yendo a situarse al lado del sargento.

La cabeza de Da Prè apenas sobresalía del aparador y tuvo que ponerse de puntillas para ver la caja que señalaba Vianello.

—Sí; Delft, siglo dieciocho.

—¿Y ésta? —preguntó Vianello, señalando pero guardándose bien de tocar—. ¿Baviera?

—Muy bien —dijo Da Prè tomando la cajita y tendiéndola al sargento, que la recibió cuidadosamente con las dos manos.

Vianello dio la vuelta a la caja y miró el reverso.

—Sí; aquí está la marca —dijo acercándola a Da Prè—. Es una preciosidad —dijo con entusiasmo en la voz—. A mi tío le hubiera encantado, sobre todo, porque está dividida en dos compartimientos.

Mientras ellos dos, con las cabezas juntas, contemplaban cajitas, Brunetti paseó la mirada por el salón. Tres de los cuadros eran siglo XVII, muy mala pintura y muy mal siglo XVII: muerte de ciervos, jabalíes y más ciervos. Demasiada sangre y demasiada muerte, artísticamente escenificada, para el gustó de Brunetti. Los otros parecían escenas bíblicas, también con mucha sangre, pero ésta, humana. Brunetti dirigió la atención al techo, que tenía un historiado medallón central de estuco del que pendía una lámpara de cristal de Murano con infinidad de flores de pequeños pétalos color pastel.

Brunetti lanzó otra mirada a los dos hombres, que ahora estaban agachados delante de una puerta abierta a la derecha del aparador. Los estantes interiores contenían lo que a Brunetti le pareció que podían ser cientos de cajitas de aquéllas. De pronto, se sintió asfixiado en aquel salón para gigantes en el que se hallaba atrapado un hombre diminuto con reliquias de una época olvidada, esmaltadas en colores vivos y hechas a la que para él debía de ser la escala normal de las cosas.

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