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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Mientras dormían (4 page)

BOOK: Mientras dormían
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—¿Podría decirme el nombre de la pensión en la que se hospeda?

—La Pérgola.

—¿En el Lido?

—Sí.

—¿Y el del matrimonio que la ayudó?

—¿Por qué quiere saberlo? —preguntó ella con verdadera alarma.

—Porque me gusta saber las cosas —dijo él con una respuesta sincera.

—Sassi. Vittorio Sassi. Via Morosini número once.

—Gracias —dijo Brunetti sin tomar nota de los nombres. Ella se volvió hacia la puerta y, durante un momento, él pensó que iba a preguntarle qué pensaba hacer, pero no dijo nada. Él se levantó y dio la vuelta a la mesa, con intención de, por lo menos, abrirle la puerta, pero ella se le adelantó. En el umbral, lo miró un momento sin sonreír y se fue.

Capítulo 2

Brunetti volvió a la contemplación de sus pies, que ahora ya no le hablaban de cosas banales. Ocupaba sus pensamientos su madre, que desde hacía años era una viajera que recorría la tierra ignota de la demencia. El miedo por su seguridad le azotaba el pensamiento con su aleteo frenético, a pesar de que él sabía que para su madre sólo cabía esperar ya la seguridad única, absoluta y definitiva, pero era una seguridad que su corazón no podía desearle, por más que dijera su cerebro. Sin saber cómo, se encontró repasando los recuerdos de los seis últimos años como si pasara las cuentas de un rosario de horrores.

Con un movimiento repentino y brusco, cerró el cajón de un puntapié y se levantó.
Suor
Immacolata —todavía no podía llamarla de otro modo— le había asegurado que su madre no corría peligro, y lo que había oído no indicaba que hubiera peligro alguno para alguien. Los ancianos mueren, y la muerte puede ser una liberación para algunos de ellos y para quienes los rodean, como lo sería para… Volvió a la mesa y recogió la lista que le había dado la mujer. Nuevamente, recorrió con la mirada los nombres y edades.

Brunetti empezó a pensar en la manera de averiguar más cosas acerca de la gente de la lista, de su vida y de su muerte.
Suor
Immacolata le había dado las fechas de su muerte, con las que podría obtener del ayuntamiento los certificados de defunción, el primer paso por el vasto laberinto burocrático que, finalmente, lo llevaría a las copias de los testamentos. Como una gasa: su curiosidad tendría que ser tan tenue y sutil como una gasa, y sus preguntas, tan delicadas como los bigotes de un gato. Trató de recordar cuándo había dicho a
suor
Immacolata que era comisario de policía. Quizá se lo mencionó durante una de aquellas tardes largas en las que su madre le permitía sostenerle la mano, pero sólo si la joven monja, que era su favorita, permanecía a su lado en la habitación. Y de algo tenían que hablar ellos dos, puesto que la madre de Brunetti se pasaba horas enteras sin decir palabra, tarareando entre dientes una musiquita átona.
Suor
Immacolata casi nunca hablaba de sí misma —era como si el hábito le amputara su personalidad—, pero a veces Brunetti se sorprendía de la sagacidad de algunas de las observaciones que hacía acerca de las personas que poblaban su pequeño mundo. Debió de ser en una de aquellas ocasiones cuando, buscando tema de conversación para llenar unas horas perdidas e interminables, le había hablado de su profesión. Y ella lo había oído y recordado y, al cabo de los años, había acudido a él con sus dudas y temores.

Años atrás, Brunetti encontraba difícil y hasta imposible creer algunas de las cosas que la gente era capaz de hacer. Hubo un tiempo en el que creía, o se esforzaba en creer, que la maldad humana tenía límites. Poco a poco, a medida que veía hasta dónde llegaban las personas en su afán por satisfacer sus pasiones —la codicia, que era la más común, solía ser también la más imperiosa—, había visto cómo aquella ilusión iba quedando sumergida por la marea hasta que a veces se veía a sí mismo en la situación de aquel rey irlandés chiflado cuyo nombre no conseguía pronunciar correctamente, que en la orilla del mar golpeaba las olas con la espada, furioso ante el desafío de las aguas bravías.

Por lo tanto, ya no le sorprendía que se matara a ancianos por dinero; lo que le sorprendía era el procedimiento que, por lo menos, a primera vista, se prestaba al error y al descubrimiento.

También había aprendido, durante los años en que había practicado su profesión, que la pista más segura era la que dejaba el dinero. El lugar en el que ésta empezaba solía ser un dato conocido: la persona que había sido despojada de él, por la violencia o con engaño. El otro extremo, dónde terminaba, era ya mucho más difícil de hallar, pero era también el factor crucial.
Cui bono?

Si
suor
Immacolata tuviera razón —se obligaba a sí mismo a utilizar todavía el subjuntivo—, lo primero sería encontrar el final de la pista dejada por el dinero de aquellos ancianos, y la búsqueda sólo podía empezar por los testamentos.

Encontró a la
signorina
Elettra en su despacho, y lo sorprendió verla muy atareada con el ordenador. Casi esperaba sorprenderla leyendo el periódico o haciendo un crucigrama, para celebrar la prolongada ausencia de Patta.

—¿Qué sabe usted de testamentos,
signorina
? —preguntó al entrar.

—Que yo no lo he hecho —sonrió ella, lanzando la respuesta por encima del hombro con el desenfado con que una persona de poco más de treinta años trata este asunto.

«Y que sea por muchos años», le deseó Brunetti mentalmente. Correspondió a la sonrisa de ella con la propia, que enseguida borró.

—¿Y sobre los de otras personas?

Al ver su gesto de seriedad, ella se volvió hacia él haciendo girar la silla, y esperó la explicación.

—Me gustaría conocer los términos del testamento de cinco personas que han muerto este año en la residencia geriátrica de San Leonardo.

—¿Estaban empadronados en Venecia? —preguntó ella.

—Lo ignoro. ¿Por qué? ¿Importa eso?

—Los testamentos se hacen públicos por el notario que los redacta, independientemente del lugar en el que muera la persona. Si se hicieron aquí, en Venecia, lo único que necesito es el nombre del notario.

—¿Y si no lo tengo?

—Entonces será más difícil.

—¿Más difícil?

La sonrisa de la joven era franca y la voz suave:

—La circunstancia de que no se dirija usted a los herederos para pedirles una copia, comisario, me hace pensar que no desea que se enteren de que está indagando. —Volvió a sonreír—. Está el registro central cuyos archivos fueron informatizados hace dos años, por lo que aquí no habría dificultades, pero si el notario es de algún pequeño
paese
del interior que aún no está informatizado, sería más difícil.

—Si fueron registrados aquí, ¿podría usted obtener la información?

—Desde luego.

—¿Cómo?

Ella se miró la falda y sacudió una mota invisible.

—No creo que le gustara saberlo. —Al ver que había despertado toda su atención, prosiguió—: No estoy segura de que usted lo entienda, comisario, ni de que yo pueda explicárselo como es debido, pero existen medios de encontrar los códigos que dan acceso a casi cualquier información. Cuanto más pública es la fuente: un ayuntamiento, un registro, etcétera, más fácil es descubrir el código. Y, teniendo el código, es como… como si todos se hubieran ido a casa dejando la puerta del despacho abierta y la luz encendida.

—¿Y ocurre lo mismo en todas las oficinas del Gobierno? —preguntó él con inquietud.

—Me parece que también preferirá no saber eso —dijo ella, sin su habitual sonrisa.

—¿Es muy fácil conseguir este tipo de información? —preguntó él.

—Yo diría que la dificultad está en proporción directa con la habilidad de la persona que la busca.

—¿Y usted es muy hábil,
signorina
?

La pregunta suscitó una sonrisa, pero pequeña.

—Creo que ésa es otra pregunta que preferiría no contestar, comisario.

Él examinaba sus bellas facciones, observando por primera vez dos finas líneas que partían del ángulo exterior de los ojos, sin duda, resultado de las frecuentes sonrisas, y se le hacía difícil creer que aquella persona poseyera no ya dotes sino, probablemente, también inclinaciones delictivas.

Sin pensar ni un momento en el juramento de su cargo, Brunetti preguntó:

—Si residían aquí, ¿podría usted conseguir esa información?

Él observó cómo ella pugnaba —y fracasaba— por eliminar de su voz todo asomo de orgullo al decir:

—¿De los archivos del registro, comisario?

Él, divertido por el tono de condescendencia con que una antigua empleada de la Banca d'Italia se refería a una simple oficina gubernamental, asintió.

—Puedo conseguirle los nombres de los principales herederos para después del almuerzo. Las copias de los testamentos podrían tardar un día o dos.

«Sólo los jóvenes y bellos pueden permitirse la jactancia», pensó él.

—Después del almuerzo será perfecto,
signorina.
—Dejó la lista con los nombres y fechas de las defunciones encima de la mesa y subió a su despacho.

Cuando se sentó a su mesa, miró los nombres de los dos hombres que había anotado: doctor Fabio Messini y reverendo Pio Cavaletti. Ninguno le era familiar, pero esto carecía de importancia para una persona que buscara información en una ciudad tan socialmente incestuosa como Venecia. Llamó al despacho de la planta inferior, donde tenían sus mesas los agentes de uniforme:

—Vianello, ¿puede subir un momento? Y que venga Miotti, por favor. —Mientras esperaba la llegada de los dos policías, Brunetti estuvo dibujando distraídamente debajo de los nombres, y no fue sino al ver en la puerta a Vianello y Miotti cuando descubrió que había estado trazando cruces. Soltó el bolígrafo e indicó a los dos hombres las sillas que estaban frente a su mesa.

Cuando Vianello se sentó, se le abrió la chaqueta del uniforme que llevaba desabrochada, y Brunetti observó que parecía estar más delgado que durante el invierno.

—¿Hace régimen, Vianello? —preguntó.

—No, señor —respondió el sargento, sorprendido de que Brunetti lo hubiera notado—. Ejercicio.

—¿Cómo dice? —Brunetti, para quien la idea de hacer ejercicio rozaba la obscenidad, no intentó siquiera disimular la sorpresa.

—Ejercicio —repitió Vianello—. Al salir del trabajo voy media hora a la
palestra.

—¿Y qué hace? —preguntó Brunetti.

—Hago gimnasia, comisario.

—¿Y eso, muy a menudo?

—Tan a menudo como puedo —respondió Vianello, que de repente estaba menos comunicativo que de costumbre.

—¿Cuántas veces?

—Oh, tres o cuatro veces a la semana.

Miotti seguía en silencio esta extraña conversación, mirando ora a uno ora al otro. ¿Así era como se combatía el crimen?

—Pero, ¿qué es lo que hace allí concretamente?

—Hago gimnasia, comisario —respondió Vianello poniendo énfasis en la palabra.

Brunetti, vivamente interesado ya, aunque no sin cierta perversidad, se inclinó hacia adelante, con los codos en la mesa y la barbilla en la palma de la mano.

—Pero, ¿qué clase de gimnasia? ¿Correr sobre la cinta sin fin? ¿Trepar a pulso por una cuerda?

—No, señor —respondió Vianello sin sonreír—. Aparatos.

—¿Qué clase de aparatos?

—Aparatos de gimnasia.

Brunetti se volvió hacia Miotti que, por ser joven, quizá entendiera de estas cosas. Pero Miotti, al que su juventud dispensaba del cuidado de su cuerpo, se limitó a mirar a Vianello.

—Bien —concluyó Brunetti cuando se hizo evidente que Vianello no estaba dispuesto a dar más detalles—, tiene muy buen aspecto.

—Gracias, comisario. Quizá le conviniera probarlo.

Brunetti, hundiendo el estómago e irguiendo el tronco, centró su atención en cuestiones de trabajo.

—Miotti —empezó—, tengo entendido que su hermano es clérigo.

—Sí, señor —respondió el agente, evidentemente sorprendido de que su superior conociera este detalle.

—¿De qué orden?

—Dominico.

—¿Está en Venecia?

—No, señor. Estuvo aquí cuatro años, pero lo trasladaron a Novara hace tres años. Enseña en una escuela de chicos.

—¿Mantiene contacto con él?

—Sí, señor; nos hablamos todas las semanas y nos vemos tres o cuatro veces al año.

—Bien. Me gustaría que la próxima vez que hable con él le pregunte una cosa.

—Usted dirá, comisario —dijo Miotti sacando un bloc y un bolígrafo del bolsillo de la chaqueta y ganando puntos a los ojos de Brunetti al no preguntar por qué.

—Me gustaría que le preguntara si conoce al padre Pio Cavaletti, de la orden de la Santa Cruz de esta ciudad. —Brunetti vio que Vianello arqueaba las cejas, pero el sargento siguió escuchando en silencio.

—¿He de preguntarle algo en concreto, comisario?

—No; sólo si sabe o recuerda algo de él, en general.

Miotti fue a hablar, vaciló y preguntó:

—¿Podría darme algún otro dato? Algo que yo pueda decir a mi hermano.

—Es capellán de la
casa di cura
que está cerca del Ospedale Giustinian. Es todo lo que sé. —Mientras Miotti mantenía la cabeza inclinada, escribiendo, Brunetti preguntó—: ¿Tiene usted idea de quién puede ser, Miotti?

El joven agente levantó la cara.

—No, señor. Nunca tuve tratos con los amigos clericales de mi hermano.

Brunetti, movido más por el tono que por las palabras, preguntó:

—¿Existe alguna razón en particular?

Por toda respuesta, Miotti movió la cabeza en gesto de rápida negación y miró el bloc, agregando unas palabras a lo escrito.

Brunetti miró a Vianello por encima de la cabeza del joven, y el sargento se encogió de hombros casi imperceptiblemente. El comisario abrió mucho los ojos señalando a Miotti con un leve gesto de la barbilla. Vianello, interpretando la señal como una petición de que averiguara las razones de la reticencia del joven cuando bajaran a la oficina, asintió a su vez.

—¿Algo más, comisario? —preguntó Vianello.

—Esta tarde —empezó Brunetti en respuesta a la pregunta, y pensando en las copias de los testamentos que le había prometido la
signorina
Elettra—, tendré los nombres de varias personas con las que me gustaría hablar.

—¿Desea que vaya con usted, comisario? —preguntó Vianello.

Brunetti asintió.

—A las cuatro —dijo, calculando que eso le dejaría tiempo para almorzar—. Bien, me parece que eso es todo por ahora. Gracias a los dos.

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