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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Mientras dormían (3 page)

BOOK: Mientras dormían
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—¿Dónde estaba cuando sufrió el ataque? ¿En su habitación o delante de otras personas? —Brunetti no las llamó «testigos» ni siquiera con el pensamiento.

—No; murió mientras dormía. Plácidamente.

—Comprendo —dijo Brunetti, aunque no acababa de ser cierto. Dejó pasar unos momentos antes de preguntar—: ¿Hizo esta lista porque cree que estas personas murieron por otra causa? ¿Algo distinto de lo que dice aquí?

Ella lo miró y él se sintió desconcertado por su gesto de sorpresa. Si ella se había decidido a venir a hablar con él, sin duda debía de ser consciente de la implicación de semejante paso.

Con el evidente intento de ganar tiempo, ella repitió:

—¿Algo distinto? —Como Brunetti no respondiera, dijo—: La
signora
Cristanti no sufría del corazón.

—¿Y las otras personas de la lista que murieron repentinamente?

—El
signor
Lerini tenía trastornos gástricos, pero nada más.

Brunetti volvió a mirar la lista.

—Y esta otra mujer, la
signora
Galasso, ¿estaba delicada?

Él la vio enrojecer de repente.

—Lo terrible es que no estoy segura. Sólo que continuamente recuerdo lo que me dijeron esas mujeres. —Se interrumpió y miró al suelo. Finalmente, con una voz que él tuvo que hacer un esfuerzo por oír, dijo—: Tenía que contárselo a alguien.

—Maria —dijo él y, después de pronunciar el nombre, calló hasta que ella lo miró. Entonces prosiguió—: Sé que es muy grave levantar falso testimonio contra el prójimo. —Esto la sorprendió, como si el diablo hubiera empezado a citar la Biblia—. Pero tenemos la obligación de proteger a los débiles y a los indefensos. —Brunetti no recordaba que esto estuviera en la Biblia, pero pensaba que debería estar. Ella no decía nada, y él preguntó—: ¿Lo entiende, Maria? —Ella seguía sin contestar y él modificó la pregunta—: ¿No está de acuerdo?

—Claro que estoy de acuerdo —dijo ella con un punto de aspereza—. Pero, ¿y si estoy equivocada? ¿Y si todo son figuraciones mías y a esas personas nadie les ha hecho nada? Eso sería calumnia.

—Si así lo creyera, dudo de que estuviera aquí. Y, desde luego, no vestiría como viste ahora.

Ninguno de los dos habló durante un rato, hasta que Brunetti preguntó:

—¿Todos estaban solos en su habitación cuando murieron?

Ella pensó un momento.

—Sí; todos.

Brunetti apartó la lista a un lado de la mesa y, con el equivalente verbal de este movimiento, desvió la conversación:

—¿Cuándo decidió dejar la orden?

La respuesta no hubiera llegado antes si ella hubiera estado esperando la pregunta:

—Después de hablar con la madre superiora —dijo con la voz ronca por la emoción de algún recuerdo—. Pero antes hablé con el padre Pio, mi confesor.

—¿Podría repetirme qué les dijo? —hacía tanto tiempo que Brunetti se había apartado de la Iglesia, de sus pompas y sus obras que ya no recordaba lo que podía y lo que no podía repetirse de una confesión ni cuál era la pena por ello, pero recordaba lo suficiente como para saber que no se podía hablar libremente de la confesión.

—Sí, creo que sí.

—¿Es el mismo sacerdote que dice la misa?

—Sí. También pertenece a nuestra orden, pero no vive allí. Va dos veces a la semana.

—¿Dónde reside él?

—En la casa madre, aquí, en Venecia. Ya era mi confesor cuando yo estaba en la otra residencia.

Brunetti observó lo pronta que estaba a dejarse distraer por los detalles, y preguntó:

—¿Qué le dijo usted?

Ella tardó en responder, y Brunetti pensó que debía de estar recordando su conversación con el confesor.

—Le hablé de las personas que habían muerto y de que algunas no estaban enfermas —dijo ella y se interrumpió, desviando la mirada.

Al darse cuenta de que ella no tenía intención de decir más, Brunetti preguntó:

—¿Le dijo algo más, algo sobre el dinero y sus intenciones al respecto?

Ella movió la cabeza negativamente.

—Entonces no lo sabía. Es decir, no lo recordaba. Estaba muy preocupada por su muerte y eso es todo lo que le dije, que habían muerto.

—¿Y él qué dijo?

Ella volvió a mirar a Brunetti.

—Dijo que no lo entendía. Y entonces se lo expliqué. Le di los nombres de los que habían muerto y le conté lo que sabía de sus historiales médicos, que algunos tenían buena salud y habían muerto de repente. Él me escuchó y me preguntó si estaba segura. —Haciendo un inciso, explicó con naturalidad—: Como soy siciliana, la gente del Norte piensa que soy estúpida. O embustera.

Brunetti la miró para ver si esta observación encerraba algún reproche, algún comentario sobre su propia conducta, pero no parecía haberlo.

—Creo que, sencillamente, el padre no pudo creerlo —prosiguió ella—. Después, cuando le dije que tantas muertes no eran normales, me preguntó si era consciente del peligro de decir esas cosas, que podía caer en la calumnia. Le respondí que era consciente, y entonces él me recomendó que rezara. —Aquí calló.

—¿Y luego?

—Le dije que ya había rezado, que había rezado durante varios días. Entonces me preguntó si me daba cuenta de la enormidad de lo que estaba insinuando. —Ella volvió a interrumpirse y dijo como en un aparte—: Estaba horrorizado. No creo que pudiera ni concebir tal posibilidad. El padre Pio es muy bondadoso y muy poco mundano. —Brunetti tuvo que reprimir una sonrisa al oír estas palabras en boca de una persona que había pasado los doce últimos años en un convento.

—¿Y qué ocurrió después?

—Pedí hablar con la madre superiora.

—¿Y habló?

—Tardó dos días, pero al fin me recibió, una tarde a última hora, después de Vísperas. Le hablé de la muerte de los ancianos. Ella no pudo ocultar su sorpresa, y eso me alegró, porque quería decir que el padre Pio no le había contado nada. Ya sabía que no se lo diría, pero era tan terrible lo que yo le había contado que, bueno, quizá… —su voz se apagó.

—¿Y qué pasó?

—No quiso escucharme, dijo que no quería prestar oídos a mentiras, que lo que yo decía perjudicaría a la orden.

—¿Y qué más?

—Me dijo, me ordenó, apelando a mi voto de obediencia, guardar silencio absoluto durante un mes.

—¿Significa eso lo que creo que significa: que durante un mes no podría hablar con nadie?

—Sí.

—¿Y su trabajo? ¿No hablaba con los pacientes?

—No estaba con ellos.

—¿Cómo?

—La madre superiora me ordenó que permaneciera en mi celda o en la capilla.

—¿Durante un mes?

—Dos.

—¿Qué?

—Dos —repitió ella—. Al final del primer mes, vino a verme a la celda y me preguntó si mis oraciones y meditaciones me habían ayudado a entrar en razón. Le dije que había rezado y meditado, y así era, pero que aquellas muertes seguían inquietándome. Ella se negó a seguir escuchando y me ordenó reanudar el silencio.

—¿Y usted obedeció?

Ella asintió.

—¿Y después?

—Estuve en oración toda la semana siguiente, pero no podía dejar de pensar ni un momento en lo que me habían dicho aquellas mujeres. Antes, me había prohibido a mí misma recordar, pero una vez empecé ya no pude sacármelo de la cabeza.

Brunetti trató de imaginar la gran variedad de cosas que ella podía haber «recordado» después de más de un mes de soledad y silencio.

—¿Qué pasó al final del segundo mes?

—La madre superiora volvió a la celda y me preguntó si había recobrado el buen sentido. Yo le dije que sí, como supongo que es la verdad. —Calló y de nuevo ofreció a Brunetti su sonrisa triste y nerviosa.

—¿Y luego?

—Luego me marché.

—¿Así, sin más? —Inmediatamente, Brunetti empezó a pensar en los detalles prácticos: ropa, dinero, transporte. Curiosamente, eran los mismos detalles de los que tenían que preocuparse los que salían de la cárcel.

—Aquella misma tarde, salí mezclada con los que habían venido de visita. A nadie le llamó la atención, nadie le dio importancia. Pregunté a una de las mujeres dónde podía comprar ropa. No tenía más que diecisiete mil liras.

Ella dejó de hablar y Brunetti preguntó:

—¿Y se lo dijo?

—Su padre era uno de mis pacientes, y me conocía. Ella y su marido me invitaron a cenar en su casa. Yo no tenía adonde ir y acepté. Al Lido.

—¿Y?

—En el barco les dije lo que había decidido, pero no la razón. No estoy segura de que yo misma la supiera, ni de saberla ahora. No había calumniado a la orden ni a la residencia. Ni ahora tampoco, ¿verdad? —Brunetti, que no tenía ni idea, movió la cabeza negativamente, y ella prosiguió—: Lo único que hice fue decir a la madre superiora que esas muertes me habían parecido extrañas, por ser tantas.

En tono completamente coloquial, Brunetti dijo:

—He leído que a veces los ancianos mueren en tandas, sin razón aparente.

—Sí, ya le he dicho que eso suele ocurrir después de las vacaciones.

—¿Y no podría ser ésa la explicación?

Los ojos de la mujer brillaron de lo que a Brunetti le pareció cólera.

—Claro que sí. Pero entonces, ¿por qué intentó silenciarme?

—Creo que eso ya me lo ha dicho usted, Maria.

—¿Qué?

—El voto de obediencia. No sé lo importante que eso pueda ser para ellos, pero quizá fuera eso lo que les preocupaba, más que cualquier otra cosa. —Ella no respondió, y él preguntó—: ¿No le parece posible? —Ella seguía sin contestar, por lo que él preguntó—. Cuénteme, qué pasó después. ¿Qué hizo ese matrimonio del Lido?

—Fueron muy buenos. Después de cenar, ella me dio ropa suya. —Abrió las manos mostrando la falda—. Me quedé en su casa la primera semana y luego me ayudaron a conseguir el empleo en la clínica.

—¿No tuvo que mostrar algún documento de identidad?

—No; se alegraban de encontrar a alguien dispuesto a hacer ese trabajo y no hicieron preguntas. Pero he escrito al ayuntamiento de mi ciudad para pedir copias de mi certificado de nacimiento y de mi documento de identidad. Si he de volver a este mundo los voy a necesitar.

—¿Adonde pidió que se los enviaran, a la clínica?

—No; a casa de esas personas. —Ella percibió la preocupación que había en su voz y preguntó—: ¿Por qué?

Él rechazó la pregunta moviendo rápidamente la cabeza hacia un lado:

—Simple curiosidad. Nunca se sabe cuánto pueden tardar esas cosas. —Era una mentira muy burda, pero Brunetti confiaba en que, después de haber sido monja durante tantos años, no la detectara, especialmente, si venía de alguien a quien ella consideraba amigo—. ¿Tiene contacto con alguien de la
casa di cura
o de la orden?

—No; con nadie. —Hizo una pausa y agregó—: He visto a dos hijos de pacientes míos de San Lorenzo, pero no creo que me reconocieran. —Aquí sonrió y dijo—: Lo mismo que usted.

Brunetti correspondió a la sonrisa.

—¿Alguien de la residencia sabe adonde ha ido?

Ella movió la cabeza negativamente.

—No. No pueden saberlo.

—¿Se lo diría el matrimonio del Lido?

—No; les pedí que no hablaran de mí, y no creo que lo hagan. —Recordando la inquietud que él había mostrado antes, inquirió—: ¿Por qué lo pregunta?

Él no vio razón para no decirle, por lo menos:

—Si hay algo de verdad en esa… —empezó, pero entonces se dio cuenta de que no sabía ni qué nombre darle, porque desde luego no era una acusación; en realidad, no era más que un comentario sobre una coincidencia. Volvió a empezar—: Por lo que usted me ha dicho, lo más prudente será que no tenga contacto alguno con las personas de la
casa di cura.
—Entonces descubrió que no tenía ni idea de quiénes eran esas personas—: Cuando oyó hablar a esas ancianas, ¿pudo averiguar concretamente a quién pensaban dejar su dinero?

—He pensado en eso —dijo ella en voz baja—. Y preferiría no decirlo.

—Por favor, Maria, no creo que pueda ya optar por callarse algo de esto.

Ella asintió, pero muy despacio, reconociendo que lo que decía él era verdad, pero ello no lo hacía más agradable.

—Podrían haberlo dejado a la
casa di cura,
o al director, o a la orden.

—¿Quién es el director?

—El
dottor
Messini, Fabio Messini.

—¿Alguien más?

Ella meditó un momento y respondió:

—Quizá al padre Pio. Es muy bueno con los pacientes y ellos le quieren mucho. Pero no creo que él lo aceptara.

—¿La madre superiora? —preguntó Brunetti.

—No. La orden nos prohíbe poseer bienes. Es decir, a las mujeres.

Brunetti se acercó una hoja de papel.

—¿Sabe el apellido del padre Pio?

La alarma asomó a los ojos de la mujer.

—No irá usted a hablar con él, ¿verdad?

—No; creo que no. Pero me gustaría saberlo. Por si fuera necesario.

—Cavaletti —dijo ella.

—¿Sabe algo más de él?

Ella denegó con un gesto de la cabeza.

—Sólo que dos veces a la semana viene a confesar y, si hay algún enfermo grave, le administra los últimos sacramentos. Muy pocas veces he tenido tiempo de hablar con él. Es decir, fuera del confesionario. —Se interrumpió un momento y agregó—: La última vez que lo vi fue hace un mes, el veinte de febrero, el día de la onomástica de la madre superiora. —De pronto, apretó los labios y cerró los ojos, como si sintiera un súbito dolor. Brunetti se inclinó hacia adelante, temiendo que fuera a desmayarse.

Ella abrió los ojos y lo miró levantando una mano para tranquilizarlo.

—¿No es curioso? —preguntó—. Quiero decir que haya recordado el día de su santo. —Desvió la mirada un momento—. No recuerdo cuál es el día de mi cumpleaños. Sólo, la fiesta de la Inmaculada, el ocho de diciembre. —Movió la cabeza negativamente con tristeza o quizá con sorpresa, a él le hubiera sido difícil adivinarlo—. Es como si, durante todos estos años, una parte de mí hubiera dejado de existir, hubiera estado anulada. Ya no recuerdo cuándo es mi cumpleaños.

—Podría hacer que fuera el día en que salió del convento —sugirió Brunetti con una sonrisa de buena voluntad.

Ella sostuvo su mirada un momento y llevándose la mano derecha a la frente la frotó con la yema de los dedos.


La vita nuova
—musitó con los ojos bajos, más para sí que para él. Bruscamente, se puso en pie—. Creo que ahora debo marcharme, comisario. —Sus ojos estaban menos serenos que su voz, y Brunetti no trató de detenerla.

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