Read Mientras dormían Online

Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Mientras dormían (2 page)

BOOK: Mientras dormían
3.3Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Él se rió tanto de su propia confusión como de la respuesta de ella. Esto despejó un poco el ambiente dándole pie para decir:

—Siento que tuviera que tomar esa decisión. —En el pasado él hubiera agregado el tratamiento,
«suor
Immacolata», pero ya no podía llamarla así. Con los hábitos, había abandonado el nombre y quién sabe cuántas cosas más.

—Me llamo Maria —dijo ella—. Maria Testa. —Como la cantante que hace una pausa para que vibre la resonancia de la nota que marca el cambio de un registro a otro, ella se detuvo a escuchar el eco de su nombre—. Aunque ya no estoy segura de que ese nombre sea el mío —agregó.

—¿Cómo? —preguntó Brunetti.

—Cuando dejas la orden, has de seguir un proceso. Supongo que es algo así como desconsagrar una iglesia. Es muy complicado, y pueden tardar mucho tiempo en dejarte marchar.

—Será que quieren estar seguros de que usted lo está. Que está segura, quiero decir —apuntó Brunetti.

—Sí. Puede durar meses, y hasta años. Tienes que presentar cartas de personas que te conozcan y atestigüen que eres capaz de tomar esa decisión.

—¿Es lo que desea de mí? ¿Puedo ayudarla de este modo?

Ella agitó una mano hacia un lado desestimando sus palabras y, con ellas, su propio voto de obediencia. Eso ya acabó. Fin.

—Comprendo —dijo Brunetti, aunque no era así.

Ella lo miró de frente. Tenía unos ojos tan hermosos que Brunetti sintió un poco de envidia del hombre que la hiciera renunciar a su voto de castidad.

—He venido para hablarle de la
casa di cura.
De lo que vi allí.

Brunetti, pensando en su madre, inmediatamente se puso alerta a cualquier señal de peligro; pero, antes de que pudiera traducir su alarma en una pregunta, ella dijo:

—No, comisario; no se trata de su madre. A ella no puede pasarle nada. —Entonces se interrumpió, cortada por el sonido de la frase y la triste verdad que encerraba: lo único que podía pasarle a la madre de Brunetti era morirse—. Lo siento —agregó tímidamente, y no dijo más.

Brunetti la interrogó con la mirada un momento, desconcertado por lo que acababa de oír y sin saber cómo preguntarle qué quería decir. Recordó la tarde de su última visita a su madre, en la que aún esperaba a medias volver a ver a
suor
Immacolata, ausente desde hacía ya tiempo, sabiendo que ella era la única persona de aquella casa que comprendía el doloroso peso que sentía en el alma. Pero en el vestíbulo, en lugar de la bella siciliana, había encontrado sólo a
suor
Eleanora, una mujer agriada por la edad, para quien los votos significaban pobreza de espíritu, castidad de humor y obediencia sólo a un riguroso concepto del deber. El que su madre tuviera que estar, aunque fuera un solo instante, atendida por esta mujer, indignaba al hijo; el que aquella
casa di cura
estuviera considerada una de las mejores de Italia avergonzaba al ciudadano.

La voz de la joven lo sacó de su larga abstracción, pero no oyó lo que le decía y tuvo que preguntar:

—Perdone,
suora.
—La fuerza de la costumbre hizo que se le escapara el tratamiento—. Estaba distraído.

Ella volvió a empezar, sin acusar el tratamiento.

—Me refiero a la
casa di cura
de aquí, de Venecia, en la que trabajé hasta hace tres semanas. Pero no he dejado únicamente esa casa,
dottore.
También he dejado la orden y lo he dejado todo. Para empezar mi… —Aquí se interrumpió y miró por la ventana abierta a la fachada de la iglesia de San Lorenzo, como buscando allí el nombre de lo que iba a empezar—. Mi vida nueva. —Lo miró con una sonrisa débil—.
La vita nuova
—repitió en un tono que ella pretendía desenfadado, como si fuera consciente, como lo era él, del melodramático acento que tenía su voz—. Leíamos
La vita nuova
en el colegio, pero no lo recuerdo muy bien. —Lo miró un momento, juntando las cejas interrogativamente.

Brunetti no tenía idea de adonde lo llevaba esta conversación: primero, le hablaba de peligro; y ahora, del Dante.

—Nosotros también lo estudiábamos, pero yo pienso que era demasiado joven. De todos modos, siempre preferí la
Divina Commedia
—dijo él—. Sobre todo,
Purgatorio.

—Es curioso —comentó ella con un interés que podía ser real o sólo el intento de demorar lo que la había llevado allí—. Nunca había oído decir a nadie que prefiriera ese libro. ¿Por qué?

Brunetti se permitió una sonrisa.

—Ya sé: la gente imagina que, por ser policía, tendría que preferir
Inferno.
Los malos reciben su castigo y cada cual tiene lo que el Dante opina que se merece. Pero a mí nunca me ha gustado eso, la certidumbre absoluta del juicio, todo ese horrendo sufrimiento. Por toda la eternidad. —Ella le miraba a la cara y escuchaba sus palabras atentamente—. Me gusta
Purgatorio
porque allí se mantiene la esperanza de que las cosas cambien. Para los otros, tanto si están en el cielo como en el infierno, todo ha terminado: allí se quedarán. Para siempre.

—¿Usted lo cree así? —preguntó ella, y Brunetti comprendió que no le hablaba de literatura.

—No.

—¿En absoluto?

—¿Quiere decir si creo que hay cielo e infierno?

Ella asintió, y él se preguntó si un vestigio de superstición le haría pronunciar palabras de duda.

—No.

—¿Nada?

—Nada.

Después de una pausa muy larga, ella dijo:

—Qué triste.

Como tantas otras veces, desde que había descubierto que esto era lo que creía, Brunetti se encogió de hombros.

—Supongo que un día lo averiguaremos —dijo ella, pero en su voz había expectación, no sarcasmo ni resignación.

El primer impulso de Brunetti fue volver a encogerse de hombros, ya que ésta era una discusión a la que había renunciado hacía años, estando aún en la universidad, cuando dejó atrás las cosas de la niñez, por impaciencia con todo lo que era especulación y por ganas de vivir. Pero no tuvo más que mirarla para comprender que, en cierto modo, ella acababa de salir del cascarón, que se disponía a iniciar su propia
vita nuova
y que, para ella, esta clase de preguntas, sin duda impensables en el pasado, tenían que ser actuales y vitales.

—Quizá sí —concedió él.

La respuesta fue instantánea y vehemente:

—No tiene por qué mostrarse condescendiente conmigo, comisario. Yo he dejado atrás mi vocación, no mi inteligencia.

Él optó por no disculparse ni proseguir esta discusión teológica fortuita. Pasó una carta de un lado de la mesa al otro, echó la silla hacia atrás y puso una pierna encima de la otra.

—¿Entonces, quiere que hablemos de eso?

—¿De qué?

—¿De donde quedó su vocación?

—¿La residencia geriátrica? —preguntó ella sin necesidad.

—Pero, ¿cuál de ellas en concreto?

—San Leonardo. Está cerca del Ospedale Giustinian. La orden ayuda a proveerla de personal.

Él observó que la joven mantenía los pies bien asentados en el suelo, uno al lado del otro, y las rodillas juntas. Ahora abrió el bolso con cierta dificultad, sacó un papel, lo desdobló y miró lo que estaba escrito en él:

—Durante el año último —empezó nerviosamente—, han muerto allí cinco personas. —Dio la vuelta a la hoja de papel y se inclinó hacia adelante para ponerla delante de él. Brunetti miró la lista.

—¿Estas personas? —preguntó.

Ella asintió.

—He puesto nombres, edad y causa de la muerte.

Él volvió a mirar la lista y comprobó que tal era, exactamente, la información. Se indicaban los nombres de tres mujeres y dos hombres. Brunetti recordó haber leído una estadística que indicaba que las mujeres vivían más años que los hombres, pero aquella lista parecía desmentirla. Una de las mujeres no llegaba a los setenta y la otra los superaba en muy poco. Los dos hombres eran más viejos. Como tantas personas de su edad, habían muerto de embolia, infarto o pulmonía.

—¿Por qué me ha traído esta lista? —preguntó Brunetti levantando la mirada hacia la mujer.

Aunque debía de estar preparada para la pregunta, ella tardó en contestar:

—Porque usted es la única persona que puede hacer algo respecto a eso.

Brunetti se quedó esperando una explicación y, como ésta no llegaba, preguntó:

—¿A qué se refiere al decir «eso»?

—No estoy segura de la causa de esas muertes.

Él agitó la lista en el aire.

—Pero, ¿no está la causa especificada aquí?

Ella movió afirmativamente la cabeza.

—Sí, pero, ¿y si lo que dice el papel no es verdad? ¿Existe algún medio por el que se pueda averiguar la verdadera causa de la muerte?

Brunetti no tuvo necesidad de pensar antes de contestar: la ley sobre la exhumación era clara.

—No sin una orden judicial o una petición de la familia.

—Oh —hizo ella—. No tenía idea. He estado… no sé cómo decirlo… he estado tanto tiempo apartada del mundo que ya no sé cómo funcionan, cómo se hacen, las cosas. —Hizo una pausa antes de terminar—: Quizá no lo supe nunca.

—¿Cuánto tiempo estuvo en la orden?

—Doce años, desde los quince. —Si observó su gesto de sorpresa, no se dio por enterada—. Es mucho tiempo, sí.

—Pero usted no estaba apartada del mundo —objetó Brunetti—. Al fin y al cabo, ha estudiado para enfermera.

—No —respondió ella rápidamente—. Yo no he estudiado para enfermera. No tengo título. La orden vio que tenía una… —se interrumpió, y Brunetti observó que su interlocutora se encontraba en la insólita situación de tener que atribuirse un don o un mérito, y no tenía más alternativa que la de dejar de hablar. Después de una pausa que dedicó a eliminar de sus palabras todo asomo de presunción, prosiguió—: Decidieron que sería bueno para mí tratar de ayudar a los ancianos, y por eso me destinaron a las residencias geriátricas.

—¿Cuánto tiempo ha trabajado en ellas?

—Siete años. Seis en Dolo y uno en San Leonardo —respondió la mujer.

Según esto, calculó Brunetti,
suor
Immacolata tenía veinte años cuando llegó a la residencia en la que estaba su madre, la edad en la que la mayoría de las mujeres consiguen su primer trabajo, deciden su profesión, conocen a su pareja, tienen hijos. Pensó en lo que las otras mujeres podían conseguir durante esos años y en lo que había sido la vida de
suor
Immacolata, entre los gritos de los dementes y los olores de los incontinentes. De haber sido Brunetti un hombre de convicciones religiosas que creyera en la existencia de un ser superior, quizá le hubiera consolado pensar en la recompensa espiritual que ella recibiría a cambio de los años sacrificados. Ahuyentando este pensamiento, preguntó mientras ponía la lista frente a sí y la alisaba con el dorso de la mano:

—¿Qué tuvo de extraño la muerte de estas personas?

Ella tardó un momento en contestar, y su respuesta, cuando al fin llegó, lo desconcertó por completo:

—Nada. Normalmente, había un fallecimiento cada tres o cuatro meses, sobre todo, después de las vacaciones.

Décadas de experiencia en interrogar a personas más o menos reacias a hablar, permitieron a Brunetti preguntar con toda calma:

—En tal caso, ¿por qué hizo esta lista?

—Dos de las mujeres eran viudas y la tercera no se había casado. Uno de los hombres nunca recibía visitas. —Lo miró, esperando una pregunta, pero él no dijo nada.

Su voz se suavizó, y a Brunetti le pareció volver a ver a
suor
Immacolata, todavía con su hábito negro y blanco, luchando contra la exhortación de no hablar mal, ni siquiera de un pecador.

—En varias ocasiones —prosiguió al fin—, oí decir a dos de ellos que cuando murieran pensaban acordarse de la
casa di cura.
—Calló y se miró las manos, que habían abandonado el bolso y ahora se oprimían mutuamente en una tenaza mortal.

—¿Y lo hicieron?

Ella movió la cabeza de derecha a izquierda y no dijo nada.

—María —dijo él en un tono deliberadamente bajo—, ¿quiere decir que no lo hicieron o que usted no lo sabe?

Ella respondió, sin levantar la mirada:

—No lo sé. Pero dos de las mujeres, la
signorina
Da Prè y la
signora
Cristanti… decían que pensaban hacerlo.

—¿Qué decían?

—Un día, hará cosa de un año, la
signorina
Da Prè dijo, después de una misa en la que no hubo colecta, porque cuando nos dice la misa el padre Pio nunca la hay… —Ella se llevó nerviosamente una mano a la sien y Brunetti la vio deslizar los dedos hacia atrás, buscando el contacto tranquilizador de la toca. Al encontrar sólo el pelo al descubierto, bajó la mano rápidamente, como si se hubiera quemado—. Después de la misa, cuando la acompañaba a su habitación, dijo que no importaba que no hubiera colecta, porque cuando ella se fuera ya verían lo generosa que había sido.

—¿Le preguntó usted qué quería decir?

—No. Me pareció que estaba claro que quería dejarles dinero.

—¿Y…?

De nuevo, ella movió negativamente la cabeza.

—No sé.

—Desde entonces hasta su muerte, ¿cuánto tiempo transcurrió?

—Tres meses.

—¿Ella dijo a alguien más eso del dinero?

—No lo sé. No hablaba mucho con la gente.

—¿Y la otra mujer?

—La
signora
Cristanti era mucho más explícita —respondió Maria—. Decía que quería dejar su dinero a las personas que habían sido buenas con ella. Lo decía a todas horas y a todo el mundo. Pero no estaba… no creo que estuviera en condiciones de decidir, por lo menos, cuando yo la conocí.

—¿Por qué no?

—No tenía la mente muy clara —respondió Maria—. Es decir, no siempre. Tenía días en los que parecía estar bien, pero la mayor parte del tiempo divagaba; creía que volvía a ser niña y pedía que la llevaran a sitios. —Después de una pausa, con voz de persona experimentada, agregó—: Es muy frecuente.

—¿Volver al pasado? —preguntó Brunetti.

—Sí. Pobrecitos. Debe de ser porque para ellos el pasado es mejor que el presente. Cualquier pasado.

Brunetti recordó su última visita a su madre y ahuyentó el recuerdo.

—¿Y qué le pasó?

—¿A la
signora
Cristanti?

—Sí.

—Murió de un ataque al corazón hace unos cuatro meses.

—¿Dónde murió?

—Allí. En la
casa di cura.

BOOK: Mientras dormían
3.3Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

ARAB by Ingraham, Jim
Gamers' Rebellion by George Ivanoff
The Fire and the Fog by David Alloggia
Don't Let Go by Michelle Lynn
Magnificent Delusions by Husain Haqqani
Facing the Future by Jerry B. Jenkins, Tim LaHaye
Texas Tall by Janet Dailey
My Mother Got Married by Barbara Park