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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Mientras dormían (12 page)

BOOK: Mientras dormían
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El viaje del «Beagle»
—leyó en voz alta en inglés, sin poder contener el asombro.

La
contessa
miró el libro y luego a Brunetti.

—Pues sí, Guido. ¿Lo has leído?

—Hace muchos años, cuando estaba en la universidad, pero traducido —dijo él, ya con la voz controlada y eliminando de ella todo deje de sorpresa.

—Sí; siempre me ha gustado Darwin —explicó la
contessa
—. ¿Qué te pareció el libro? —preguntó, dejando en suspenso el cotilleo y los asuntos policiales.

—Creo que me gustó, en aquel momento. Aunque no conservo un recuerdo muy claro.

—Pues deberías volver a leerlo. Revela perfectamente su manera de razonar. Es un libro importante, probablemente, uno de los más importantes del mundo moderno. Éste y
El origen de las especies.
—Brunetti asintió—. ¿Quieres que te lo preste cuando lo termine? —preguntó—. No tendrías dificultad con el inglés, ¿verdad?

—No; creo que no, pero en este momento tengo mucho que leer. Quizá más adelante.

—Sí; es un buen libro para leer durante las vacaciones, diría yo. Esas playas. Esos hermosos animales.

—Sí, sí —convino Brunetti, sin saber qué decir.

La
contessa
fue en su ayuda:

—¿De quién querías que cotilleara, Guido?

—Bueno, no precisamente cotillear, sólo me gustaría saber si has oído algo que pudiera interesar a la policía.

—¿Y qué es lo que puede interesar a la policía?

Él vaciló un momento y luego tuvo que confesar:

—Pues todo, imagino.

—Sí; es lo que me figuraba. Tú dirás.


Signorina
Benedetta Lerini —dijo él.

—¿La que vive en Dorsoduro? —preguntó la
contessa.

—Sí.

La
contessa
se quedó un momento pensativa.

—Lo único que sé de ella es que es muy generosa con la Iglesia. Por lo menos, es lo que se dice. Una gran parte del dinero que heredó de su padre, que por cierto era un hombre horrible, un salvaje, lo ha dado a la Iglesia.

—¿A cuál?

La
contessa
tardó un momento en responder.

—Qué curioso —dijo entre sorprendida e intrigada—. No tengo ni idea. Lo único que he oído decir es que es muy religiosa y da mucho dinero a la Iglesia. Pero tanto podría ser la waldense como la anglicana o incluso la de esos horribles americanos que te paran por la calle, esos que tienen cantidad de esposas pero no les dejan beber Coca-cola.

Brunetti no estaba seguro de en qué medida esto ampliaba su conocimiento de la
signorina
Lerini, y probó con el otro nombre.

—¿Y la
contessa
Crivoni?

—¿Claudia? —preguntó la
contessa,
sin tratar de disimular su primera reacción, que fue de sorpresa, ni la segunda, que fue de regocijo.

—Si así se llama. Es la viuda del
conte
Egidio.

—Oh, pero esto es fabuloso —dijo con una pequeña carcajada—. Cómo me gustaría poder contárselo a las chicas del
bridge.
—Al ver el gesto de pánico de Brunetti, se apresuró a agregar—: No, Guido, no temas, no diré ni una palabra. Ni siquiera a Orazio. Paola siempre me dice que no puede contarme nada de lo que tú le cuentas.

—¿Eso te dice?

—Sí.

—Pero, ¿te cuenta algo? —preguntó Brunetti sin poder contenerse.

La
contessa
sonrió y apoyó una alhajada mano en la manga de su yerno.

—Guido, tú eres leal a tu juramento a la policía, ¿verdad?

Él asintió.

—Pues yo soy leal a mi hija. —Volvió a sonreírle—. Ahora dime qué quieres saber de Claudia.

—Respecto a su marido, si se llevaba bien con él.

—Lo siento, pero nadie se llevaba bien con Egidio —dijo la
contessa
sin vacilar, y agregó lentamente, reflexionando—: Pero probablemente otro tanto podría decirse de Claudia. —Se quedó en suspenso, como si no hubiera reparado en ello hasta haberlo dicho—. ¿Qué sabes tú de ellos, Guido?

—Nada, aparte de lo que se dice en la ciudad.

—¿Y qué es?

—Que él hizo fortuna en los años sesenta construyendo edificios ilegales en Mestre.

—¿Y de Claudia?

—Que se interesa por la moralidad pública —dijo Brunetti con voz neutra.

La
contessa
sonrió.

—Oh, sí, eso desde luego.

Como ella no dijera más, Brunetti preguntó:

—¿Qué sabes tú de ella y de qué la conoces?

—De la iglesia de San Simone Piccolo. Está en el comité que trata de recaudar fondos para la restauración.

—¿Tú también estás en él?

—No, por Dios. Ella me lo propuso, pero me consta que toda esa palabrería acerca de la restauración no son más que pretextos.

—¿Y el verdadero objetivo sería…?

—Es la única iglesia de la ciudad en la que dicen la misa en latín. ¿Lo sabías?

—No.

—Me parece que tenían algo que ver con ese cardenal de Francia, Lefevre, el que quería volver al latín y al incienso. Así que supongo que todo el dinero que recauden lo enviarán a Francia o se lo gastarán en incienso, no en restaurar la iglesia. —Reflexionó y agregó—: De todos modos, es una iglesia tan fea que no merece ser restaurada. Es sólo una mala imitación del Panteón.

Por muy interesante que le pareciera esta digresión arquitectónica, Brunetti la cortó:

—Pero, ¿qué sabes de ella en realidad?

La
contessa
volvió la mirada hacia la hilera de ventanas cuadrifolias por las que se veían sin impedimentos los
palazzi
del otro lado del Gran Canal.

—¿Qué uso se hará de esto, Guido? ¿Puedes decírmelo?

—¿Puedes decirme tú por qué quieres saberlo? —preguntó él a su vez.

—Porque, por antipática que sea Claudia, no quiero que sufra injustamente a causa de rumores que luego resulten falsos. —Antes de que Brunetti pudiera responder, ella levantó una mano y agregó, en voz un poco más alta—: No; creo que se ajusta más a la verdad decir que no quiero ser responsable de ese sufrimiento.

—Puedes estar segura de que no tendrá que sufrir, si no lo merece.

—Esa respuesta me parece muy ambigua.

—Sí, supongo que sí. La verdad es que no tengo ninguna idea de si ha podido hacer algo, ni de lo que haya podido hacer, ni siquiera de si se ha hecho algo malo.

—¿Pero has venido a hacer preguntas sobre ella?

—Sí.

—Entonces es que tienes razones para sentir curiosidad.

—Sí, la siento. Pero te prometo que no es más que eso, curiosidad. Y si lo que me dices la satisface, sea lo que sea, no pasará de ahí. Te lo prometo.

—¿Y si no la satisface?

Brunetti apretó los labios mientras reflexionaba.

—Entonces investigaré lo que me digas para ver qué hay de verdad en los rumores.

—Muchas veces no hay nada de verdad —dijo ella.

Él sonrió al oírlo. Desde luego, la
contessa
no necesitaba que nadie le dijera que otras tantas veces la verdad era el sólido fundamento de los rumores.

Después de una larga pausa, ella dijo:

—Ha habido habladurías acerca de un hombre.

—¿Qué clase de habladurías?

Ella agitó una mano en el aire por toda respuesta.

—¿Qué hombre?

—No lo sé.

—¿Qué es lo que sabes? —preguntó él suavemente.

—Comentarios aquí y allá. Nada concreto, ¿comprendes?, nada que pudiera interpretarse más que como una preocupación sincera por el bienestar de Claudia. —Brunetti conocía esta clase de comentarios, que podían ser más crueles que una crucifixión—. Ya sabes cómo se dicen estas cosas, Guido. Si falta a una reunión, alguien pregunta si le habrá ocurrido algo, y otro dice que no puede ser que esté enferma porque tiene muy buen aspecto.

—¿Eso es todo? —preguntó Brunetti.

La
contessa
volvió a agitar la mano.

—Es el tono. En realidad, las palabras no dicen nada; es el tono, la inflexión, la insinuación que se transparente bajo la observación más inocente.

—¿Hace tiempo que ocurre esto?

—Guido —dijo ella, irguiendo la espalda—, no sé que ocurra nada de particular.

—Entonces, ¿cuánto hace que circulan esos comentarios?

—No sé, más de un año, quizá. Yo tardé en darme cuenta. O quizá la gente se abstenía de hacerlos delante de mí. Todos saben que no me gustan estas cosas.

—¿Se ha dicho algo más?

—¿A qué te refieres?

—A cuando murió su marido.

—No; nada que yo recuerde.

—¿Nada?

—Guido —dijo ella inclinándose para ponerle en el brazo su mano cargada de sortijas—, por favor, procura recordar que yo no soy uno de tus sospechosos y no trates de hablarme como si lo fuera.

Él se sintió enrojecer y dijo rápidamente:

—Perdona. Perdona; se me olvida.

—Sí, Paola ya me lo dice.

—¿Qué te dice?

—Lo importante que es para ti.

—¿Lo importante que es qué?

—Tu concepto de la justicia.

—¿Mi concepto?

—Ah, Guido, perdona. Me parece que ahora te he ofendido.

Él movió la cabeza negativamente, pero, antes de que pudiera preguntarle qué había querido decir con «su» concepto de la justicia, ella se levantó y dijo:

—Qué oscuro está ya.

Se acercó a una de las ventanas y se quedó de espaldas a él, como si hubiera olvidado su presencia, con las manos en la espalda. Brunetti la miraba: en aquel momento, con su vestido de seda cruda, sus zapatos de tacón alto, el pelo recogido en un moño impecable y su figura menuda y elegante, la
contessa
hubiera podido pasar a los ojos de cualquiera por una mujer joven.

Al cabo de un buen rato, ella se volvió mirando su reloj.

—Orazio y yo estamos invitados a cenar, Guido, así que, si no tienes más preguntas, iré a cambiarme.

Brunetti se puso en pie y cruzó la habitación. Detrás de la
contessa
las embarcaciones iban y venían por el canal, en el que se reflejaba la luz de las ventanas de los edificios del otro lado. Quería decirle algo pero ella se le adelantó:

—Besos para Paola y los niños de nuestra parte. —Le dio una palmada en el brazo y salió de la habitación, dejándolo ante la vista del
palazzo
que un día sería suyo.

Capítulo 7

Brunetti entró en el apartamento poco antes de las siete, colgó el abrigo y fue directamente al estudio de Paola, al fondo del pasillo. La encontró, tal como esperaba, hundida en su raída butaca, con una pierna doblada debajo del cuerpo, un bolígrafo en la mano y un libro en el regazo. Ella levantó la cara al entrar él y dio un gran beso al aire, pero volvió a mirar el libro. Brunetti se sentó frente a ella en el sofá, hizo girar el cuerpo, se tumbó y puso dos almohadones de terciopelo debajo de la cabeza, después de ahuecarlos con unos golpes. Primero miró al techo y después cerró los ojos, seguro de que, al terminar el pasaje que estuviera leyendo, ella le dedicaría su atención.

Ella hizo crujir el papel al volver la página. Pasaron varios minutos y, al oír el golpe del libro en el suelo, él dijo:

—No sabía que tu madre leyera.

—Bueno, pide a Luciana que la ayude con las palabras difíciles.

—No; quiero decir que leyera libros.

—¿En vez de qué? ¿La palma de la mano?

—No, Paola, vamos. No sabía que leyera libros serios.

—¿Todavía está con san Agustín?

Brunetti no sabía si su mujer hablaba en broma o en serio y dijo:

—No. Con Darwin.
El viaje del «Beagle».

—Ah, ¿sí? —dijo Paula sin aparente interés.

—¿Tú sabías que leía esas cosas?

—Oyéndote cualquiera diría que son novelas porno, Guido.

—No; sólo quería saber si estabas enterada de que leía esa clase de libros, de que era una lectora de ese rango.

—Al fin y al cabo, es mi madre. Claro que lo sabía.

—No me lo habías dicho.

—¿Haría eso que la apreciaras más de lo que la aprecias?

—Yo aprecio a tu madre, Paola —dijo él, quizá con un punto de énfasis—. Lo que digo es que no sabía quién era, cómo era —rectificó.

—¿Saber lo que lee hace que sepas quién es?

—¿Existe mejor forma de saberlo?

Paola reflexionó y luego le dio la respuesta que él esperaba:

—Supongo que no. —La oyó revolverse en la butaca, pero él mantuvo los ojos cerrados—. ¿Y se puede saber para qué has hablado con mi madre? ¿Y cómo te has enterado de lo del libro? No la habrás llamado por teléfono para pedirle que te recomendara lecturas.

—No; he ido a verla.

—¿A mi madre? ¿Que has ido a ver a mi madre?

Brunetti gruñó.

—Pero, ¿por qué?

—Para hacerle unas preguntas acerca de una conocida suya.

—¿Quién?

—Benedetta Lerini.


Oh, la, la
—exclamó Paola—. ¿Qué ha hecho? ¿Por fin ha confesado que ha matado a martillazos al canalla de su padre?

—Tengo entendido que el padre murió de un ataque al corazón.

—Para universal regocijo, sin duda.

—¿Por qué universal? —En vista de que pasaba el tiempo y Paola no contestaba, Brunetti abrió los ojos y miró a su mujer. Ahora estaba sentada sobre la otra pierna, con la barbilla apoyada en la palma de la mano—. ¿Por qué? —insistió.

—Es curioso, Guido. Ahora que me lo preguntas, en realidad no sé por qué. Supongo que porque siempre he oído decir que era un hombre terrible.

—¿Terrible en qué sentido?

Nuevamente, su respuesta tardó en llegar.

—No sé. No recuerdo haber oído de él nada en concreto, sólo esta impresión general de que era mala persona. Curioso, ¿verdad?

Brunetti volvió a cerrar los ojos.

—Especialmente, en esta ciudad.

—¿Porque aquí todo el mundo se conoce?

—Seguramente. Sí.

—Eso será. —Ella calló, y Brunetti comprendió que estaba recorriendo los largos pasadizos de su memoria, en busca del comentario, la observación, la opinión sobre el difunto
signor
Lerini que ella parecía haber asumido, implícitamente, como propia.

La voz de Paola hizo salir a Brunetti de su incipiente sopor.

—Fue Patrizia.

—¿Patrizia Belloti?

—Sí.

—¿Qué dijo?

—Trabajó para él durante unos cinco años, hasta poco antes de su muerte. De ahí los conozco a él y a su hija. Patrizia decía que en toda su vida no había conocido a una persona tan repelente, y que en su despacho todos lo odiaban.

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