Miré a Rusia antes de apoyar mi maletín en la mesa. Parecía disfrutar con lo que se estaba cociendo allí dentro. Ella sí había nacido para ese mundo, me lo decían sus ojos y… sus labios: no dejaba de pasearse la lengua por ellos mientras me observaba. Mientras uno de los secuaces de Wang introducía una contraseña en el ordenador, se acercó a mí.
Acarició mi cinturón.
—No sabes las ganas que tengo de probarte. Yo puedo ser mejor que Grecia —me susurró mientras Wang disfrutaba contemplando la escenita.
Ahogué una sonrisa pasando mi lengua por el labio inferior mientras tocaba el hueso de su cadera. Me acerqué y ella soltó un suspiro muy parecido a un gemido. Era como si estuviese esperando que la empujara sobre aquella mesa y le hiciera el amor delante de todos.
—No sabes la cantidad de mujeres que me dicen lo mismo. —Rocé mis labios con los suyos—. Pero ninguna de las que se parecían a ti lo consiguieron. Así que deja tus manos quietas. Aunque fueras más explícita tocándome no conseguirías nada —le aclaré antes de que se retirara furibunda.
—No sabes lo que te pierdes —refunfuñó molesta.
—Eso es lo que me dicen todas cuando no consiguen que las lleve a la cama —le contesté, irónico.
—¡Maravilloso! Desde luego, eres un auténtico Gabbana —dijo Wang entre carcajadas.
Abrí mi maletín y extraje mi portátil. Yo sería el encargado de hacer la transferencia. Sesenta millones de euros para ser exactos. La otra mitad se la había entregado Fabio dos semanas antes. Marqué la contraseña y entré en las cuentas bancarias de Suiza de mi tío. En ese paraíso fiscal escondíamos casi toda nuestra descomunal fortuna.
Uno de los guardias retiró la sábana en cuanto Wang se lo indicó con una ceja. Miré a mi tío. Aguardaba con los brazos cruzados sobre el pecho y el gesto torcido (mostrando aquel talante suyo tan inquebrantable, firme y atractivo). Era la persona más inteligente y astuta que yo hubiera conocido nunca. Sin duda, había aprendido bien de su hermano. Wang lo sabía, por eso le guardaba el aire y le complacía en todo. Podía ser el dueño de Hong Kong, uno de los negociantes más importantes de China o el rey de cualquier negocio oscuro que existiera (desde cadenas de prostitución ilegal hasta tráfico de droga), pero los Gabbana teníamos suficiente poder para destruirle, y él lo sabía. Con solo un chasquido de dedos desde Italia, Wang podía acabar en las profundidades del océano Pacífico con treinta kilos de piedra maciza aferrada a sus tobillos. Y con tortura previa. Él sabía lo insignificante que era para nosotros, pero era el único que podía proporcionarnos aquel material y debíamos ser corteses. Al menos, lo justo.
Después de todo, ¿quién no le tiene miedo a la mafia? Sonreí plácidamente antes de marcar el número de millones que debía transferir.
Abrieron la caja con un cúter y extrajeron el envoltorio de plástico que protegía aquella réplica perfecta de la obra de Leonardo da Vinci, el maravilloso cuadro de
La belle ferronière
. Mi tío asintió, admirado al ver la perfección del plagio, lo acarició y se recompuso echando mano al bolsillo interior de su chaqueta.
—Por favor… —ordenó al guardia que lo sacara de la caja.
—Enseguida.
En la pantalla apareció una pequeña pestaña que ponía «Aceptar». Solo tendría que clicar ahí para que se completara la transferencia, pero no lo haría hasta que mi tío me lo indicara.
Tomó un pequeño dispositivo negro, del tamaño de una cámara digital de fotos, pero mucho más delgado. Casi parecía un espejo y solo tenía dos botones y una entrada de conexión por cable. Era un invento suyo, de uso personal, así que no podía encontrarse en el mercado y Fabio no quería patentarlo. Wang se extrañó al ver el aparato, pero enseguida bajó su mirada al ver que yo lo observaba de forma perspicaz y autoritaria.
Mi tío presionó uno de los dos botones y extendió el aparato por todo el cuadro. En lo que parecía un espejo, pudo verse el contenido real de aquella obra. Él sonrió al ver que lo que necesitaba se encontraba entre las fibras del lienzo.
—La pintura no es tóxica. No dañará el compuesto y no se detecta. Es un trabajo perfecto —dijo Wang queriendo tocar el cuadro.
—¿Dónde está lo que hablamos? —preguntó Fabio, a la vez que retiraba la mano de Wang.
—Están unidos, Fabio. —Wang se lo mostró.
No alcancé a ver a qué se refería. No comprendía qué otro negocio se traía entre manos.
Fabio me miró y asintió con un simple pestañeo. Le di a «Aceptar» y apareció una línea verde que se cargó en pocos segundos.
—Sesenta millones de euros. El trato está cerrado —dijo Fabio, indicándole a nuestro guardaespaldas que cogiera el cuadro.
—Ha sido un placer, Fabio. Espero volver a hacer negocios contigo. —Wang le dio un apretón de manos.
Encendí un cigarrillo antes de guardar el ordenador. Cerré el maletín y se lo entregué a nuestro escolta.
—Claro, ¿por qué no? —dijo Fabio con desdén.
No quiso hablar más. Deseaba, casi tanto como yo, salir de allí.
No hablamos durante el recorrido, pero le noté extraño. Fabio no solía moverse así, era más armonioso en sus gestos y movimientos, sin embargo, en aquel momento parecía rígido y contenido; aunque no llegaba a estar incómodo.
Miró su reloj, retiró su cabello de la frente y volvió a mirarlo. Acarició aquel reloj infinidad de veces.
—Es un Patek Philippe’s Platinum World, valorado en unos cuatro millones de dólares. Es exclusivo y hecho expresamente para mí —explicó sin mirarme. No sabía por qué me contaba aquello, Fabio no solía presumir de lo que tenía o de lo que gastaba en sus caprichos. Continuó—: No dudes nunca en beneficiarte de él. Puede que algún día te sorprenda su utilidad, no solo marca las horas.
El avión comenzó a rodar, pero apenas le presté atención a la aceleración del despegue. Estaba demasiado aturdido con lo que mi tío acaba de decirme. Él, en cambio, se echó en su asiento y cerró los ojos con tranquilidad. Ya había dicho lo necesario. Él era así, jamás comprendías lo que decía hasta que llegaba el momento propicio.
—Ya eres todo un Gabbana. Serás el mejor, hijo —murmuró antes de dormirse y dejarme peor de lo que estaba.
Kathia
—¿Me gustaría saber qué piensa una mujer cuando se queda mirando la nada de la misma forma que tú? —dijo Mauro mientras se sentaba en el bordillo de la acera.
Habíamos ido al Giordana’s a tomar algo mientras ultimábamos los preparativos de la fiesta de cumpleaños de Luca. Pero yo no era capaz de concentrarme en nada que no fuera Cristianno.
Salí del local y me senté en la acera. Me dejé llevar por mis pensamientos a pesar del frío húmedo que me recorría.
Me molestaba horrores admitirlo, pero le necesitaba cerca. Deseaba verle y no podía evitar esperar que apareciera por la calle y viniera hacía mí, tragándose su orgullo de niñato engreído. Dios, cómo lo… detestaba.
«¿Dónde estás, Cristianno?»
Miré a Mauro, que fumaba un cigarrillo, y sonreí; me sentí extrañamente reconfortada por tenerle cerca. Miré el humo que salía de sus labios y me hizo un gesto para que cogiera el cigarro. Asentí, lo cogí y le di una calada profunda.
No fumaba con frecuencia, pero debía admitir (por desgracia) que era fumadora desde los quince.
—¿Qué ocurre, Kathia? —volvió a preguntar; esta vez con más dulzura que la anterior.
Sacudí la cabeza y le miré.
—A mí también me gustaría saberlo. —Solté el humo.
Nos miramos a los ojos. Mauro era demasiado inteligente para que se le escapara algo. Sabía que él podía descubrir, incluso antes que yo, lo que realmente me ocurría.
—Es todo tan confuso.
—No puedes comprender un sentimiento —dijo cariñoso retirando mi cabello—. Mira, Kathia, no siempre podemos dominar lo que realmente sentimos. Por mucho que os empeñéis en negarlo, ya habéis caído. —Recuperó el cigarro de mis manos—. Ahora solo falta que lo comprendáis.
Fruncí el ceño al oírle emplear aquel plural cuando solo estaba hablando conmigo. ¿Acaso había mantenido aquella conversación con Cristianno?
Suspiré y volví la mirada hacia la calle. Me pregunté si aquellas personas que paseaban por allí estarían viviendo una situación como la mía. Bah, tonterías.
—Hablas como si supieras qué me ronda por la cabeza. —Intentaba hacerme la dura.
—Sé lo que te ronda por la cabeza. —Me empujó, bromeando—. Tiene nombre propio.
—Claro —dije incrédula.
Mauro se acercó a mi oído y me rozó con sus labios antes de hablarme.
—Él se resiste porque eres la primera. ¿Por qué te resistes tú, Kathia?
Me sobrecogí. No sabía qué hacer. Incluso temblé. Un escalofrío recorrió mi cuerpo en el momento en que di con la respuesta.
Volví el rostro hacia Mauro. Estábamos solo a unos centímetros. Tenía una débil sonrisa en los labios y sus ojos expresaban interés.
—Porque también es el primero.
El coche dio la última curva y allí apareció la enorme casa que el padre de Luca tenía en la playa. Había tardado cerca de un mes en convencerlo de que se la dejara para la fiesta. Yo no había entendido por qué su padre le ponía tantas pegas… hasta que vi la residencia.
De diseño muy moderno, estaba cubierta de cristaleras. Barandillas de metal, suelo negro con cristales brillantes, piscina y mini spa… y todo a unos metros de la playa (veinte para ser exactos). Cerca de uno de los porches había un promontorio, un acantilado de roca que se comunicaba con el aposento principal del segundo piso por un pequeño puente.
Eric volvió a gritar asomado por la ventana del techo de la limusina. Había decidido venirse con nosotras. Alex, Mauro y Erika ya estaban en la fiesta con Luca y otras ciento veinte personas invitadas.
Le había pedido a su chófer que nos trajera y lo agradecí. De ese modo evitaba que Valentino me acompañara y se quedara conmigo para vigilarme. Me había ido de casa justo después de comer, después de aguantar los sermones de mi madre sobre «deberías ser más amable con Valentino». El problema es que ya no veía aquellos consejos como el capricho de una madre con un muchacho, sino como un astuto plan. Desde que escuché la conversación que mantuvo con mi abuela, intentaba mantenerme alejada de ella. Sabía que tramaba algo y que se avecinaban problemas. Que el empeño que mi familia tenía con el menor de los Bianchi se debía a algo que, estaba segura, no tardaría en descubrir.
Eric se acuclilló y se desplomó en el asiento mientras cogía un regaliz de la bandeja. Se lo llevó a la boca antes de hablar.
—Joder, hace un frío que pela, ahí fuera.
Daniela lo miró satírica.
—¿Qué esperabas? Llevas cerca de media hora haciendo el gilipollas asomado en esa ventana.
Solté una carcajada que enseguida se vio coreada por la de Eric. Comenzaba a acostumbrarme al humor mordaz de Dani y me encantaba. Era extraordinaria.
Suspiró y se estiró la falda del vestido rojo oscuro que le había dejado. Era un Versace de cinco mil euros que estaba estrenando ella. Lo había comprado el martes por la tarde en un arrebato. Daniela no vestía de ese modo, pero me había confesado —después de presionarla para que hablara, porque ella no estaba acostumbrada a desahogarse— que quería sorprender. Ya iba siendo hora de dar el gran paso con Alex. Quería estar con él y no veía por qué esperar más. Aquella sería la noche. Así que la arrastré a mi enorme ropero y la transformé dejándola más impresionante de lo que ya era.
Erik cogió la botella de champán y se sirvió la cuarta copa en veinticinco minutos que llevábamos de trayecto.
—¡Bah! En cuanto vea a… —Eric frunció el ceño. Le miramos extrañadas— a… Lucille. —Sonrió para disimular los nervios—. Sí, en cuanto vea a Lucille, se me pasará el frío.
—Ya… —murmuró Dani escudriñando en su mirada.
Estaba segura de que Daniela tenía la misma impresión que yo de que no era Lucille la dueña de sus pensamientos. Ni siquiera era una chica.
—¿Por qué me miráis así? —preguntó escondiéndose tras la copa.
—Porque eres gilipollas.
Volví a reír. Daniela tenía una forma de insultar muy impulsiva y contundente.
—Eso ya me lo has dicho.
—Pues te lo vuelvo a decir. —Meditó lo que iba a soltar a continuación—. ¿Sabes quién es el DJ de la fiesta? Yo te lo digo. Joni. Ese morenito cachas que trabaja en Eternia y tira los trastos a Luca siempre que puede. Ha venido a su fiesta, de gratis, simplemente por el hecho de… de estar con él. —Lo último lo dijo con cierto desdén.
La insinuación era obvia. Efectivamente, Eric estaba colado ¡por Luca! Y, al parecer, odiaba a Joni.
—Vale… De acuerdo.
—¿Qué significa ese «de acuerdo»?
—Simplemente, de acuerdo.
Eric pareció que se enfurruñaba, pero en realidad no estaba enfadado. Solo tenía miedo.
Daniela se lanzó a por él y comenzó a hacerle cosquillas. Yo también me uní y tras varios minutos dando tumbos en la limusina, nos incorporamos y nos miramos.
—¿Creéis que él… que él sentirá lo mismo? —preguntó dubitativo y completamente asustado.
No pude evitar recordar la conversación con Mauro. No sabía si Cristianno sentía algo por mí, pero la insinuación de su primo fue suficiente para ponerme más cardíaca durante esos días.
Daniela sonrió y torció el gesto antes de mirarme. Era increíble que Eric estuviera sincerándose de aquella forma delante de mí, y quise darle mi apoyo. No podía estar segura de lo que quería Luca porque apenas le conocía, pero sabía que era un buen tío y que las miradas que yo había visto que le lanzaba a Eric significaban mucho más que amistad.
—Solo tienes que comprobarlo. Déjate llevar —le aconsejé acariciando su mejilla.
—Dios, ¿qué dirán los chicos?
—Los chicos te quieren y no les importará. Parece mentira que no lo sepas. ¿Acaso no recuerdas el día en que Luca os dijo que era gay? —añadió Daniela.
—Como para olvidarlo. Cristianno se quedó en estado de shock más de una hora.
Cristianno.
No sabía si estaría en la fiesta, pero todo apuntaba a que sí. Mi estómago era una bolsa de nervios. No sabía cómo reaccionaría al verle, aunque estaba deseando que llegara el momento. Necesitaba ver aquellos ojos observándome como si fuera lo único que hubiera en el mundo.
Suspiré antes de que la limusina se detuviera frente a la puerta principal. Observé el cotarro antes de bajar. Luca había desalojado la casa convirtiéndola en una especie de club de lujo, tipo Nikki Beach. Pequeñas carpas, gogós, camareros, un podio para el DJ… todo era un derroche fabuloso.