Read Mirrorshades: Una antología cyberpunk Online

Authors: Bruce Sterling & Greg Bear & James Patrick Kelly & John Shirley & Lewis Shiner & Marc Laidlaw & Pat Cadigan & Paul di Filippo & Rudy Rucker & Tom Maddox & William Gibson & Mirrors

Tags: #Relato, Ciencia-Ficción

Mirrorshades: Una antología cyberpunk (38 page)

BOOK: Mirrorshades: Una antología cyberpunk
3.23Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Se trata de pelear con los puños —murmuró, golpeando la botella contra el muro. Las luces parpadearon tenuemente cuando las baterías de emergencia se activaron.

Su hombro comenzó a dolerle. Aguantándose, continuó golpeando, provocando un estruendo similar al de una explosión. Tenía que salir bien. Debía engañar a Yefremov y a la tripulación artillera.

La rueda manual de una de las compuertas comenzó a girar chirriando. Al final se abrió de golpe y Tatjana le miró tímidamente, con una risita.

—¿Ya está libre el Fontanero? —preguntó, soltando la botella.

—Stoiko y Umansky están discutiendo con el vigilante —golpeó con el puño contra su palma—. Grishkin está preparando las naves.

La siguió por el pasaje hasta la siguiente esfera de atraque. Stoiko estaba ayudando al Fontanero a pasar por la compuerta que iba hacia el anillo de los barracones. El Fontanero estaba descalzo y con la cara pálida bajo un brote de barba descuidada. El meteorólogo Umansky los seguía, arrastrando el cuerpo inerte de un soldado.

—¿Cómo estás, Fontanero?

—Todavía tiemblo. Me estuvieron drogando con Miedo, no con grandes dosis, pero... ¡Pensé que era un reventón de verdad!

Grishkin se deslizó por el Soyuz más próximo a Korolev, cargando con un montón de herramientas y medidores atados por una cuerda de nailon.

—Están todos controlados. El colapso del sistema les ha dejado en automático. He bloqueado todos sus controles remotos con un destornillador, así que no pueden manejarlos desde el control de Tierra. ¿Cómo te va, amigo Nikita? —preguntó al Fontanero—. Irás todo cuesta abajo hasta China central.

El Fontanero pestañeó, estremeciéndose sobresaltado.

—No hablo chino.

Stoiko le pasó un rollo impreso.

—Esto es mandarín fonético: «Quiero desertar. Llévenme a la embajada japonesa más cercana».

El Fontanero soltó una risita y pasó sus dedos por su corta y dura mata de pelo sudoroso.

—¿Y qué pasa con vosotros? —preguntó.

—¿Crees que estamos haciendo todo esto sólo por ti? —mientras Tatjana le hizo una mueca despectiva—. Asegúrate de que el servicio de noticias chinas se hace con el resto del rollo. Cada uno de nosotros tiene una copia. ¡Así haremos ver a todo el mundo lo que la Unión Soviética tiene preparado para el coronel Vasilievich Korolev, el primer hombre en Marte! —y le lanzó un beso al Fontanero.

—¿Qué hacemos con éste, Filipchenko? —preguntó Umansky. Unas pocas gotas oscuras de sangre coagulada flotaron de manera errática cerca de las mejillas del soldado.

—¿Por qué no te llevas a este pobre cabrón contigo? —dijo Korolev.

—Entonces ven conmigo, gilipollas —dijo el Fontanero, agarrando el cinturón de Filipchenko y empujándolo hacia la escotilla del Soyuz—. Yo, Nikita el Fontanero, te voy a hacer el favor de tu vida.

Korolev observó cómo Stoiko y Grishkin sellaban la escotilla de enfrente.

—¿Dónde están Romanenko y Valentina? —preguntó Korolev, comprobando de nuevo su reloj.

—Aquí, mi coronel —dijo Valentina, su pelo rubio flotando alrededor de su cara en la escotilla de otro Soyuz—. Este ya lo hemos probado —dijo con una risita.

—Ya tendréis tiempo para eso en Tokio —aplaudió Korolev—. Habrá jets de interceptación en Vladivostok y Hanoi en pocos minutos.

El brazo desnudo y musculoso de Romanenko salió y la metió en la nave. Stoiko y Grishkin sellaron la escotilla.

El Kosmogrado sonó con un golpe hueco cuando el Fontanero, con Filipchenko inconsciente, despegó. Otro golpe y los amantes salieron también.

—Acompáñame, amigo Umansky —dijo Stoiko—. ¡Y adiós, mi coronel!

Los dos hombres se fueron por el corredor.

—Iré contigo —dijo Grishkin a Tatjana riéndose—. Después de todo eres piloto.

—No —dijo ella—. Vas solo. Debemos doblar las posibilidades. Estarás en automático. Simplemente, no toques nada del panel.

Korolev la vio ayudar a Grishkin en la esfera de atraque del último Soyuz.

—Te llevaré a bailar, Tatjana —dijo Grishkin—, en Tokio.

Ella selló la escotilla. Otra explosión y Stoiko y Umansky salieron de la esfera de atraque contigua.

—Vete ahora, Tatjana —dijo Korolev—. Date prisa. No quiero que te derriben mientras sobrevuelas aguas internacionales.

—Ahora se queda solo, coronel, solo frente a nuestros enemigos.

—Cuando te vayas, ellos también se irán —dijo él—. Y depende del escándalo que provoquéis para avergonzar al Kremlin el que yo me mantenga vivo aquí.

—¿Y qué debo decirles en Tokio, coronel? ¿Tiene algún mensaje para el mundo?

—Dígales... —y todos los clichés le vinieron a la mente, con tan completa precisión que le hizo querer reírse histéricamente. Un  
pequeño paso... vinimos en paz... trabajadores del mundo—.
Debe decirles que realmente lo necesito —dijo pellizcando su muñeca raquítica— en mis propios huesos.

Ella lo abrazó y se deslizó hacia fuera.

Esperó a solas en la esfera de atraque. El silencio le atacaba los nervios, el colapso del sistema había desactivado los sistemas de ventilación, con cuyo zumbido había vivido durante veinte años. Finalmente escuchó al Soyuz de Tatjana soltarse.

Alguien venía por el corredor. Era Yefremov, moviéndose torpemente en su traje espacial. Korolev sonrió.

Yefremov llevaba su inexpresiva máscara oficial detrás del visor Lexan, pero evitó encontrarse con los ojos de Korolev cuando pasó a su lado. Se dirigía a la sala de batería.

La sirena aullaba la llamada de alerta total de combate.

La escotilla de la sala de batería estaba abierta cuando Korolev la alcanzó. Dentro, los soldados se estaban moviendo a saltos con el inconsciente reflejo de su continuo entrenamiento, ajustándose el cinturón de los asientos de la consola sobre el pecho de sus gruesos trajes.

—¡No lo hagáis! —Korolev flotó dentro de la sala. Se agarró al duro tejido de acordeón del traje de Yefremov. Uno de los aceleradores se encendió con un petardeo en estacatto. Aparecieron dos barras verdes cruzadas en una pantalla de seguimiento con un punto rojo en el centro.

Yefremov se quitó el casco. Con calma y sin cambiar su expresión, apartó la mano de Korolev con el casco.

—Dígales que se detengan —dijo Korolev en un lamento. Las paredes temblaron cuando un rayo salió restallando con el sonido de un látigo—. ¡Tu esposa, Yefremov! ¡Está ahí fuera!

—Largo de aquí, coronel —Yefremov agarró el hombro artrítico de Korolev y apretó. Korolev gritó—. Fuera de aquí —y un puño enguantado le alcanzó en el pecho. Korolev le golpeó desesperado en el traje espacial mientras lo arrastraban fuera, al corredor—. Ni siquiera yo, coronel, me atrevería a interponerme entre el Ejército Rojo y sus órdenes —Yefremov ahora parecía enfermo. La máscara había desaparecido—. Buen golpe —dijo—, espere aquí hasta que esto termine.

Entonces el Soyuz de Tatjana chocó con el emplazamiento del láser y el anillo de barracones. Como en un daguerrotipo de medio segundo de cruda luz solar, Korolev vio la sala de la batería arrugarse y comprimirse como una lata de cerveza aplastada por una bota. Vio el torso decapitado de un soldado girando y alejándose de la consola. Vio a Yefremov tratando de hablar, su pelo erizado, pues el vacío succionaba el aire de su traje espacial hacia fuera, por la junta abierta del casco. Dos hileras paralelas de sangre salieron desde las aletas de la nariz de Korolev. Entonces oyó el rugido del aire al escapar, ahogado inmediatamente por un rugido dentro de su cabeza. Lo último que escuchó, antes de que todo sonido se desvaneciera, fue la escotilla cerrándose de golpe.

Cuando se despertó, estaba a oscuras, con una palpitante agonía tras los ojos, y se acordó de las viejas instrucciones. Corría ahora un peligro tan grande como en una fuga provocada por explosión; el nitrógeno burbujearía en la sangre y golpearía con un dolor intenso, al rojo vivo... Sus pulmones lucharían desesperadamente en el vacío. La tensión sanguínea se incrementaría. Sentiría la lengua saliéndose de la boca. Todo esto comenzó a parecerle muy lejano, realmente como una discusión académica. Giró la rueda de la escotilla llevado únicamente por un cierto extraño sentido del deber. La labor era pesada y deseó intensamente volver al museo para dormir.

Podía reparar las fugas con silicona, pero el colapso general del sistema le desbordaba. Le quedaba el jardín de Glushko. Con las verduras y las algas, no se moriría de hambre ni se quedaría sin aire. El módulo de comunicación junto con la sala de batería y el anillo de barracones habían desaparecido arrancados de la estación por el impacto del suicida Soyuz de Tatjana.

Asimiló que la colisión habría alterado la órbita del Kosmogrado, pero no tenía forma de predecir la hora final de su incandescente encuentro con la estratosfera. Durante aquellos días, había estado enfermo con frecuencia y a menudo pensó que moriría antes de la volatilización, lo cual le molestaba.

Dedicó incontables horas a mirar las cintas de la biblioteca del museo. Un trabajo adecuado para el Ultimo Hombre del Espacio, que una vez había sido el Primer Hombre en Marte.

Se obsesionó con el retrato de Gagarin, y puso una y otra vez las imágenes de televisión de los sesenta, las noticias que inexorablemente concluían con la muerte del cosmonauta. El estancado aire del Kosmogrado se poblaba con los espíritus de los mártires; Gagarin, el primer tripulante del Soyuz, los americanos asados vivos en su rechoncho Apolo...

A menudo soñaba con Tatjana, sintiendo la misma mirada en sus ojos que la que había imaginado en los retratos del museo. Y en una ocasión se despertó o soñó que se despertaba en el Soyuz donde ella había dormido, con una linterna atada a su frente, alimentada por una batería, y despertó vestido con su viejo uniforme. Desde una gran distancia, como si estuviera viendo un reportaje en el monitor del museo, se vio a sí mismo arrancarse la Estrella de la Orden de Tsiolkovsky de su pecho y graparla al certificado de piloto de ella.

Cuando oyó aquel golpeteo, pensó que tenía que ser también un sueño.

La rueda de la escotilla del museo giró y se abrió.

En la azulada y parpadeante luz, como de una película vieja, vio que la mujer era negra. Largas trenzas de pelo ensortijado flotaban como cobras alrededor de su cabeza. Llevaba anteojos, una bufanda de seda de aviador retorciéndose tras ella por la ingravidez.

—Andy —dijo en inglés—, será mejor que veas esto.

Un hombre pequeño, musculoso y casi calvo, vestido sólo con una coquilla y un tintineante cinturón de herramientas, apareció flotando detrás de ella y miró.

—¿Está vivo?

—Por supuesto que estoy vivo —dijo Korolev, en un inglés con algo de acento.

El hombre llamado Andy pasó flotando sobre su cabeza.

—¿Jack, estás bien? —su bíceps derecho estaba tatuado con un globo geodésico, despidiendo rayos hacia arriba, y llevaba la leyenda SUNSPARK 15 UTAH—. No esperábamos que hubiera nadie.

—Yo no soy nadie —dijo Korolev pestañeando.

—Hemos venido a vivir aquí —dijo la mujer, acercándose.

—Venimos de los globos. Somos ocupas, supongo que podríamos decirlo así. Oímos que este lugar estaba vacío. ¿Sabes la órbita de caída de esta cosa? —el hombre ejecutó una torpe caída en medio del aire, las herramientas tintineando en su cinturón—. Esta ingravidez es espantosa.

—Dios —dijo la mujer—. ¡No me puedo acostumbrar! Es maravilloso. Es como saltar desde el cielo, pero sin viento.

Korolev miró al hombre, que tenía el descuidado y rudo aspecto de alguien borracho de libertad desde que nació.

—Pero ni siquiera tienen una lanzadera —dijo él.

—¿Lanzadera? —dijo el hombre riendo—. Lo que vamos a hacer es subir esos motores de propulsión suplementarios por los cables del globo, sujetarlos y encenderlos.

—Eso es una locura —dijo Korolev.

—Hemos llegado hasta aquí, ¿no?

Korolev asintió. Si era un sueño, era uno muy peculiar.

—Soy el coronel Yuri Vasilevich Korolev.

—¡Marte! —la mujer aplaudió—. Espera a que los niños oigan esto.

Atrapó el pequeño modelo de vehículo lunar Lunokhod y comenzó a darle cuerda.

—Eh —dijo el hombre—, tengo trabajo. Tenemos un montón de motores de propulsión ahí fuera. Tenemos que subir esto antes de que empiece a quemarse.

Algo golpeó contra el casco. El Kosmogrado resonó con el impacto.

—Ése debe de ser el Tulsa —dijo Andy, consultando un reloj de pulsera—. Justo a tiempo.

—Pero ¿por qué? —Korolev sacudió su cabeza, profundamente confundido—. ¿Por qué han venido?

—Te lo hemos dicho. Para vivir aquí. Podemos agrandar esta cosa, quizás construir más. Dijeron que nunca podríamos vivir en los globos, pero fuimos los únicos que los hicimos funcionar. Era nuestra oportunidad para llegar aquí, por nuestra cuenta. ¿Quién podría querer vivir aquí por voluntad de un gobierno, por alguna división del ejército o por un grupo de chupatintas? Tienes que desear
una frontera,
quererla hasta en los huesos, ¿sí?

Korolev sonrió. Y él le devolvió la sonrisa.

—Agarramos esos cables de energía y nos subimos directamente. Y cuando llegas a la cima, bueno, tío, o das el gran salto, o te pudres allí —su voz se elevó— y no miras atrás, ¡no señor! Dimos ese gran salto ¡y aquí estamos!

La mujer volvió a colocar las ruedas de velcro del modelo en la pared curvada y lo soltó. Salió andando por encima de sus cabeza, zumbando alegremente.

—¿No es una monada? A los niños les va a encantar.

Korolev miró a Andy a los ojos. El Kosmogrado volvió a resonar, desplazando el pequeño modelo Lunokhod hacia un nuevo rumbo.

—Los Ángeles Este —dijo la mujer—. Ese es el de los niños —se sacó los anteojos y Korolev vio sus ojos brillando con una maravillosa locura.

—Bueno —dijo Andy, haciendo sonar su cinturón de herramientas—. ¿Te apetece enseñarnos los alrededores?

[1]
Sopa de berza oriental. (N. de los T.)

MOZART CON GAFAS DE ESPEJO

- Bruce Sterling y Lewis Shiner -

Esta desenfadada fantasía sobre un viaje en el tiempo surgió dentro del feliz espíritu de camaradería de esta corriente. Su impetuosa energía y su agresiva sátira política son claras señales de que estos escritores se cuestionan cosas como América, el Tercer Mundo, el «desarrollo» y la «explotación». Y también ofrecen ideas sobre la ciencia ficción: la energía y la diversión son sus derechos naturales de nacimiento.

La figura de Wolfgang Amadeus Mozart parece tener una especial resonancia en esta década y ha aparecido en películas, obras de Broadway, vídeos de rock, y también en la ciencia ficción. Esto representa un interesante caso de sincronicidad cultural. Algo anda suelto en los ochenta. Y todos nosotros estamos en ello.

BOOK: Mirrorshades: Una antología cyberpunk
3.23Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Stage Fright on a Summer Night by Mary Pope Osborne
Marissa Day by The Seduction of Miranda Prosper
Road Rash by Mark Huntley Parsons
Swimming to Tokyo by Brenda St John Brown
Before the Snow by Danielle Paige
Deliver Us from Evie by M. E. Kerr
Steamed 4 (Steamed #4) by Nella Tyler
Denied to all but Ghosts by Pete Heathmoor