Read Mirrorshades: Una antología cyberpunk Online

Authors: Bruce Sterling & Greg Bear & James Patrick Kelly & John Shirley & Lewis Shiner & Marc Laidlaw & Pat Cadigan & Paul di Filippo & Rudy Rucker & Tom Maddox & William Gibson & Mirrors

Tags: #Relato, Ciencia-Ficción

Mirrorshades: Una antología cyberpunk (41 page)

BOOK: Mirrorshades: Una antología cyberpunk
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—Bien —gruñó—. El último que quedaba —le quitó la mordaza a Rice. El olió el sudor, el humo y el cuero apenas curado—. ¿Eres Rice?

Rice sólo pudo asentir y abrir la boca para respirar.

Su libertador lo puso de pie y le cortó las cuerdas con una bayoneta.

—Soy Jebe Noyon. Ejército Trans-Temporal —puso en las manos de Rice un pellejo de cuero con leche agria de mula. El olor casi hizo vomitar a Rice—. Es koumiss, ¡bueno para ti! Bebe, ¡te lo dice Jebe Noyon!

Rice sorbió un poco pero le resultó tan amargo que la bilis le subió a la garganta.

—Vosotros sois los de la Carta Gris, ¿no? —dijo débilmente.

—Sí, el Ejército Carta Gris —dijo Jebe—. ¡Los guerreros más cabrones de todo tiempo y lugar! Sólo había cinco vigilantes aquí. ¡Los maté a todos! Yo, Jebe Noyon, fui general en jefe de Genghis Khan, terror de la Tierra, ¿vale, tío? —entonces miró a Rice a los ojos—. Has oído hablar de mí, ¿no?

—Perdona, Jebe, pero no.

—La tierra se volvía negra bajo las pisadas de mi caballo.

—Seguro que sí, tío.

—Montarás detrás de mí —dijo, arrastrando a Rice hacia la puerta—. Verás cómo la tierra se ennegrece bajo los neumáticos de mi Harley, ¿vale?

Desde las colinas que rodean Salzsburgo, miraron hacia abajo, al anacronismo que había enloquecido.

Los soldados de los locales con cotas de malla y polainas yacían en charcos de sangre cerca de las puertas de la refinería. Otro batallón marchaba hacia delante, en formación, con los mosquetes preparados, un puñado de hunos y mongoles situados en las puertas los masacraban con su fuego trazador naranja y miraban cómo los supervivientes se dispersaban.

Jebe Noyon reía a carcajadas.

—¡Es igual que el sitio de Cambaluc! Sólo que no hay una pila de cabezas y de orejas arrancadas; tío, ahora somos civilizados, ¿vale? Quizás luego entremos aullando, abrasándoles con el «palm», con el napalm, hijos de puta, acabemos con ellos, tío.

—No puedes hacer eso, Jebe —dijo Rice preocupado—. Los pobres cabrones no tienen la menor oportunidad. No sirve de nada exterminarlos.

Jebe se encogió de hombros.

—A veces me olvido, ¿vale? Siempre pensando en conquistar el mundo —arrancó la moto y lanzó una mirada de odio. Rice se agarró al hediondo chaleco antibalas del mongol mientras iban a toda velocidad colina abajo. Jebe descargó su resentimiento con el enemigo, cruzando las calles a toda velocidad, atropellando deliberadamente a un grupo de granaderos de Brunswick. Sólo la fuerza del miedo salvó a Rice de caerse mientras las piernas y los torsos eran golpeados y aplastados bajo los neumáticos.

Jebe se detuvo derrapando dentro de las puertas del complejo. Una ruidosa horda de mongoles con cartucheras y uniformes militares los rodeó al instante. Rice, con los riñones doloridos, salió a empellones.

La radiación ionizante oscurecía el cielo del atardecer alrededor del Castillo Hohensalzsburg. Estaban enfocando sobre el Portal con el máximo de energía, enviando coches llenos de cartas grises y mandando de vuelta los mismos coches, cargados hasta el techo de joyas y cuadros.

Sobre el tableteo de los disparos, Rice pudo oír el lamento de los VTOL llevando a los evacuados de EE.UU. y África. Centuriones romanos, protegidos con armaduras antibalas y portando lanzagranadas, conducían al personal de Tiempo Real por los túneles que llevaban al Portal.

Mozart se hallaba entre la multitud, saludando entusiasta a Rice.

—¡Nos vamos, tío! ¡Fantástico!, ¿eh? ¡De vuelta al Tiempo Real!

Rice miró las torres de bombeo repletas de petróleo, los refrigeradores y las unidades de precipitación catalítica.

—Es una maldita vergüenza —dijo—. Todo este trabajo a la basura.

—Estamos perdiendo demasiada gente, tío. Hay millones de siglos XVIII.

Los guardias que contenían a la multitud del exterior, de pronto saltaron a un lado, mientras el deslizador de Rice entraba a toda velocidad por las puertas. Una docena de masones fanáticos todavía se agarraba de las portezuelas y golpeaba en el parabrisas. Los mongoles de Jebe agarraron a los intrusos y los degollaron, mientras que un lanzallamas romano vomitaba fuego desde la entrada.

María Antonieta salió del deslizador. Jebe la agarró pero su manga se le quedó en la mano. Vio a Mozart y corrió hacia él, con Jebe a unos pocos pasos por detrás.

—¡Tú, Wolfie, cabrón! ¡Qué pasa con tus promesas, tú
merde,
cabronazo!

Mozart se quitó las gafas de espejo. Se volvió hacia Rice.

—¿Quién es esta mujer?

—¡La carta verde, Wolfie! ¡Dijiste que si vendía a Rice a los masones, me conseguirías la carta! —ella se paró a tomar aliento y Jebe la cogió por un brazo. Mientras se giraba hacia él, le atizó en la mandíbula, y ella se desplomó en el asfalto.

El mongol fijó sus inexpresivos ojos en Mozart.

—¿Eras tú, eh? ¿Tú, el traidor? —con la velocidad de una cobra atacando, sacó su metralleta y clavó la boca del cañón en la nariz de Mozart—. Pongo mi máquina a tocar rock y no queda nada, excepto tus orejas.

En ese momento, se oyó un único disparo que produjo un eco al otro lado del patio. La cabeza de Jebe cayó hacia atrás y él se derrumbó como un saco.

Rice se apartó a la derecha. Parker, el pinchadiscos, se encontraba a la entrada del barracón de herramientas. Tenía una PPK.

—Tranquilo, Rice —dijo Parker, caminando hacia él—. Era sólo un esbirro; prescindible.

—¡Lo has
matado!

—¿Y qué? —dijo Parker pasando un brazo por los frágiles hombros de Mozart—. ¡Este es mi chico! Transmití por la línea un par de sus nuevas canciones hace un mes. ¿Y sabes qué? ¡El chico ha llegado al número cinco de los cuarenta principales! ¡El cinco! —Parker metió la pistola por su cinturón—. ¡Sólo necesité una bala!

—¿Le has dado una carta verde, Parker?

—No —dijo Mozart—. Fue Sutherland.

—¿Qué le hiciste?

—¡Nada! ¡Te lo juro, tío! Bueno, tal vez hice un poco de teatro, justo lo que ella quería ver. Yo era hombre acabado, me habían robado mi música, esto es, ¿incluso su verdadera alma? —Mozart puso los ojos en blanco—. Ella me dio la carta verde, pero esto no le bastó. No pudo sobreponerse a su sentido de culpa. Y el resto ya lo sabes.

—Y cuando la pillaron, tuviste miedo de que no nos largásemos a tiempo. ¡Así que decidiste abandonarme en el follón! Tú fuiste a por Antoñita para entregarme a los masones. ¡Eso es lo que

hiciste!

Cuando escuchó su nombre, Antoñita gimió suavemente desde el asfalto. Rice no se preocupó por los rasguños, por el barro, ni por los cortes en sus ajustados vaqueros de leopardo. Aún era la criatura más adorable que nunca hubiera visto.

Mozart se encogió de hombros.

—Una vez fui un masón libre. Mira, tío, no se enrollan nada Quiero decir, lo único que hice fue dejar caer cuatro ideas y fíjate lo que han hecho —dijo señalando vagamente hacia la carnicería a su alrededor—. Sabía que de alguna manera te librarías.

—¡No puedes usar a la gente así como así!

—¡Tonterías, Rice! ¡Tú lo haces todo el rato! ¡
Necesitaba
el cerco para que Tiempo Real nos transportase! Por amor de Dios, no puedo esperar quince años en la cola. ¡La historia dice que estaré muerto en quince años! ¡No quiero morir en este vertedero! ¡Quiero ese coche y ese estudio de grabación!

—¡Olvídalo, colega! —dijo Rice—. Cuando oigan en Tiempo Real que la fastidiaste aquí...

Parker se rió.

—Corta, Rice. Estamos hablando de los cuarenta principales, no de una refinería de tres al cuarto —le cogió el brazo a Mozart protectoramente—. Escucha, Wolfie, chaval, vamos a meternos por esos túneles. Tendrás que firmar algunos papeles en cuanto lleguemos al futuro.

El sol se había ocultado, pero el cañón de carga desintegradora iluminaba la noche, soltando disparos sobre la ciudad. Por un momento Rice se quedó perplejo mientras las balas de los cañones enemigos rebotaban inofensivas contra los depósitos. Luego, finalmente, sacudió la cabeza. El tiempo de Salzsburgo había pasado.

Cargando a Antoñita en sus hombros, corrió hacia la seguridad de los túneles.

[1]
Referencia al permiso de trabajo necesario en Estados Unidos, que resulta especialmente complicado conseguir. Luego los autores juegan con la idea, de ahí su «carta gris». (N. de los T.)

[2]
Fiesta de carnaval que se celebra en Nueva Orleans y que es famosa por su desenfreno. N. de los T.)

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