Una penosa experiencia nos enseña que el pensamiento racional no basta para resolver las cuestiones de nuestra vida social. La investigación y el trabajo científico serio han tenido a menudo trágicas proyecciones sobre la humanidad. Han producido, por una parte, los inventos que liberaron al hombre de un trabajo físico agotador y tornaron la vida más rica y fácil, mientras que, por otra parte, introducían una grave inquietud en la existencia, pues el hombre se convertía en esclavo de su ámbito tecnológico —y más catastrófico todavía— creaba los medios para su destrucción masiva. Sin duda nos hallamos frente a una tragedia de terrible alcance.
Por muy afligente que resulte este hecho es más trágico aún considerar que mientras la humanidad ha producido muchos investigadores de genio en el campo de la ciencia y la tecnología, sin embargo no hemos sido capaces de hallar soluciones adecuadas para los innumerables conflictos políticos y tensiones económicas que nos abruman. Por cierto el antagonismo de intereses económicos dentro y entre las naciones es en gran medida responsable de la situación peligrosa y amenazante que vive el mundo de nuestros días. El hombre no ha conseguido desarrollar formas de organización política y económica que garanticen la coexistencia pacífica de las naciones del mundo. No ha logrado edificar un sistema que elimine la posibilidad de la guerra y que rechace para siempre los criminales instrumentos de destrucción masiva.
Sumergidos como estamos en el trágico destino que nos ha llevado a colaborar en la elaboración de métodos de aniquilación más horribles y más eficaces cada vez, los científicos debemos considerar que nuestra solemne y esencial obligación es hacer cuanto esté a nuestro alcance para impedir que esas armas sean utilizadas con la brutal finalidad para la que fueron inventadas. ¿Qué otra cosa podría ser más importante para nosotros? ¿Qué otro propósito social podría sernos más deseable? Debido a estas circunstancias este Congreso tiene ante sí una misión vital. Estamos aquí para brindarnos mutuos consejos.
Hay que construir puentes espirituales y científicos que sirvan de enlace entre las naciones del mundo. Debemos superar los tremendos obstáculos de las fronteras nacionales.
Dentro de las instituciones menores de la vida comunitaria el hombre ha realizado algunos progresos en el intento de terminar con las soberanías antisociales. Esto es cierto en cuanto a la vida dentro de las ciudades, y en determinada manera, también de la sociedad dentro de los estados individuales. En esas comunidades la tradición y la educación han tenido una influencia moderadora y han contribuido al surgimiento de relaciones de tolerancia entre los pueblos que viven dentro de esos confines. Sin embargo en las relaciones entre estados independientes todavía se impone la anarquía. No creo que durante los últimos mil años hayamos logrado algún progreso verdadero en ese terreno.
Los conflictos entre las naciones aún se resuelven, con mucha frecuencia, mediante el poder brutal, a través de la guerra. El deseo incontrolado de un poderío siempre mayor se ha convertido en un elemento activo y agresivo cada vez que se ha presentado la posibilidad de que sea así.
Durante el transcurso de los siglos este estado de anarquía en los problemas internacionales ha ocasionado sufrimientos y destrozos indescriptibles; siempre se ha impedido el desarrollo del hombre, de su espíritu y de su bienestar. En ocasiones se ha llegado casi al aniquilamiento de países enteros.
Por otra parte, las naciones alimentan el designio de estar siempre preparadas para la guerra y esto añade nuevas repercusiones sobre la vida de los hombres. El poder de cada Estado sobre sus ciudadanos ha crecido sin pausa en los últimos siglos, tanto en los países en los que el poder estatal se ejerce con sensatez como en los que se utiliza para una tiranización brutal de la ciudadanía. La función estatal de mantener relaciones pacíficas y ordenadas entre los ciudadanos se ha convertido en un proceso cada vez más completo a causa de la concentración y centralización del moderno aparato industrial. A fin de proteger a sus ciudadanos de ataques externos, el Estado moderno necesita ejércitos cada vez más poderosos. Además, el Estado estima imprescindible educar a sus ciudadanos para la posibilidad de una guerra: una «educación» que no sólo corrompe el alma y el espíritu de los jóvenes, sino que también afecta la mentalidad de los adultos. Ningún país puede evitar esta corrupción que infecta a la ciudadanía hasta en países en los que no se profesan abiertas tendencias agresivas. Así el Estado se ha convertido en un ídolo moderno a cuyo poder de sugestión sólo pueden escapar algunos pocos hombres.
La educación para la guerra es un engaño, en efecto. El desarrollo tecnológico de los últimos años ha creado una situación militar por completo nueva. Se han inventado terribles armas, capaces de destruir en pocos segundos importantes masas de seres humanos y enormes áreas de territorio. Puesto que la ciencia no ha hallado todavía una protección adecuada, el Estado moderno ya no está en condiciones de brindar la seguridad necesaria a sus ciudadanos.
¿Cómo nos salvaremos, pues?
La humanidad sólo estará protegida del riesgo de una destrucción inimaginable y de una desenfrenada aniquilación si un organismo supranacional tiene el poder de producir y poseer esas armas. No puede pensarse, empero, que en los momentos actuales las naciones otorgarían dicho poder a un organismo supranacional, a menos que éste tuviera el derecho legal y el deber de resolver todos los conflictos que en el pasado han dado origen a la guerra. Las funciones de los estados individuales quedarán limitadas a sus problemas internos, en sus relaciones con los estados restantes sólo se ocuparán de proyectos y cuestiones que de ningún modo puedan conducir a provocar situaciones de peligro para la seguridad internacional.
Por desgracia no hay indicios de que los gobiernos hayan llegado a comprender que en las condiciones en que se encuentra la humanidad urge que se adopten las medidas revolucionarias ante tan apremiante necesidad. Nuestra situación no se puede comparar con ninguna otra del pasado. Por tanto resulta imposible aplicar métodos y medidas que en otro tiempo hubieran sido eficaces. Debemos revolucionar nuestro pensamiento, nuestras acciones y hemos de tener el valor de revolucionar las relaciones entre los países del mundo. Las soluciones de ayer carecen hoy de vigencia, y sin duda estarán fuera de lugar mañana.
Llevar esta convicción a todos los hombres del mundo es lo más importante y significativo que los intelectuales hayan tenido jamás que afrontar. ¿Tendrán el coraje indispensable para superar, hasta donde sea preciso, los resabios nacionalistas con el fin de inducir a los pueblos del mundo a cambiar sus arraigadas tradiciones de la manera más radical posible?
Es necesario realizar un supremo esfuerzo. Si ahora fracasamos la organización supranacional será erigida más adelante, pero entonces se levantará sobre las ruinas de una gran parte del mundo hoy existente.
Conservamos la esperanza de que la abolición de la actual anarquía internacional no deba pagarse con una catástrofe general, cuyas dimensiones quizá nadie pueda imaginar. El tiempo es inexorablemente breve.
Si deseamos hacer algo debe ser ahora.
(1948)
¿
Es aconsejable que una persona inexperta en temas económicos y sociales exprese sus puntos de vista acerca del socialismo? Por muchas razones creo que sí.
Para empezar, consideremos el problema desde el punto de vista del conocimiento científico. Parecería que no existieran diferencias metodológicas esenciales entre la astronomía y la economía: en ambos campos los científicos tratan de descubrir leyes de validez general por las que sea posible comprender las conexiones que existen dentro de un determinado grupo de fenómenos. Pero en realidad existen dichas diferencias. En el ámbito de la economía el descubrimiento de unas leyes generales está dificultado por el hecho de que los fenómenos se hallan con frecuencia bajo la influencia de variados factores que resulta complejo evaluar por separado. Por otra parte, la experiencia acumulada desde el comienzo del llamado período civilizado de la historia humana se ha visto impulsada y limitada —según se sabe— por causas que no pueden definirse como exclusivamente económicas en su naturaleza. Por ejemplo: la mayoría de los estados más importantes de la historia debieron su existencia a un proceso de conquista. Los pueblos conquistadores se constituyeron a sí mismos, de manera legal y económica, como una clase privilegiada dentro del país conquistado. Se apropiaron del monopolio de las tierras y establecieron un clero salido de sus filas. Los sacerdotes, dueños del control de la educación, lograron que la división de clases sociales se convirtiera en una institución permanente y crearon un sistema de valores que en adelante delimitó la conducta social del pueblo de modo casi inconsciente.
Pero la tradición histórica, data por cierto de ayer; en ningún momento hemos superado en verdad lo que Thorstein Veblen llama a la «fase depredadora» del desarrollo humano. Los hechos económicos observados pertenecen a esa fase y las leyes que podamos deducir de ellos son inaplicables a otras fases. Puesto que el verdadero objetivo del socialismo es, en efecto, superar y avanzar más allá de la fase depredadora del desarrollo humano, la ciencia de la economía, en su estado actual, poco puede decir sobre la sociedad socialista del futuro.
En segundo término el socialismo se encamina hacia un fin social y ético. La ciencia, por su parte, no puede crear fines y menos aún inculcarlos en los seres humanos. En última instancia la ciencia aporta los medios por los cuales se puede acceder a ciertos fines. Mas los fines en sí mismos son concebidos por personalidades poseedoras de ideales éticos superiores y —como estos fines no son endebles sino vitales— son adoptados y servidos por la masa de seres humanos que de modo semiinconsciente determinan la lenta evolución de la sociedad.
Debido a estas razones tendremos que guardarnos muy bien de conceder excesiva validez a la ciencia y a los métodos científicos cuando están en juego problemas humanos. Y no se ha de suponer que los expertos son los únicos que tienen derecho a expresar sus criterios sobre cuestiones que afectan a la organización de la comunidad.
No son pocas las voces que desde hace algún tiempo se levantan para expresar que la sociedad atraviesa una crisis, que su estabilidad está muy quebrantada. Una característica de esta situación es que los individuos se sienten indiferentes y aun hostiles ante el grupo al que pertenecen, por pequeño o grande que sea. Para ilustrar este concepto quiero recordar una experiencia personal. Hace algún tiempo discutía yo con un hombre inteligente y bien dispuesto sobre la amenaza de una nueva guerra, que en mi opinión pondría en serio peligro la existencia de la humanidad. Al respecto señalé que sólo una organización supranacional podría ofrecer una protección adecuada ante el peligro. Luego de escucharme, mi visitante, con toda calma y frialdad me dijo: «¿Por qué se opone usted con tanto empeño a la desaparición de la humanidad?» Tengo la certeza de que hace un siglo nadie hubiera formulado con tal ligereza una pregunta así. En ella va implícito el juicio de un hombre que ha luchado en vano para lograr un equilibrio dentro de sí mismo y, sin duda, casi que ha perdido toda esperanza de alcanzarlo.
Se trata de la expresión del duro aislamiento y soledad que acosan a mucha gente en estos tiempos. ¿Cuál es la causa? ¿Hay alguna vía de escape?
Es fácil plantear estas preguntas, pero muy difícil responderlas con alguna exactitud. Sin embargo, en la medida de mis posibilidades debo tratar de hacerlo, si bien soy consciente de que nuestros sentimientos y nuestra lucha son a menudo contradictorios y oscuros y que los mismos no pueden ser expresados mediante fórmulas sencillas y admisibles.
Al mismo tiempo, el hombre es una criatura solitaria y social.
Como ser solitario trata de proteger su propia existencia y la de aquellos que están muy cercanos a él; intenta satisfacer sus deseos personales y desarrollar sus habilidades innatas. Como ser social busca el reconocimiento y el afecto de sus congéneres, quiere compartir sus placeres, confortar a los demás en sus penurias y mejorar las condiciones de vida de los otros. Sólo la presencia de estos esfuerzos diversos, y a menudo contradictorios, da cuenta del carácter especial de un hombre, y la forma concreta de esos intentos determina el punto hasta el cual un individuo puede obtener su equilibrio interior y la medida en que será capaz de contribuir al bienestar de la comunidad. Es posible que la fuerza relativa de esos dos impulsos esté, en lo primordial, fijada por la herencia. Pero la personalidad que, en síntesis, ha de imponerse está formada, en su mayor parte, por el contorno en el que el hombre se ha encontrado en el momento de su desarrollo, por las estructuras de la sociedad en la que se desenvuelve, por las tradiciones de esa sociedad y por la valoración de tipos particulares de conducta. Para el ser humano individual, el concepto abstracto de «sociedad» significa la suma total de sus relaciones directas e indirectas con sus contemporáneos y con los integrantes de las generaciones anteriores. El individuo se halla en condiciones de pensar, sentir, luchar y trabajar por sí mismo; sin embargo, en su existencia física, intelectual y emocional depende tanto de la sociedad que resulta imposible pensar en él o comprenderlo fuera del marco de aquélla. La «sociedad» proporciona al hombre su comida, su vestido, un hogar, las herramientas de trabajo, el lenguaje, las formas de pensamiento y la mayor parte de los contenidos del pensamiento; la vida del hombre se realiza a través del trabajo y de los progresos de muchos millones de personas del pasado y del presente, ocultas tras la simple palabra «sociedad».
Entonces resulta claro que la dependencia del individuo frente a la sociedad es un hecho de la naturaleza que no puede ser aniquilado tal como en el caso de las hormigas y las abejas. Pero en tanto que todo el proceso vital de las hormigas y de las abejas se halla determinado hasta en sus menores detalles por rígidos instintos hereditarios, la estructura social y las interrelaciones de los seres humanos son muy variables y expuestas al cambio. La memoria, la capacidad de efectuar nuevas combinaciones, el poder de la comunicación oral han abierto entre los hombres, la posibilidad de ciertos desarrollos que no están dictados por las necesidades biológicas. Estos procesos se manifiestan a través de las tradiciones, las instituciones y las organizaciones, en la literatura, en la ciencia y en los éxitos de la ingeniería, en las obras de arte. Así se explica que, en cierto sentido, el hombre sea capaz de influir en su vida mediante su propia conducta y que desempeñen un papel importante en este desarrollo el pensamiento y el deseo conscientes.