Asimismo, se ha producido otro fenómeno en los dos primeros años de la guerra atómica. La gente, después de enterarse de la horrible naturaleza de estas armas, no ha hecho nada al respecto y, en general, han borrado toda inquietud de sus mentes. Un peligro difícil de evitar es mejor olvidarlo, así como un peligro frente al cual se han tomado todas las precauciones posibles también queda olvidado. Si los Estados Unidos hubieran dispersado sus industrias y descentralizado sus ciudades, sería razonable que el pueblo desdeñara el peligro que lo amenaza.
Como paréntesis debo decir que apruebo que este país no haya adoptado esas precauciones, porque ello hubiera implicado convertir la guerra atómica en una circunstancia más cercana todavía: todo el mundo quedaría convencido de que estamos resignados a sobrellevarla y preparados para enfrentarla. Empero, no se ha realizado nada para disipar el peligro bélico y sí se ha trabajado firmemente para que la guerra atómica sea algo horrible. Es decir, no hay excusas que permitan ignorar la amenaza.
Sostengo que no se ha realizado nada para disminuir el riesgo de guerra desde el momento en que se fabricó la bomba atómica, a pesar de una propuesta, presentada por los Estados Unidos ante las Naciones Unidas para que se establezca un control supranacional de la energía atómica. Esta nación ha presentado sólo un proyecto, fundado en condiciones que la Unión Soviética está ahora determinada a no aceptar.
De este modo se torna factible culpar a los rusos del fracaso.
Sin embargo, al acusar a los rusos los americanos no deberían ignorar que no han renunciado voluntariamente al uso de la bomba como arma corriente durante el tiempo previo a la constitución de un control supranacional o si tal control no se establece. Frente a esta actitud las demás naciones abrigan el temor de que los americanos consideren que la bomba es parte legítima de su arsenal, hasta tanto los restantes países hayan aceptado sus condiciones para constituir un control supranacional.
Los americanos aparentan estar convencidos de su firme decisión de no iniciar una guerra agresiva o preventiva. Y pueden creer, también, que una declaración pública de que no volverán a ser los primeros en utilizar la bomba atómica es innecesaria. Empero, este país ha sido solemnemente invitado a renunciar al empleo de la bomba, esto es, a declararla ilegal, y se ha negado a hacerlo a menos que se acepte su propuesta para establecer un control supranacional.
Me parece que esta política es equivocada. Considero que al no renunciar al uso de la bomba se obtiene cierta ventaja militar, porque de este modo otros países se abstendrán de iniciar una guerra en la que podría utilizarse armamento nuclear. Mas lo que se gana en un sentido se pierde en otro: un entendimiento para el control supranacional de la energía atómica es hoy más lejano que antes. No se advierte aquí una desventaja táctica, mientras sólo los Estados Unidos tengan la posibilidad de emplear la bomba. Sin embargo, en el instante en que otro país esté en condiciones de fabricarla, los Estados Unidos perderán mucho debido a la ausencia de un pacto internacional, pues sus industrias están concentradas y resultan vulnerables y su vida urbana se halla altamente desarrollada.
Al negarse a declararla ilegal en circunstancias en que monopoliza la bomba, esta nación pierde algo más: no se adhiere de manera pública a los principios éticos sobre la guerra, aceptados ya antes del último conflicto bélico. No hay que olvidar que la bomba atómica se fabricó en este país como medida preventiva. El propósito era impedir que los alemanes la utilizasen si la descubrían. El bombardeo de centros civiles lo iniciaron los alemanes y lo adoptaron los japoneses. Los aliados respondieron de igual modo, pero con mucha mayor eficacia, según se ha visto, y podían sentirse moralmente justificados al hacerlo.
En cambio ahora, sin ninguna provocación ni el justificativo de la represalia, la negativa a declarar ilegal el empleo de la bomba, a menos que se trate de una respuesta a un ataque previo, convierte su posesión en un objetivo político. Es difícil disculpar esta actitud.
No me opongo a que los Estados Unidos fabriquen y almacenen bombas, pues creo que esto debe hacerse, para que otras naciones no intenten un ataque atómico si llegan a poseer la bomba. Sin embargo, el único fin del almacenamiento de bombas será impedir ese posible ataque. También las Naciones Unidas deberían tener su bomba, así como poseen un ejército y armamento propio. Y en este caso la bomba serviría para impedir que un agresor o alguna nación rebelde intentase un ataque atómico. Ni las Naciones Unidas ni los Estados Unidos ni ninguna otra nación deberían emplear la bomba atómica por iniciativa personal. Tener como reserva cierta cantidad de bombas atómicas, sin que se exprese la promesa formal de no ser los primeros en emplearla, significa explotar la posesión de la bomba con propósitos políticos.
Puede ser que los Estados Unidos alienten la esperanza de amedrentar a la Unión Soviética para que este país acepte el control supranacional de la energía atómica. Pero el temor acrecienta los antagonismos y aumenta las posibilidades de una guerra. Opino que esta política implica desconocer las verdaderas normas de convivencia, ya que no favorece el establecimiento de un control supranacional de la energía atómica.
Salimos de una guerra en la que hemos aceptado la degradante falta de principios éticos del enemigo. Y en vez de sentirnos liberados de esas bajezas, en vez de considerarnos en condiciones de restaurar la inviolabilidad de la vida humana y la seguridad de los no combatientes, hemos hecho nuestra esta carencia de ética practicada por el enemigo durante el último conflicto. Así hemos emprendido el camino hacia otra confrontación bélica por iniciativa propia.
Quizá el público no sepa que en una nueva guerra existirían grandes cantidades de bombas atómicas. El peligro amenazante se podría medir según los daños ocasionados por las tres bombas que estallaron antes del fin de la última guerra.
Es casi seguro, asimismo, que la gente no advierta que en relación con los daños ocasionados, las bombas atómicas ya se han convertido en la forma de destrucción más económica utilizable en una ofensiva.
En una guerra próxima las bombas serán muchas, y en comparación, de bajo costo. Resultará difícil evitar una guerra atómica si no existe la decisión de utilizar esta energía y si dicha decisión no es mucho más fuerte que la que hoy se comprueba entre los dirigentes americanos civiles y militares y entre la población misma. Los americanos deben reconocer que no constituyen la mayor potencia del mundo por tener la bomba en su poder, sino que, en verdad, son débiles en razón de su vulnerabilidad ante un ataque atómico. De lo contrario no estarán en condiciones de presentarse en Lake Success o en sus relaciones con Rusia con una predisposición que llegue a un entendimiento.
No pretendo, empero, que la única causa de la falta de acuerdo con la Unión Soviética acerca del control atómico resida en que los americanos no hayan declarado ilegal el empleo de la bomba. Los rusos han expresado sin ambages que harán todo lo que esté a su alcance para evitar la instauración de un régimen supranacional. No sólo rechazan esta idea en el campo de la energía atómica, sino que la desechan de plano, como principio y desdeñan por anticipado cualquier sugerencia que pueda conducir a un gobierno del mundo.
El señor Gromyko ha dicho, con razón, que la esencia de la propuesta atómica americana es el concepto de que la soberanía nacional no es compatible con la era atómica. Ha declarado, además, que la Unión Soviética no puede aceptar tal tesis. Las razones que invoca son oscuras, pues es evidente que no son más que pretextos. Mas lo que es verdad, según parece, es que los dirigentes soviéticos consideran que no pueden preservar la estructura social del estado soviético dentro de un régimen supranacional. El gobierno ruso está dispuesto a mantener su presente organización social y sus conductores, dueños de un gran poderío merced a la naturaleza misma de ese ordenamiento no ahorrarán esfuerzo para evitar que se instaure un régimen supranacional que pueda controlar la energía atómica o cualquier otra producción.
Quizá los rusos tengan razón en parte, en cuanto a la dificultad de mantener su estructura social presente dentro un régimen supranacional, si bien en su momento tal vez se vean constreñidos a reconocer que su pérdida es menos importante que permanecer aislados del mundo de la legalidad. Por ahora parece que se hallan sumergidos en sus temores y hay que admitir que los Estados Unidos han contribuido en demasía a acrecentarlos, no sólo respecto a la energía atómica sino también en muchos otros aspectos. En verdad, EE. UU. ha llevado ante los rusos una política sustentada en la convicción de que el miedo es la mejor de las armas diplomáticas.
Los rusos rechazan la formación de un sistema internacional de seguridad, aunque ello no es causa para que el resto del orbe no se preocupe por crearlo. Hemos visto que los rusos se aprestan a resistir con todas sus fuerzas frente a hechos que no quieren que se produzcan, pero también es cierto que si tales hechos se producen, sean flexibles y acomodaticios. Así tanto los Estados Unidos como las demás potencias no han de tolerar que los rusos opongan su veto al intento de erigir un sistema supranacional de seguridad, resulta lógico suponer que en cuanto comprendan que no están en condiciones de impedir que se establezca dicho régimen los rusos se unan a él.
Hasta ahora los Estados Unidos no han mostrado interés por garantizar la seguridad de la Unión Soviética. Se han limitado a su propia seguridad, lo que es natural en confrontaciones por el poder entre estados soberanos. Sin embargo, es difícil anticipar el efecto que tendría sobre los temores de los rusos una presión ejercida por el pueblo americano para lograr que sus dirigentes decidieran corregir la actual anarquía en las relaciones internacionales. En un mundo en que se impusiera el respeto por la ley, la seguridad rusa igualaría a la nuestra y si el pueblo americano luchara con empeño por esa causa —factible dentro de una organización democrática— quizá podría producirse un milagro en la actitud rusa.
En el instante presente los rusos no poseen prueba alguna que les demuestre que el pueblo americano no apoya de buen grado una política militarista, política que para los soviéticos es testimonio de que se busca intimidarlos de manera deliberada. Si se les ofrecieran pruebas de que los americanos desean defender con pasión la paz por el único medio posible, esto es, la instauración de un orden legal y supranacional, los rusos tal vez cambiaran sus cálculos sobre el peligro que representa, para la seguridad de la Unión Soviética, la actitud americana corriente. En tanto no se presente a Rusia una oferta auténtica y convincente, respaldada por un pueblo americano solidario, nadie podrá saber la respuesta de aquel país.
Quizá la primera respuesta fuera rechazar el orden legal. Empero, si a partir de entonces los rusos comenzaran a comprobar que un mundo en el que impera la ley se instaura aun sin ellos y que de ese modo la seguridad de su propio mundo aumenta, sus ideas tendrían que cambiar por necesidad.
Pienso que debemos invitar a la Unión Soviética a que se una a un gobierno mundial que tenga poder para garantizar la seguridad, y en el caso de que esa nación no se avenga a compartir dicho proyecto, deberemos establecer un sistema de seguridad sin ella. Advierto por supuesto grandes peligros en esta decisión. Al adoptarla habría que encontrar una forma según la cual se aclarase muy bien que el nuevo régimen no es una suma de poderes en contra de Rusia. Ha de ser una organización que por su estructura interna reduzca al mínimo los riesgos de guerra. Poseerá un espectro de intereses mucho más amplio que el de cualquiera de los estados miembros, de manera que no se incline a iniciar una guerra agresiva o preventiva. Deberá ser una potencia mucho más fuerte que cada uno de los países miembros y su extensión geográfica máxima a fin de que resulte difícil su derrota militar. Este organismo se orientará a la seguridad supranacional y rechazará el concepto de supremacía nacional, que resulta tan poderoso como factor de guerra.
Si se estableciera un régimen supranacional sin la presencia de Rusia, su eficacia en favor de la paz dependería de la habilidad y sinceridad con que se realizara esta tarea. Sería necesario subrayar de manera insistente el deseo de que Rusia formara parte de ese organismo.
Tanto para Rusia como para todos los países agrupados en dicha institución, habría que declarar que no se incurriría en falta por no adherirse al gobierno mundial. Si los soviéticos no se adhirieran al proyecto desde el comienzo deberían tener la certeza de ser bienvenidos cuando resolviesen ingresar en él. Debería quedar claro que la organización se constituye con el propósito de lograr la aceptación de las rusos.
Sin duda estas son ideas abstractas y no es fácil determinar el camino concreto que un gobierno parcial del mundo habría de seguir para que los soviéticos lo aceptasen. Sin embargo, considero que existen dos condiciones fundamentales: la nueva organización no poseerá secretos militares y a los rusos se les concederá libertad para enviar observadores a cada una de las sesiones de la organización, en las que se presenten, discutan y adopten las nuevas leyes y se decidan las adecuadas vías de acción. De este modo se destruirá la gran fábrica de secretos en que se entretejen la mayor parte de las sospechas del mundo.
Toda persona de mentalidad belicista se desconcertará ante la sugerencia de un régimen carente de secretos militares. A esos individuos se les ha enseñado a creer que los secretos así divulgados podrían impulsar a una nación prepotente a tratar de conquistar la Tierra. (Respecto del llamado secreto de la bomba atómica considero que los rusos serán sus dueños dentro de poco y gracias a su propio esfuerzo). Admito que no mantener secretos militares entraña un riesgo. Si un número suficiente de naciones reuniera su esfuerzo se lograría asumir ese riesgo, porque la seguridad de cada país se vería por completo acrecentada.
Y esto se podría realizar con toda confianza si desaparecieran los temores, las sospechas y los recelos. Las tensiones derivadas de la creciente posibilidad de la guerra en un mundo fundado en la soberanía serían reemplazadas por el sosiego y la paz. A su turno ello provocaría una mayor flexibilidad del pueblo ruso y sus dirigentes hacia el Oeste.
Según mi opinión la pertenencia a un sistema supranacional de seguridad no debería basarse en ningún principio democrático arbitrario. El requisito esencial residiría en que los representantes fuesen elegidos por el pueblo en cada uno de los países miembros, mediante una votación secreta. Los candidatos tendrían que ser representantes del pueblo y no del gobierno, y así quedaría en primer plano la naturaleza pacifica de la organización.