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Authors: Hans Christian Andersen

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Mis cuentos preferidos de Hans Christian Andersen (17 page)

BOOK: Mis cuentos preferidos de Hans Christian Andersen
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Y el Hijo de Dios, que resplandece sobre las tumbas de los cristianos, proyecta también su gloria sobre la de aquella doncella judía —que reposa fuera del sagrado recinto; y los cánticos religiosos que resuenan en el camposanto cristiano lo hacen también sobre su tumba, a la que también llegó la revelación: «¡Hay una resurrección, en Cristo!», en Él, el Señor, que dijo a sus discípulos: «Juan os ha bautizado con agua, pero yo os bautizaré en el nombre del Espíritu Santo».

Juan el bobo

(Klods-Hans)

A
llá en el campo, en una vieja mansión señorial, vivía un anciano propietario que tenía dos hijos, tan listos, que con la mitad hubiera bastado. Los dos se metieron en la cabeza pedir la mano de la hija del Rey. Estaban en su derecho, pues la princesa había mandado pregonar que tomaría por marido a quien fuese capaz de entretenerla con mayor gracia e ingenio.

Los dos hermanos estuvieron preparándose por espacio de ocho días; éste era el plazo máximo que se les concedía, más que suficiente, empero, ya que eran muy instruidos, y esto es una gran ayuda. Uno se sabía de memoria toda la enciclopedia latina, y además la colección de tres años enteros del periódico local, tanto del derecho como del revés. El otro conocía todas las leyes gremiales párrafo por párrafo, y todo lo que debe saber el presidente de un gremio. De este modo, pensaba, podría hablar de asuntos del Estado y de temas eruditos. Además, sabía bordar tirantes, pues era fino y ágil de dedos.

—Me llevaré la princesa —afirmaban los dos; por eso su padre dio a cada uno un hermoso caballo; el que se sabía de memoria la enciclopedia y el periódico, recibió uno negro como azabache, y el otro, el ilustrado en cuestiones gremiales y diestro en la confección de tirantes, uno blanco como la leche. Además, se untaron los ángulos de los labios con aceite de hígado de bacalao, para darles mayor agilidad. Todos los criados salieron al patio para verlos montar a caballo, y entonces compareció también el tercero de los hermanos, pues eran tres, sólo que el otro no contaba, pues no se podía comparar en ciencia con los dos mayores, y, así, todo el mundo lo llamaba el bobo.

—¿Adónde vais con el traje de los domingos? —preguntó.

—A palacio, a conquistar a la hija del Rey con nuestros discursos. ¿No oíste al pregonero? —y le contaron lo que ocurría.

—¡Demonios! Pues no voy a perder la ocasión —exclamó el bobo—. Y los hermanos se rieron de él y partieron al galope. —¡Dadme un caballo, padre!— dijo Juan el bobo —. Me gustaría casarme. Si la princesa me acepta, me tendrá, y si no me acepta, ya veré de tenerla yo a ella.

—¡Qué sandeces estás diciendo! —intervino el padre.—. No te daré ningún caballo. ¡Si no sabes hablar! Tus hermanos es distinto, ellos pueden presentarse en todas partes.

—Si no me dais un caballo —replicó el bobo— montaré el macho cabrío; es mío y puede llevarme. —Se subió a horcajadas sobre el animal, y, dándole con el talón en los ijares, emprendió el trote por la carretera. ¡Vaya trote!

—¡Atención, que vengo yo! —gritaba el bobo; y se puso a cantar con tanta fuerza, que su voz resonaba a gran distancia.

Los hermanos, en cambio, avanzaban en silencio, sin decir palabra; aprovechaban el tiempo para reflexionar sobre las grandes ideas que pensaban exponer.

—¡Eh, eh! —gritó el bobo, ¡aquí estoy yo! ¡Mirad lo que he encontrado en la carretera!—. Y les mostró una corneja muerta.

—¡Imbécil! —exclamaron los otros—, ¿para qué la quieres?

—¡Se la regalaré a la princesa!

—¡Haz lo que quieras! —contestaron, soltando la carcajada y siguiendo su camino.

—¡Eh, eh!, ¡aquí estoy yo! ¡Mirad lo que he encontrado! ¡No se encuentra todos los días!

Los hermanos se volvieron a ver el raro tesoro.

—¡Estúpido! —dijeron—, es un zueco viejo, y sin la pala. ¿También se lo regalarás a la princesa?

—¡Claro que sí! —respondió el bobo; y los hermanos, riendo ruidosamente, prosiguieron su ruta y no tardaron en ganarle un buen trecho.

—¡Eh, eh!, ¡aquí estoy yo! —volvió a gritar el bobo—. ¡Voy de mejor en mejor! ¡Arrea! ¡Se ha visto cosa igual!

—¿Qué has encontrado ahora? —preguntaron los hermanos.—. ¡Oh! —exclamó el bobo—. Es demasiado bueno para decirlo. ¡Cómo se alegrará la princesa!

—¡Qué asco! —exclamaron los hermanos—. ¡Si es lodo cogido de un hoyo!

—Exacto, esto es —asintió el bobo—, y de clase finísima, de la que resbala entre los dedos —y así diciendo, se llenó los bolsillos de barro.

Los hermanos pusieron los caballos al galope y dejaron al otro rezagado en una buena hora. Hicieron alto en la puerta de la ciudad, donde los pretendientes eran numerados por el orden de su llegada y dispuestos en fila de a seis de frente, tan apretados que no podían mover los brazos. Y suerte de ello, pues de otro modo se habrían roto mutuamente los trajes, sólo porque el uno estaba delante del otro.

Todos los demás moradores del país se habían agolpado alrededor del palacio, encaramándose hasta las ventanas, para ver cómo la princesa recibía a los pretendientes. ¡Cosa rara! No bien entraba uno en la sala, parecía como si se le hiciera un nudo en la garganta, y no podía soltar palabra.

—¡No sirve! —iba diciendo la princesa—. ¡Fuera!

Llegó el turno del hermano que se sabía de memoria la enciclopedia; pero con aquel largo plantón se le había olvidado por completo. Para acabar de complicar las cosas, el suelo crujía, y el techo era todo él un espejo, por lo cual nuestro hombre se veía cabeza abajo; además, en cada ventana había tres escribanos y un corregidor que tomaban nota de todo lo que se decía, para publicarlo enseguida en el periódico, que se vendía a dos chelines en todas las esquinas. Era para perder la cabeza. Y, por añadidura, habían encendido la estufa, que estaba candente.

—¡Qué calor hace aquí dentro! —fueron las primeras palabras del pretendiente.

—Es que hoy mi padre asa pollos —dijo la princesa.

—¡Ah! —y se quedó clavado; aquella respuesta no la había previsto; no le salía ni una palabra, con tantas cosas ingeniosas que tenía preparadas.

—¡No sirve! ¡Fuera! —ordenó la princesa. Y el mozo hubo de retirarse, para que pasase su hermano segundo.

—¡Qué calor más terrible! —dijo éste.

—¡Sí, asamos pollos! —explicó la hija del Rey.

—¿Cómo di… di, cómo di…? —tartamudeó él, y todos los escribanos anotaron: «¿Cómo di… di, cómo di…?».

—¡No sirve! ¡Fuera! —decretó la princesa.

Tocóle entonces el turno al bobo, quien entró en la sala caballero en su macho cabrío.

—¡Demonios, qué calor! —observó.

—Es que estoy asando pollos —contestó la princesa.

—¡Al pelo! —dijo el bobo.—. Así, no le importará que ase también una corneja, ¿verdad?

—Con mucho gusto, no faltaba más —respondió la hija del Rey—. Pero, ¿traes algo en que asarla?; pues no tengo ni puchero ni asador.

—Yo sí los tengo —exclamó alegremente el otro.—. He aquí un excelente puchero, con mango de estaño —y, sacando el viejo zueco, metió en él la corneja.

—Pues, ¡vaya banquete! —dijo la princesa—. Pero, ¿y la salsa?

La traigo en el bolsillo —replicó el bobo—. Tengo para eso y mucho más —y se sacó del bolsillo un puñado de barro.

—¡Esto me gusta! —exclamó la princesa—. Al menos tú eres capaz de responder y de hablar. ¡Tú serás mi marido! Pero, ¿sabes que cada palabra que digamos será escrita y mañana aparecerá en el periódico? Mira aquella ventana: tres escribanos y un corregidor. Este es el peor, pues no entiende nada. —Desde luego, esto sólo lo dijo para amedrentar al solicitante. Y todos los escribanos soltaron la carcajada e hicieron una mancha de tinta en el suelo.

—¿Aquellas señorías de allí? —preguntó el bobo—. ¡Ahí va esto para el corregidor! —y, vaciándose los bolsillos, arrojó todo el barro a la cara del personaje.

—¡Magnífico! —exclamó la princesa.—. Yo no habría podido. Pero aprenderé.

Y de este modo Juan el bobo fue Rey. Obtuvo una esposa y una corona y se sentó en un trono —y todo esto lo hemos sacado del diario del corregidor, lo cual no quiere decir que debamos creerlo a pies juntillas.

El abecedario

(ABC-Bogen)

É
rase una vez un hombre que había compuesto versos para el abecedario, siempre dos para cada letra, exactamente como vemos en la antigua cartilla. Decía que hacía falta algo nuevo, pues los viejos pareados estaban muy sobados, y los suyos le parecían muy bien. Por el momento, el nuevo abecedario estaba sólo en manuscrito, guardado en el gran armario-librería, junto a la vieja cartilla impresa; aquel armario que contenía tantos libros eruditos y entretenidos. Pero el viejo abecedario no quería por vecino al nuevo, y había saltado en el anaquel pegando un empellón al intruso, el cual cayó al suelo, y allí estaba ahora con todas las hojas dispersas. El viejo abecedario había vuelto hacia arriba la primera página, que era la más importante, pues en ella estaban todas las letras, grandes y pequeñas. Aquella hoja contenía todo lo que constituye la vida de los demás libros: el alfabeto, las letras que, quiérase o no, gobiernan al mundo. ¡Qué poder más terrible! Todo depende de cómo se las dispone: pueden dar la vida, pueden condenar a muerte; alegrar o entristecer. Por sí solas nada son, pero ¡puestas en fila y ordenadas!… Cuando Nuestro Señor las hace intérpretes de su pensamiento, leemos más cosas de las que nuestra mente puede contener y nos inclinamos profundamente, pero las letras son capaces de contenerlas.

Pues allí estaban, cara arriba. El gallo de la A mayúscula lucía sus plumas rojas, azules y verdes. Hinchaba el pecho muy ufano, pues sabía lo que significaban las letras, y era el único viviente entre ellas.

Al caer al suelo el viejo abecedario, el gallo batió de alas, subióse de una volada a un borde del armario y, después de alisarse las plumas con el pico, lanzó al aire un penetrante quiquiriquí. Todos los libros del armario, que, cuando no estaban de servicio, se pasaban el día y la noche dormitando, oyeron la estridente trompeta. Y entonces el gallo se puso a discursear, en voz clara y perceptible, sobre la injusticia que acababa de cometerse con el viejo abecedario.

—Por lo visto ahora ha de ser todo nuevo, todo diferente —dijo—. El progreso no puede detenerse. Los niños son tan listos, que saben leer antes de conocer las letras. «¡Hay que darles algo nuevo!», dijo el autor de los nuevos versos, que yacen esparcidos por el suelo. ¡Bien los conozco! Más de diez veces se los oí leer en alta voz. ¡Cómo gozaba el hombre! Pues no, yo defenderé los míos, los antiguos, que son tan buenos, y las ilustraciones que los acompañan. Por ellos lucharé y cantaré. Todos los libros del armario lo saben bien. Y ahora voy a leer los de nueva composición. Los leeré con toda pausa y tranquilidad, y creo que estaremos todos de acuerdo en lo malos que son.

A.
Ama

Sale el ama endomingada

Por un niño ajeno honrada.

B.
Barquero

Pasó penas y fatigas el barquero,

Mas ahora reposa placentero.

—Este pareado no puede ser más soso —dijo el gallo—. Pero sigo leyendo.

C.
Colón

Lanzóse Colón al mar ingente,

y ensanchóse la tierra enormemente.

D. Dinamarca

De Dinamarca hay más de una saga bella,

No cargue Dios la mano sobre ella.

—Muchos encontrarán hermosos estos versos —observó el gallo— pero yo no. No les veo nada de particular. Sigamos.

E.
Elefante

Con ímpetu y arrojo avanza el elefante,

de joven corazón y buen talante.

F.
Follaje

Despójase el bosque del follaje

En cuanto la tierra viste el blanco traje.

G.
Gorila

Por más que traigáis gorilas a la arena,

se ven siempre tan torpes, que da pena.

H.
Hurra

¡Cuántas veces, gritando en nuestra tierra,

puede un «hurra» ser causa de una guerra!

—¡Cómo va un niño a comprender estas alusiones! —protestó el gallo—. Y, sin embargo, en la portada se lee: «Abecedario para grandes y chicos». Pero los mayores tienen que hacer algo más que estarse leyendo versos en el abecedario, y los pequeños no lo entienden.

¡Esto es el colmo! Adelante.

J.
Jilguero

Canta alegre en su rama el jilguero,

de vivos colores y cuerpo ligero.

L.
León

En la selva, el león lanza su rugido;

vedlo luego en la jaula entristecido.

Mañana (sol de)

Por la mañana sale el sol muy puntual,

mas no porque cante el gallo en el corral.

Ahora las emprende conmigo —exclamó el gallo—. Pero yo estoy en buena compañía, en compañía del sol. Sigamos.

N.
Negro

Negro es el hombre del sol ecuatorial;

por mucho que lo laven, siempre será igual.

O.
Olivo

¿Cuál es la mejor hoja, lo sabéis? A fe,

la del olivo de la paloma de Noé.

P.
Pensador

En su mente, el pensador mueve todo el mundo,

desde lo más alto hasta lo más profundo.

Q.
Queso

El queso se utiliza en la cocina,

donde con otros manjares se combina.

R
. Rosa

Entre las flores, es la rosa bella

lo que en el cielo la más brillante estrella.

S.
Sabiduría

Muchos creen poseer sabiduría

cuando en verdad su mollera está vacía.

—¡Permitidme que cante un poco! —dijo el gallo—. Con tanto leer se me acaban las fuerzas. He de tomar aliento. Y se puso a cantar de tal forma, que no parecía sino una corneta de latón. Daba gusto oírlo —al gallo, entendámonos—. Adelante.

T.
Tetera

La tetera tiene rango en la cocina,

pero la voz del puchero es aún más fina.

U.
Urbanidad

Virtud indispensable es la urbanidad,

si no se quiere ser un ogro en sociedad.

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