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Authors: Hans Christian Andersen

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Mis cuentos preferidos de Hans Christian Andersen (16 page)

BOOK: Mis cuentos preferidos de Hans Christian Andersen
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De Oriente y Occidente van surgiendo, imagen tras imagen, remotas y apartadas entre sí por el tiempo y el espacio, y, sin embargo, siempre en la senda espinosa del honor, donde el cardo no florece hasta que ha llegado la hora de adornar la tumba.

Bajo las palmeras avanzan los camellos, ricamente cargados de índigo y de otros valiosos tesoros. El Rey los envía a aquel cuyos cantos constituyen la alegría del pueblo y la gloria de su tierra; se ha descubierto el paradero de aquel a quien la envidia y la falacia enviaron al destierro… La caravana se acerca a la pequeña ciudad donde halló asilo; un pobre cadáver conducido a la puerta la hace detener. El muerto es precisamente el hombre a quien busca: Firdusi… Ha recorrido toda la espinosa senda del honor.

El africano de toscos rasgos, gruesos labios y cabello negro y lanoso, mendiga en las gradas de mármol de palacio de la capital lusitana; es el fiel esclavo de Camoens; sin él y sin las limosnas que le arrojan, moriría de hambre su señor, el poeta de Las Lusiadas.

Sobre la tumba de Camoens se levanta hoy un magnífico monumento.

Una nueva proyección.

Detrás de una reja de hierro vemos a un hombre, pálido como la muerte, con larga barba hirsuta.

—¡He realizado un descubrimiento, el mayor desde hace siglos —grita—, y llevo más de veinte años encerrado aquí!

—¿Quién es?

—¡Un loco! —dice el guardián—. ¡A lo que puede llegar un hombre! ¡Está empeñado en que es posible avanzar al impulso del vapor!

Salomón de Caus, descubridor de la fuerza del vapor, cuyas imprecisas palabras de presentimiento no fueron comprendidas por un Richelieu, murió en el manicomio.

Ahí tenemos a Colón, burlado y perseguido un día por los golfos callejeros porque se había propuesto descubrir un nuevo mundo, ¡y lo descubrió! Las campanas de júbilo doblan a su regreso victorioso, pero las de la envidia no tardarán en ahogar los sones de aquéllas. El descubridor de mundos, que levantó del mar la tierra americana y la ofreció a su rey, es recompensado con cadenas de hierro, que pedirá sean puestas en su ataúd, como testimonios del mundo y de la estima de su época.

Las imágenes se suceden; está muy concurrida la senda espinosa del honor.

He aquí, en el seno de la noche y las tinieblas, aquel que calculó la altitud de las montañas de la Luna, que recorrió los espacios hasta las estrellas y los planetas, el coloso que vio y oyó el espíritu de la Naturaleza, y sintió que la Tierra se movía bajo sus pies: Galileo. Ciego y sordo está, un anciano, traspasado por la espina del sufrimiento en los tormentos del mentís, con fuerzas apenas para levantar el pie, que un día, en el dolor de su alma, golpeó el suelo al ser borradas las palabras de la verdad: «¡Y, sin embargo, se mueve!».

Ahí está una mujer de alma infantil, llena de entusiasmo y de fe, a la cabeza del ejército combatiente, empuñando la bandera y llevando a su patria a la victoria y la salvación. Estalla el júbilo… y se enciende la hoguera: Juana de Arco, la bruja, es quemada viva.

Peor aún, los siglos venideros escupirán sobre el blanco lirio: Voltaire, el sátiro de la razón, cantará La pucelle.

En el Congreso de Viborg, la nobleza danesa quema las leyes del Rey: brillan en las llamas, iluminan la época y al legislador, proyectan una aureola en la tenebrosa torre donde él está aprisionado, envejecido, encorvado, arañando trazos con los dedos en la mesa de piedra; él, otrora señor de tres reinos, el monarca popular, el amigo del burgués y del campesino: Cristián II, de recio carácter en una dura época. Sus enemigos escriben su historia. Pensemos en sus veintisiete años de cautiverio, cuando nos venga a la mente su crimen. Allí se hace a la vela una nave de Dinamarca; en alto mástil hay un hombre que contempla por última vez la Isla Hveen: es Tycho Brahe, que levantará el nombre de su patria hasta las estrellas y será recompensado con la ofensa y el disgusto. Emigra a una tierra extraña: «El cielo está en todas partes, ¿qué más necesito?», son sus palabras; parte el más ilustre de nuestros hombres, para verse honrado y libre en un país extranjero.

«¡Ah, libre, incluso de los insoportables dolores del cuerpo!», oímos suspirar a través de los tiempos. ¡Qué cuadro! Griffenfeld, un Prometeo danés, encadenado a la rocosa Isla de Munkholm.

Nos hallamos en América, al borde de un caudaloso río; se ha congregado una muchedumbre, un barco va a zarpar contra viento y marea, desafiando los elementos. Roberto Fulton se llama el hombre que se cree capaz de esta hazaña. El barco inicia el viaje; de pronto se queda parado, y la multitud ríe, silba y grita; su propio padre silba también: —¡Orgullo, locura! ¡Has encontrado tu merecido! ¡Qué encierren a esta cabeza loca!—. Entonces se rompe un diminuto clavo que por unos momentos había frenado la máquina, las ruedas giran, las palas vencen la resistencia del agua, el buque arranca… La lanzadera del vapor reduce las horas a minutos entre las tierras del mundo.

Humanidad, ¿comprendes cuán sublime fue este despertar de la conciencia, esta revelación al alma de su misión, este instante en que todas las heridas del espinoso sendero del honor —incluso las causadas por propia culpa— se disuelven en cicatrización, en salud, fuerza y claridad, la disonancia se transforma en armonía, los hombres ven la manifestación de la gracia de Dios, concedida a un elegido y por él transmitida a todos?

Así la espinosa senda del honor aparece como una aureola que nimba la Tierra. ¡Feliz el que aquí abajo ha sido designado para emprenderla, incorporado graciosamente a los constructores del puente que une a los hombres con Dios!

Sostenido por sus alas poderosas, vuela el espíritu de la Historia a través de los tiempos mostrando —para estímulo y consuelo, para despertar una piedad que invita a la meditación—, sobre un fondo oscuro, en cuadros luminosos, el sendero del honor, sembrado de abrojos, que no termina, como en la leyenda, en esplendor y gozo aquí en la Tierra, sino más allá de ella, en el tiempo y en la eternidad.

La niña judía

(Jødepigen)

A
sistía a la escuela de pobres, entre otros niños, una muchachita judía, despierta y buena, la más lista del colegio. No podía tomar parte en una de las lecciones, la de Religión, pues la escuela era cristiana.

Durante la clase de Religión le permitían estudiar su libro de Geografía o resolver sus ejercicios de Matemáticas, pero la chiquilla tenía terminados muy pronto sus deberes. Tenía delante un libro abierto, pero ella no lo leía; escuchaba desde su asiento, y el maestro no tardó en darse cuenta de que seguía con más atención que los demás alumnos.

—Ocúpate de tu libro —le dijo, con dulzura y gravedad; pero ella lo miró con sus brillantes ojos negros, y, al preguntarle, comprobó que la niña estaba mucho más enterada que sus compañeros. Había escuchado, comprendido y asimilado las explicaciones.

Su padre era un hombre de bien, muy pobre. Cuando llevó a la niña a la escuela, puso por condición que no la instruyesen en la fe cristiana. Pero se temió que si salía de la escuela mientras se daba la clase de enseñanza religiosa, perturbaría la disciplina o despertaría recelos y antipatías en los demás, y por eso se quedaba en su banco; pero las cosas no podían continuar así.

El maestro llamó al padre de la chiquilla y le dijo que debía elegir entre retirar a su hija de la escuela o dejar que se hiciese cristiana.

—No puedo soportar sus miradas ardientes, el fervor y anhelo de su alma por las palabras del Evangelio —añadió.

El padre rompió a llorar:

—Yo mismo sé muy poco de nuestra religión —dijo—, pero su madre era una hija de Israel, firme en su fe, y en el lecho de muerte le prometí que nuestra hija nunca sería bautizada. Debo cumplir mi promesa, es para mí un pacto con Dios.

Y la niña fue retirada de la escuela de los cristianos.

Habían transcurrido algunos años.

En una de las ciudades más pequeñas de Jutlandia servía, en una modesta casa de la burguesía, una pobre muchacha de fe mosaica, llamada Sara; tenía el cabello negro como ébano, los ojos oscuros, pero brillantes y luminosos, como suele ser habitual entre las hijas del Oriente. La expresión del rostro seguía siendo la de aquella niña que, desde el banco de la escuela, escuchaba con mirada inteligente.

Cada domingo llegaban a la calle, desde la iglesia, los sones del órgano y los cánticos de los fieles; llegaban a la casa donde la joven judía trabajaba, laboriosa y fiel.

—Guardarás el sábado —ordenaba su religión; pero el sábado era para los cristianos día de labor, y sólo podía observar el precepto en lo más íntimo de su alma, y esto le parecía insuficiente. Sin embargo, ¿qué son para Dios los días y las horas? Este pensamiento se había despertado en su alma, y el domingo de los cristianos podía dedicarlo ella en parte a sus propias devociones; y como a la cocina llegaban los sones del órgano y los coros, para ella aquel lugar era santo y apropiado para la meditación. Leía entonces el Antiguo Testamento, tesoro y refugio de su pueblo, limitándose a él, pues guardaba profundamente en la memoria las palabras que dijeran su padre y su maestro cuando fue retirada de la escuela, la promesa hecha a la madre moribunda, de que Sara no se haría nunca cristiana, que jamás abandonaría la fe de sus antepasados. El Nuevo Testamento debía ser para ella un libro cerrado, a pesar de que sabía muchas de las cosas que contenía, pues los recuerdos de niñez no se habían borrado de su memoria. Una velada hallábase Sara sentada en un rincón de la sala, atendiendo a la lectura del jefe de la familia; le estaba permitido, puesto que no leía el Evangelio, sino un viejo libro de Historia; por eso se había quedado. Trataba el libro de un caballero húngaro que, prisionero de un bajá turco, era uncido al arado junto con los bueyes y tratado a latigazos; las burlas y malos tratos lo habían llevado al borde de la muerte. La esposa del cautivo vendió todas sus alhajas e hipotecó el castillo y las tierras, a la vez que sus amigos aportaban cuantiosas sumas, pues el rescate exigido era enorme; fue reunido, sin embargo, y el caballero, redimido del oprobio y la esclavitud. Enfermo y achacoso, regresó el hombre a su patria. Poco después sonó la llamada general a la lucha contra los enemigos de la Cristiandad; el enfermo, al oírla, no se dio punto de reposo hasta verse montado en su corcel; sus mejillas recobraron los colores, parecieron volver sus fuerzas, y partió a la guerra. Y ocurrió que hizo prisionero precisamente a aquel mismo bajá que lo había uncido al arado y lo había hecho objeto de toda suerte de burlas y malos tratos. Fue encerrado en una mazmorra, pero al poco rato acudió a visitarlo el caballero y le preguntó:

—¿Qué crees que te espera?

—Bien lo sé —respondió el turco—. ¡Tu venganza!

—Sí, la venganza del cristiano —repuso el caballero.—. La doctrina de Cristo nos manda perdonar a nuestros enemigos y amar a nuestro prójimo, pues Dios es amor. Vuelve en paz a tu tierra y a tu familia, y aprende a ser compasivo y humano con los que sufren.

El prisionero prorrumpió en llanto:

—¡Cómo podía yo esperar lo que estoy viendo! Estaba seguro, de que me esperaban el martirio y la tortura; por eso me tomé un veneno que me matará en pocas horas. ¡Voy a morir, no hay salvación posible! Pero antes de que termine mi vida, explícame la doctrina que encierra tanto amor y tanta gracia, pues es una doctrina grande y divina! ¡Deja que en ella muera, que muera cristiano! —Su petición fue atendida.

Tal fue la leyenda, la historia, que el dueño de la casa leyó en alta voz. Todos la escucharon con fervor, pero, sobre todo, llenó de fuego, y de vida a aquella muchacha sentada en el rincón: Sara, la joven judía. Grandes lágrimas asomaron a sus brillantes ojos negros; en su alma infantil volvió a sentir, como ya la sintiera antaño en el banco de la escuela, la sublimidad del Evangelio. Las lágrimas rodaron por sus mejillas.

«¡No dejes que mi hija se haga cristiana!», habían sido las últimas palabras de su madre moribunda; y en su corazón y en su alma resonaban aquellas otras palabras del mandamiento divino: «Honrarás a tu padre y a tu madre».

«¡No soy cristiana! Me llaman la judía; aún el domingo último me lo llamaron en son de burla los hijos del vecino, cuando me estaba frente a la puerta abierta de la iglesia mirando el brillo de los cirios del altar y escuchando los cantos de los fieles. Desde mis tiempos de la escuela hasta ahora he venido sintiendo en el Cristianismo una fuerza que penetra en mi corazón como un rayo de sol aunque cierre los ojos. Pero no te afligiré en la tumba, madre, no seré perjura al voto de mi padre: no leeré la Biblia cristiana. Tengo al Dios de mis antepasados; ante Él puedo inclinar mi cabeza».

Y transcurrieron más años.

Murió el cabeza de la familia y dejó a su esposa en situación apurada. Había que renunciar a la muchacha; pero Sara no se fue, sino que acudió en su ayuda en el momento de necesidad; contribuyó a sostener el peso de la casa, trabajando hasta altas horas de a noche y procurando el pan de cada día con la labor de sus manos. Ningún pariente quiso acudir en auxilio de la familia; la viuda, cada día más débil, había de pasarse meses enteros en la cama, enferma. Sara la cuidaba, la velaba, trabajaba, dulce y piadosa; era una bendición para la casa hundida.

—Toma la Biblia —dijo un día la enferma.—. Léeme un fragmento. ¡Es tan larga la velada y siento tantos deseos de oír la palabra de Dios!

Sara bajó la cabeza; dobló las manos sobre la Biblia y, abriéndola, se puso a leerla a la enferma. A menudo le acudían las lágrimas a los ojos, pero aumentaba en ellos la claridad, y también en su alma: «Madre, tu hija no puede recibir el bautismo de los cristianos ni ingresar en su comunidad; lo quisiste así y respetaré tu voluntad; estamos unidos aquí en la tierra, pero más allá de ella… estamos aún más unidos en Dios, que nos guía y lleva allende la muerte. Él desciende a la tierra, y después de dejarla sufrir la hace más rica. ¡Lo comprendo! No sé yo misma cómo fue. ¡Es por Él, en Él: Cristo!».

Estremecióse al pronunciar su nombre, y un bautismo de fuego la recorrió toda ella con más fuerza de la que el cuerpo podía soportar, por lo que cayó desplomada, más rendida que la enferma a quien velaba.

—¡Pobre Sara! —dijeron—, no ha podido resistir tanto trabajo y tantas velas.

La llevaron al hospital, donde murió. La enterraron, pero no al cementerio de los cristianos; no había en él lugar para la joven judía, sino fuera, junto al muro; allí recibió sepultura.

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