Read Mis gloriosos hermanos Online
Authors: Howard Fast
Es difícil escribir sobre esas cuatro semanas; pero debo hacerlo, para que se entienda lo que nos sucedió después a mi, Simón, y a mis hermanos; sobre todo al que fue llamado el Macabeo. A veces pienso que los judíos somos forasteros en el mundo, que residimos en él sólo un instante y debemos considerar forzosamente cada día como si fuera el último. Nosotros nos atamos con lazos más fuertes que el acero y consideramos sagradas muchas cosas que no lo son para otros pueblos. Pero lo más sagrado de todo es la vida misma y nuestro crimen más terrible es un acto corriente en otros pueblos: el suicidio. Por esa extraña santidad de la vida, el amor se convierte casi en un acto de adoración. Nosotros, cuando abrimos el corazón, lo abrimos de par en par.
Así fue para Ruth; y así fue para mí. Cada uno de nosotros se convirtió en una parte integrante del otro. Ignoro lo que habrá pensado el adón; yo vivía y mi corazón cantaba al son de su propia música, y no sé si el adón me habrá condenado, pensando, como yo mismo pensé tan a menudo, que había asestado una puñalada a Judas. Yo poseía a Ruth y era dueño del mundo. Ascendíamos las colinas y nos tumbábamos en la fragante hierba, a la sombra de los cedros. Vadeábamos con las piernas desnudas el fresco arroyo de Tubal, o nos tendíamos en el pasto a vigilar las cabras. Era una época de poco trabajo; la cosecha ya había sido recogida y todavía no estábamos preparados para la siembra; esa tarea, por lo tanto, que en ausencia de Judas me hubiera agobiado a mí de trabajo, podía ser postergada. Juan y Jonatás pasaban gran parte del tiempo en la sinagoga, antiguo edificio de piedra que era escuela de día, sala de reuniones por la noche y lugar de oración a la salida y la puesta del sol; se dedicaban a estudiar y escudriñar en los rollos, pero yo no estaba tan dispuesto a hacerlo cuando brillaba el sol y cantaban los pájaros y mi corazón cantaba con ellos. Yo estaba enamorado, y las horas sin Ruth eran sombrías e interminables.
Nos estudiábamos mutuamente. Ruth me hizo sondearme, me hizo penetrar en mi interior para averiguar qué era, qué significaba, ese algo sutil y amargo que había entre Judas y yo. ¡Qué bien me conocía, aquella mujer alta y hermosa! ¡Qué poco la conocía yo! Recuerdo que una vez, cuando le hablé de Judas -y no volví a hacerlo-, me contestó casi enfurecida:
-¡Tú dices que conoces a Judas! ¡Pero no lo conoces! Y tampoco me conoces a mí. ¡Yo no soy para ti un ser humano, una persona viviente!
La miré; miré sus piernas largas, sus pechos altos, su figura regia; era más humana que ninguna persona de las que había conocido.
-Los tiempos han cambiado -dijo-. Antes los hombres tenían diez esposas y diez concubinas, y cuando nacía una niña ni siquiera la registraban. Si yo tuviera una hija...
-¿Tú?
-Si yo tuviera una hija -continuó-, ¿aceptarías el hecho como bueno y preciado?
-Si tuvieras una hija -dije.
-¡Simón, Simón! ¿Qué temes? Judas es un gran hombre, un hombre hermoso, lo mismo que tú. Siempre lo supe. Cuando llegué a tu casa, llegué a la casa de Matatías y sus hijos, que era una casa distinta de todas las demás; de todas las demás. ¿Quieres que me arrodille ante ti, Simón?
-Querida mía, querida mía...
-Cuando me conozcas, Simón, no volverás a tener miedo jamás. Te lo prometo. Seré fuerte para ti, Simón. Se avecinan malos tiempos, lo sé. Y sé dónde estarán los hijos del adón; pero seré fuerte, Simón, para ti. Tenemos tantos años por delante... Muchos; toda una vida... Y algún día las cosas volverán a ser como antes. La tierra será tranquila y apacible, acariciada por el sol...
Amaba la tierra como lo hago yo, como aman los judíos la tierra y sus frutos. Ruth era fecunda y yo tendría hijos e hijas que me sucederían. Y la vieja simiente volvería a ser sembrada una y otra vez.
Dije al adón que al cabo de un mes contraeríamos matrimonio.
-Tú eres hombre -me respondió-, y estás en edad de casarte. ¿Por qué me lo dices a mí?
-Porque eres mi padre y quiero tu bendición.
-Sin embargo, no pediste mi opinión.
-Yo la amo y ella me ama.
-¿Dónde está tu hermano? -preguntó el adón.
-¿Le dije yo que se fuera? ¿Me dijo él adónde iba? ¿A eso se reduce toda mi vida? ¿Dónde está mi hermano, siempre dónde está mi hermano?
-¿Es tu vida acaso? -dijo el adón, con acento sombrío-. Tu vida es de Dios; no es mía, ni tuya. Todo Israel gime de dolor, pero tú sólo piensas en tu felicidad.
-¿Hago mal?
-¿Tú me hablas del bien y del mal, Simón ben Matatías, o de lo que es justo y lo que es injusto? ¿Tan mal te he engendrado que no saliste judío, que no te obliga la alianza de la Biblia? ¿Has olvidado que fuimos esclavos de Egipto?
-¡Hace mil años! -grité.
-¿Fue hace mil años -prosiguió el adón fríamente-, cuando fuiste al Templo y viste lo que vimos?
Se lo dije a Ruth.
-Es un viejo, Simón -repuso ella-. ¿Qué quieres? El Templo le destrozó el corazón.
Sus ojos buscaron los míos.
-Simon
-¡Que Dios me ayude!
-¿Me amas, Simón?
-¡Como jamás he amado nada en el mundo!
-Todo saldrá bien, entonces, Simón. Te lo prometo.
Evitaba el techo de Matatías todo lo que podía. Me sentaba en la casa de Moisés ben Aarón, que me había amado desde niño y escuchaba sus divagantes relatos. Era el hogar de Ruth y ella estaba conmigo, las manos prestas a tomar mis manos, los ojos buscando siempre los míos. Moisés ben Aarón había viajado y visto muchas cosas, lo que era raro entre nosotros que echamos raíces profundas en nuestro suelo y no somos un pueblo de comerciantes como los griegos o los fenicios. Moisés había acudido a las grandes ferias de vinos de Gebel y de Tiro, y hasta a las de Alejandría, donde pagaban cualquier precio por las vendimias de Judea. Había visto a los esclavos de la costa mediterránea y a los rubios mercenarios germánicos de los romanos. Había visto hombres negros y mestizos, y le gustaba hablar de todo eso. Sin embargo, decía siempre:
-Se puede viajar hasta cierto límite, Simón ben Matatías, y nada más, porque cuando uno se harta de ver esclavitud y crueldad, tiene que alejarse de los
nokrim
y regresar al seno de los suyos. De lo contrario, el mundo se trastoca, como si el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob le hubiese vuelto la espalda. No queda más que codicia de dinero y más dinero, de poder y más poder...
Con Ruth hablábamos de nuestra criatura. Se llamaría Débora si fuera niña, y David si fuera varón. Antes había sido hermosa, pero en ese entonces la belleza de Ruth resplandecía con un nuevo fulgor.
Hasta en Modin, donde la habían visto en pañales, donde la habían visto crecer y desarrollarse, hasta allí, en nuestra aldea, era una mujer distinta, nueva, y todo el mundo se volvía para mirarla.
-Es como una reina de Israel de antaño -decían-, una
kohanet
pelirroja de la antigüedad.
Y cuando los viejos se cruzaban conmigo en la calle, además del
shalom
de rigor, me decían:
-Dios quiera que engendres una raza de reyes.
Cuando estábamos solos en la ladera de la colina, cantaba con su profunda y armoniosa voz esa canción de amor de antigüedad inmemorial:
El amor es firme como la muerte...
No hay agua que pueda saciarlo
Y ante el mismo diluvio es fuerte;
El que con bienes quisiera comprarlo
El desprecio seria su suerte.
Así fue y así terminó; ocurrió hace mucho tiempo y las lágrimas se secan como cualquier otra cosa. Ya he dicho antes que las cosas empeoraron, no de golpe, sino poco a poco, de tal modo que en las dos o tres semanas que transcurrían entre una y otra visita del alcaide Apeles, o de alguno de sus hombres, podíamos olvidar y reanudar nuestra existencia habitual. A Modin le dieron un respiro mayor que a otras aldeas. Los impuestos aumentaron; éramos insultados con mayor frecuencia y con insultos un poco peores cada vez, y una vez el rabí Enoch fue azotado casi hasta la muerte. Pero no era nada que no pudiéramos sobrellevar. Y entonces, cuando hacía cinco semanas que se había ido Judas, volvió Apeles con cien hombres y ordenó que todos los habitantes de la aldea se congregaran en la plaza.
Hombre extraño, ese Apeles; disfrutaba con la crueldad como las personas normales disfrutan con el amor y la amabilidad. No es que fuera simplemente pervertido; además, la perversión le sentaba bien. Había engordado desde que era alcaide; se había vuelto más jovial; era imagen de un hombre pleno y satisfecho. La matanza de judíos, la flagelación de judíos, la tortura de judíos, eran alimentos para él. Fue fácil advertirlo en su aspecto cuando saltó de la litera, se echó hacia atrás el manto amarillo y se sacudió ligeramente la pequeña faldita rosada. Era un hombre feliz, y nos sonrió antes de explicarnos el motivo de su visita.
-Hermosa aldea, Modin -ceceó-, pero demasiado fecunda, demasiado fecunda. Tendremos que ocuparnos de eso. ¡Mi amigo el adón!
Mi padre se adelantó. Los últimos meses habían impreso un cambio profundo en su fisonomía. Tenía la barba blanca. Sus ojos grises estaban más claros que nunca y le cubría todo el rostro una red de profundas arrugas. Tampoco estaba tan erguido como antes su cuerpo gigantesco; había perdido estatura y tenía una pátina de frustración y derrota que se había acentuado lenta pero constantemente durante la ausencia de Judas. Envuelto en su capa listada, permaneció impasible y en silencio.
-Os alegraréis de saber -dijo Apeles, con voz alta y vehemente-, que el rey de reyes ha dedicado mucha atención a los judíos. En la última reunión del consejo, en la que tengo el orgullo de comunicaros que participé, se resolvió apresurar y completar la helenización de la provincia. Habrá que tomar ciertas medidas para imponer las decisiones; legalmente, con justicia, por supuesto, pero serán impuestas. Los rebeldes, como es natural, serán castigados.
Apeles aspiró profundamente, arrugó la nariz y se arregló y alisó los pliegues de su manto amarillo. Con una mano regordeta sacó un pañuelo de la manga y se tocó delicadamente las fosas nasales, primero una y después la otra.
-Pero no habrá rebeldes -prosiguió sonriendo-. Reconoceréis que las viles supersticiones de vuestra religión y lo que llamáis la ley, ponen una insuperable barrera a la civilización. Las reglas alimenticias, sobre todo, constituyen un ultraje a todos los griegos; no las aplicaréis más. La lectura y la escritura sólo sirven para extender e intensificar todas las demás prácticas viles de los judíos; vuestras escuelas se cerrarán definitivamente. Y como la fuente de superstición e ignorancia se encuentra en los cinco libros de Moisés, esos libros no han de ser leídos ni entonados. Para imponer esta última disposición mis hombres penetrarán en la sinagoga, retirarán los rollos y los quemarán públicamente. Por orden del rey.
Concluyó dando una delicada sacudida al pañuelo.
Ruth estaba a mi lado, y recuerdo que sentí en mi brazo la presión de sus dedos cuando Apeles terminó de hablar. Pero yo observaba al adón; no le quitaba los ojos de encima, y yo sabia que allí entre la multitud Eleazar, Jonatás y Juan también lo observaban, como todos los demás, pendientes de que decidiera si aquello era o no el fin. Y lo mismo que la vez anterior, el adón no se movió. No se le movió ni un músculo, ni una pestaña; nada traicionó sus sentimientos. Los mercenarios rodearon al pueblo; uno de ellos se situó junto al adón. Veinte mercenarios montados vigilaban desde el lomo de los caballos, con los arcos tendidos y las flechas entre los dedos.
Cuatro hombres de Apeles entraron en la sinagoga, rasgaron los cortinajes que pendían detrás del púlpito y sacaron los diecisiete rollos de la Biblia que pertenecían a Moisés. ¡Qué bien conocía yo esos rollos! ¡Qué bien los conocían todos los hombres, mujeres y niños de la aldea! Yo los había leído desde que aprendí a leer; había aplicado mis labios en ellos; había recorrido con los dedos el viejo pergamino delineando las negras palabras hebreas. Ocho de los rollos habían sido traídos de Babilonia centenares de años atrás, cuando los judíos retornaron de su largo destierro. Según decían, tres de ellos databan del reino de David, y uno de ellos había sido del mismo David ben Isaí, anotado de su puño y letra. ¡Con qué cariñoso desvelo fueron resguardados! Cada siete años les cambiaban las fundas de finísima seda, cosidas con puntadas tan minúsculas que no se podían ver a simple vista y cubiertas totalmente de bordados. ¡Qué bien los ocultaban para protegerlos de catástrofes y llamas! Y ahora iban a ser quemados por el pervertido sirviente de un pervertido, ¡en nombre de la civilización!
Un gemido de agonía surgió del pueblo congregado en la plaza cuando los rollos fueron arrojados descuidadamente en una pila de paja. Un mercenario entró en una casa y volvió a salir llevando una tinaja de aceite de oliva, que destapó de un golpe y derramó su contenido sobre los rollos; otro mercenario halló un carbón en una chimenea, avivó las llamas y comunicó fuego a la pila.
Apeles ya se había ido, conducido por sus esclavos, pero el pueblo continuaba mirando al adón. Creo que aquél habría sido el fin de la aldea, de todos los seres vivientes que la habitaban si mi padre no hubiese sido el hombre que era. No sé lo que pasaba en su interior; pero lo supongo. Yo lo observaba atentamente y vi que su cuerpo tenso se ponía rígido y se estremecía ligeramente; pero no lo suficiente como para que pudiera notarlo la gente; todos afirmaron, más tarde, que Matatías había quedado inmóvil como una piedra. No era una piedra, no, sino un hombre cuyo corazón sangraba. Apeles y sus mercenarios se retiraron y quedaron jinetes, vigilando la pila de rollos encendidos y vigilando al pueblo, con las flechas dentadas puestas en los arcos. Hombres sucios montados en animales mal cuidados, hombres que nunca se bañaban, nunca soñaban, no tenían ilusiones, ni esperanzas, ni amores; hombres ignorantes, brutales, cuyo oficio era matar, cuyo placer era pasar una noche con una prostituta o embriagarse con hachís y cuyo solaz era sumirse en una borrachera; hombres degenerados, deshumanizados, que sentían un odio especial a los judíos, ya que sucediera lo que sucediera los judíos nunca los contratarían. Esos eran los hombres que aguardaban, vigilantes, montados en sus cabalgaduras.
Uno de los rollos se había desplazado ligeramente en la hoguera; no se había encendido aún, pero ya había comenzado a ponerse amarillo, a tostarse en los bordes. Y en presencia de los jinetes que aguardaban, un niño de nueve años, Rubén ben José, hijo de un simple labrador, corrió hacia la pira, veloz como una ardilla, se apoderó del rollo y se volvió para huir.