Read Mis gloriosos hermanos Online
Authors: Howard Fast
-¡Lucharemos! -gritó Ragesh-. ¿Qué dices tú, Simón?
Sacudí la cabeza.
-Te equivocas al hacer esa pregunta a un hombre a quien le interesa menos la vida que la muerte. Pero seria una carnicería, como cuando lucharon nuestros padres y nuestros abuelos. Los mercenarios son adiestrados desde los seis años de edad; los mantienen en cuarteles, donde viven y crecen y practican día y noche el arte de matar. Es lo único que saben y viven solamente para eso, para llevar encima una armadura de cuarenta libras, para luchar en falanges con sus grandes escudos, y para esgrimir un hacha de combate o una espada. Contra todo eso nosotros sólo disponemos de cuchillos y arcos. Y en cuanto a corazas o armas, Rubén, ¿a cuántos hombres podrías armar, con el metal que tenemos aquí en Modin, de lanzas, espadas, petos y escudos? Nada más que eso; ni grebas, ni cascos ni brazales.
-¿De hierro? -preguntó el herrero.
-Si, de hierro.
Rubén reflexionó, calculó con los dedos, y luego dijo:
-Empleando las hojas de los arados, las hoces y las azadas, veinte hombres con armadura liviana. Pero llevaría mucho tiempo -añadió suspirando-. ¿Y cómo haríamos la siembra si usamos los arados?
-Y aun en el caso -dije- de que Dios nos diera hierro como nos dio maná, cuando éramos un pueblo sin tierra y estábamos en el desierto, ¿de dónde sacaríamos los hombres? ¿Podríamos reclutar en Israel a cien mil hombres? ¿Y quién los alimentaría? ¿Quién trabajaría la tierra? ¿Quién quedaría? Y si reclutamos a cien mil hombres, ¿cuántos años harían falta para adiestrarlos?
-Nosotros sabemos luchar -intervino Judas.
-¿En falanges?
-¿Ésa es la única forma de luchar? ¿Qué sucedió hace dos años cuando los griegos lanzaron sus falanges contra los romanos? Los romanos utilizaron sus pilos y destrozaron las falanges. Y algún día alguien adiestrará mercenarios con armas nuevas. Pero no es un arma nueva lo que necesitamos, sino una nueva forma de luchar. ¿Qué clase de tontos somos nosotros que cuando tal o cual rey invade nuestro país con sus mercenarios, les salimos al encuentro en una llanura y nos dejamos matar? ¡Enviamos a una muchedumbre desorganizada a que la despedace una máquina! Eso no es guerra, ¡es una matanza!
El adón se inclinó hacia adelante, con los ojos brillantes.
-¿En qué piensas, hijo mío?
-En las distintas maneras de guerrear. Durante todo un año no he pensado en otra cosa. Ellos luchan por el botín, por el pillaje, para obtener oro y esclavos. Nosotros luchamos por nuestra tierra. Ellos tienen mercenarios y armas. Nosotros tenemos la tierra y un pueblo libre. Estas son nuestras armas, la tierra y el pueblo. Nuestras armas y nuestras corazas. Tenemos arcos y cuchillos; no necesitamos nada más. Lanzas, quizá, y Rubén podría forjar cien puntas de lanza en una semana. ¿No, Rubén?
-Puntas de lanza, si -asintió el herrero-. Una lanza no es un peto ni una espada.
-Lucharemos a nuestra manera, y ellos también tendrán que hacerlo a nuestra manera –gritó Judas, paseando la mirada de rostro en rostro-. Cuando el rabí Ragesh condujo a su pueblo a las cuevas, y yo entonces no lo sabia, rabí, ellos lo siguieron dispuestos a morir. No es eso lo que debemos hacer. Hemos estado muriendo durante demasiado tiempo. ¡Ahora les toca a ellos!
-¿Cómo, Judas, cómo? -quiso saber Juan.
-¡Que nos busquen! ¡Que nos envíen a sus ejércitos! ¡Un ejército no puede trepar como una cabra, pero nosotros sí! ¡Que haya una flecha detrás de cada roca y de cada árbol! ¡Que haya piedras en todos los riscos! No les haremos frente, ni les opondremos batalla, ni trataremos de detenerlos; pero los atacaremos, y volveremos a atacarlos, y volveremos a atacarlos, de tal modo que no podrán dormir de noche sin esperar una lluvia de flechas, y no se atreverán a entrar en un desfiladero, ¡y toda Judea se convertirá en una trampa para ellos! Que recorran el país los ejércitos, ¡nosotros estaremos en las colinas! Que vayan allí, ¡todas las colinas recobrarán vida! Que nos busquen, ¡nosotros nos dispersaremos y nos disiparemos como la niebla! Que hagan pasar a un ejército por una quebrada, ¡lo cortaremos como se corta una serpiente!
-¿Y cuando vengan a las aldeas? -inquirí yo.
-Las encontrarán vacías. ¿Podrán dejar guarniciones en las mil aldeas de Judea?
-¿Y si las queman?
-Viviremos en las colinas; en cuevas si es preciso. Y la guerra será entonces nuestra fuerza, como lo es la tierra.
-¿Durante cuánto tiempo? –preguntó Juan.
-Para siempre -replicó Ragesh-. Si es necesario, hasta el día del juicio.
-No ha de ser para siempre -dijo Judas.
Eleazar, entonces, apoyando sus grandes brazos en la mesa, se inclinó hacia adelante, alzó la cabeza y miró sonriendo a Judas. Y Jonatás, con los ojos relucientes y el rostro juvenil iluminado por la luz de la lámpara, sonrió también; no de alegría, sino por algo que debió de haber imaginado.
No podía dormir y salí al exterior. En la ladera de la colina vi la silueta de un hombre. Me aproximé; era mi padre, el adón Matatías. Estaba envuelto en su capa y contemplaba el valle que dormitaba a la luz de la luna.
-Bienvenido, Simón -me dijo-, ven y quédate conmigo, que un viejo se siente mejor cuando tiene un hijo a su lado.
Me acerqué, y él me rodeó los hombros con un brazo.
-¿Qué buscas, padre? -pregunté.
-Tal vez al ángel de la muerte que viene tan a menudo a Judea -respondió encogiéndose de hombros-; o quizá el espectáculo de esas colinas plateadas, que son parte de mi ser. Esta, Simón, es la antigua tierra de mis antepasados. Y tú has salido de la casa porque el pesar y el odio te atraviesan el corazón como puñales. ¿Me creerás, Simón, si te digo que una vez amé a una mujer tanto como tú? Murió de parto y mi corazón se endureció como una roca.
¡Maldito seas, grité al Dios de Israel, porque me diste cinco hijos y te llevaste lo único que quería en el mundo! Un Dios justo contrapesa el dolor de un hombre con su lengua; fíjate, si no, en la singular bendición de que gozo en mi senectud. Mis hijos no se han rebelado contra mí, a pesar de mi frialdad y mi dureza, y ninguno ha alzado una mano contra el otro, lo cual no se puede decir ni de los hijos de Jacob, bendita sea su memoria. ¿Cómo puede endurecerse tu corazón?
-¿Quieres que ría de júbilo? -pregunté.
El viejo asintió, barriéndose el pecho con la barba.
-Si, Simón -dijo-. No estamos aquí más que por un día. ¿Cuánto hace que Matatías besó a una mujer al pie de aquel olivo?
Cierro los ojos, y me parece que fue ayer. Estamos aquí por un instante, en la tierra del viejo Israel. Dios no quiere lágrimas, sino risas, y los muertos que descansen en paz. Para los vivos la vida debe ser alegre, de lo contrario es inútil seguir luchando, Simón. ¿Cómo puedes luchar, esperar o creer, si te aferras a los muertos?
-Con el odio -respondí.
-¿El odio? Es un combustible muy pobre para los judíos, hijo mío. ¿Qué decían los santos rollos que ardieron?: «Y pregonaréis la libertad en !a tierra a todos sus moradores. Será para vosotros jubileo; y cada uno de vosotros recobrará su propiedad, que volverá a su familia».
[ 11 ]
¿Mandó Isaías al pueblo que odiara, o le dijo que dejara brotar la justicia como el agua y la rectitud como una poderosa corriente? Guarda el odio para tus enemigos, hijo mío. Para los tuyos debes albergar amor y esperanza. De lo contrario deja tu arco, aun antes de poner una flecha en la cuerda. Dime, Simón, ¿le otorgó Dios a ese hombrecillo impetuoso, el rabí Ragesh, el derecho exclusivo de señalar al Macabeo? Sólo el pueblo puede crear en su seno a un Macabeo, y erigirlo. Seguirán a Judas, si, porque es como una llama. Y yo, que soy su padre, te digo a ti, que eres su hermano, que nunca hubo en Israel un hombre como Judas. No, ni siquiera Gedeón, y que Dios me perdone. Pero la llama se consume, ¿y quién va a recoger las cenizas para que brote en ellas una nueva vida? Simón, Simón...
-Entremos -interrumpí, porque el viejo había apoyado su peso en mi hombro, y temblaba ligeramente-. La noche es fría.
-Sí -dijo-, y yo he estado hablando como un viejo tonto, sin pausa y sin cordura.
Descendimos la ladera, el adón apoyado en mi hombro.
Fui al día siguiente a la casa de Moisés ben Aarón. El vinatero se parecía a sus uvas; estaba seco, exprimido, inservible. Su esposa, con la cabeza envuelta en un chal negro, era una sombra opaca.
-Entra, Simón -dijo Moisés-, entra, hijo mío; quítate los zapatos y siéntate con nosotros. Imaginaremos, por un momento, que mi hija está aquí.
-No imaginaremos nada de eso -dijo su mujer con voz apagada.
-Una copa de vino para el hijo de Matatías -dijo él, sirviéndola-. Quisiera mandar a Ruth a la casa del adón con una jarra de la nueva vendimia. Para que Matatías ben Juan pruebe y juzgue... Qué triste está la casa, Simón.
-Siempre hablando de ella -exclamó la esposa-. ¿Por qué no dejas dormir a los muertos?
-Tranquilízate, mujer. ¿Perturbo su sueño acaso? Este es el hombre que la amó..., es Simón ben Matatías. ¿De qué otra cosa voy a hablar con él? Jugó con ella cuando era niña, y la tuvo entre sus brazos cuando se hizo mujer. ¿De qué otra cosa quieres que hable?
-De Apeles -contestó ella.
-¡Que se pudra en el infierno! ¡Su nombre me ensucia la lengua!
-De Apeles -repitió ella.
-Háblale, Simón -me rogó-. Háblale, porque no toma alimentos, ni vino, ni nada. Está siempre así, sentada como una sombra. Háblale.
-Ya me han hablado bastante -dijo la madre de Ruth-. ¿Hace falta que me hablen los hijos del adón? Fui como una madre para ellos, y yo tuve una sola hija. Simón, ¿qué harás cuando vuelva Apeles a Modín?
Ambos me miraron fijamente; yo moví la cabeza afirmativamente, llené otra copa de vino y se la tendí a la mujer.
-Bebe, madre mía. El duelo ha terminado.
Se levantó, tomó la copa de vino y la yació.
El yunque y la forja de Rubén, el herrero, se hallaban en una pequeña barraca construida con restos de una antigua pared rocosa, y seguía siendo entonces, como en mi infancia, el lugar favorito de los niños. Las madres los mandaban con una olla agujereada, o los padres con la hoja rota de una azada. Rubén llevaba a cabo la reparación, pero los niños no se iban; dejaban pasar las horas, atraídos, atrapados por aquel hombre menudo de anchos hombros, negro de hollín. Sus poderosos brazos eran la personificación del metal que forjaba, su gran martillo una terrible máquina de destrucción y su fuelle la boca viviente de un dragón. Rubén vivía en un mundo de calor y chispas, y el metal inanimado cobraba vida en sus manos.
Le gustaban los niños, y les contaba cuentos, cuentos peregrinos, distintos de todos los demás cuentos. Recuerdo que una vez fui a su choza con Ruth y ella se pegó temerosa a mi lado, mientras Rubén nos contaba el cuento de Caín, el de las cejas negras y las manos rojas, que fue lanzado al infierno y vio a los diablillos forjar el metal.
Rubén siguió divagando hasta que Ruth se echó a llorar.
-No llores, hijita -dijo enseguida el herrero muy afligido, y la tomó en sus brazos desnudos y pilosos-, no llores, mi niña de oro, mi reina de Israel, mi hermosa.
Pero ella forcejeó hasta lograr que la soltara, y salió corriendo a esconderse en nuestro granero. Allí la encontré y la consolé.
Podría haber sido al día siguiente cuando fui a su taller, porque los niños seguían allí, todo lo cerca que se atrevían, mientras Rubén manejaba el martillo y Judas, desnudo hasta la cintura, le sujetaba la pieza de metal.
-Aquí viene Simón -dijo Rubén, sin dejar de martillear,
clang clang, clang
-. ¿Tú también vienes a enseñarme mi oficio? Yo ya calentaba el hierro cuando vosotros todavía no habíais dejado de mamar. Y he visto un par de cosas, porque dos veces fui al norte, a las montañas, con Moisés ben Aarón, a comprar hierro en el mismo lugar en que lo sacan de la tierra. Allí los esclavos se introducen en la tierra arrastrándose como topos, completamente desnudos, y ciegos; y duermen luego cercados, como animales, gimiendo y sollozando. Lo he visto con mis propios ojos en las faldas del Ararat, allí donde tocó tierra el arca, y donde los griegos llevan esclavos de todo el mundo para extraer el metal de las minas. Sin embargo, cuando hago una lanza, no sirve; tiene el asta muy corta, la punta muy gruesa...
-Las armas tienen que servir al hombre y no el hombre a las armas -intervino Judas.
-Escúchale, Simón ben Matatías -dijo Rubén sonriendo, mientras el martillo golpeaba y golpeaba, desprendiendo una lluvia de chispas-; a mi me habla de lanzas y de armas. Cuando tú gateabas, Judas, cuando llevabas pañales, llegó a Tiro, donde yo me encontraba, una cohorte romana, la primera, te advierto. Pude examinar uno de sus pilos; seis libras de metal y seis libras de madera. ¡Eso es un arma, por todos los diablos! Yo he visto la lanza de los salvajes que viven al otro lado del Ararat, casi tres pies de metal, en forma de hoja; y la lanza repugnante, que parece una serpiente, de los partos; y la de los sirios, que parece una pala para excavar la carne; y el arma de los griegos, de doce pies de largo para ser manejada por tres hombres; y la miserable lanza egipcia, con su punta de bronce; y el venablo de los beduinos. El capitán de los romanos me preguntó:
»-¿Quién eres tú?
»-Un judío de Judea -respondí-, un herrero, forjador de metales, cuyo nombre es Rubén ben Tubel.
»Yo no conocía su lengua, ni él la mía, pero alguien nos tradujo.
»-Es la primera vez que veo a un judío -dijo el capitán.
»-Y yo es la primera vez que veo a un romano -repuse.
ȃl me dijo entonces:
»-¿Todos los judíos son tan fuertes y tan feos como tú?
»-¿Y los romanos -contesté-, son todos tan insolentes con los forasteros? Tienes en las manos una porquería de arma y en la boca una porquería de lengua.
»Porque yo era joven entonces, Judas ben Matatías, y no tenía miedo a ningún ser viviente. Pues bien, el romano le quitó de las manos un pilo a uno de sus hombres; pasaba en aquel momento por la calle un asno guiado por un simpático mozalbete.
»-Mira, judío -dijo el capitán romano.
»Y lanzando el pilo con un solo movimiento, atravesó al asno de tal modo que la madera se le clavó en el costado y la pértiga de hierro salió unos dos pies por el otro lado.
»-Esa es nuestra arma, judío -dijo, mientras el mozalbete gritaba de miedo y de dolor-, y en la legión hay buena paga y mejor gloria.