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Authors: Hal Clement

Tags: #Ciencia Ficción

Misión de gravedad (2 page)

BOOK: Misión de gravedad
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—Correcto. Veo que tus filósofos son versados en geometría. Sin embargo, no entiendo por qué no han comprendido que hay dos formas de resolver el problema de la distancia. A fin de cuentas, ¿no ves que la superficie de Mesklin se curva hacia abajo? Si tu teoría fuera cierta, el horizonte estaría encima de ti. ¿Qué dices a eso?

—¡Oh, lo está! Por eso, aun las tribus más primitivas saben que el mundo tiene forma de cuenco. Sólo se ve distinto aquí, cerca del Borde. Creo que está relacionado con la luz. En definitiva, el sol sale y se pone aquí incluso en verano, y no me sorprende que las cosas presenten un aspecto un poco raro. Vaya, si hasta parece que el… horizonte, así lo llamaste, ¿no? Bien, parece que el horizonte está más cerca del norte y el sur, que del este y el oeste. Se ve una nave a mucha mayor distancia hacia el este o el oeste. Es la luz.

—Hum. Tu argumento me resulta algo difícil de rebatir en este momento. —Barlennan no estaba tan familiarizado con el idioma del Volador cromo para detectar el tono irónico—. Nunca estuve en la superficie lejos del… Borde… y personalmente no puedo estar. No sabía que allí las cosas se vieran tal como tú las describes y, por el momento, no entiendo por qué es así. Espero verlo cuando recibas ese aparato de radiovisión en nuestro pequeño encuentro.

—Me deleitará oír tu explicación acerca de por qué nuestros filósofos están equivocados —respondió Barlennan cortésmente—. Cuando estés preparado, desde luego. Entretanto, sigo deseando saber si puedes informarme acerca de cuándo habrá una pausa en la tormenta.

—Tardaré unos minutos en recibir un informe de la estación de Toorey. Te llamaré al amanecer. A esa hora podré darte el pronóstico y habrá luz suficiente para que me muestres el Cuenco. ¿De acuerdo?

—Excelente. Esperaré.

Barlennan se agazapó junto a la radio mientras la tormenta aullaba en derredor. Los goterones de metano que se estrellaban contra su espalda blindada no le molestaban. Golpeaban con más fuerza a mayor altitud. En ocasiones se sacudía para expulsar la pátina de amoníaco que se acumulaba en la balsa, pero aun eso era una molestia menor, al menos hasta ahora. A mediados del invierno, dentro de cinco o seis mil días, el amoníaco se derretiría a pleno sol, y poco después se congelaría de nuevo. La idea era alejar el líquido de la nave —o la nave del líquido— antes de la segunda helada, pues de lo contrario los tripulantes de Barlennan tendrían que arrancar doscientas balsas de la playa. El Bree no era un barco fluvial, sino una nave oceánica.

El Volador tardó sólo los escasos minutos prometidos en obtener la información, y su voz resonó una vez más en el diminuto artefacto mientras el levante alumbraba las nubes de la bahía.

—Me temo que yo tenía razón, Barl. No hay pausa a la vista. El casquete de hielo se está derritiendo en casi todo el hemisferio norte, un término que para ti no significa nada. Las tormentas suelen durar todo el invierno. En las latitudes meridionales más altas llegan por separado porque se dividen en células muy pequeñas al alejarse del ecuador, por efecto de la desviación de Coriolis.

—¿De qué?

—La misma fuerza que hace que los proyectiles que arrojas viren tanto hacia la izquierda… Al menos, aunque nunca lo he visto en estas condiciones, es lo que debería ocurrir en este planeta.

—¿Qué es «arrojar»?

—Bien, «arrojar» es coger un objeto, alzarlo e impulsarlo lejos de ti para que viaje cierta distancia antes de chocar contra el suelo.

—En los países razonables no hacemos eso. Aquí podemos hacer muchas cosas que allá son imposibles o muy peligrosas. Si yo «arrojara» algo en mi país, podría caer sobre alguien…, muy probablemente, sobre mí.

—Pensándolo bien, eso sería malo. Ahí tenéis tres G, lo cual ya es bastante; en los polos hay casi setecientas. Aun así, si hallaras algo tan pequeño como para que tus músculos pudieran arrojarlo, ¿por qué no podrías atajarlo, o al menos resistir el impacto?

—La situación me resulta difícil de imaginar, pero creo saber la respuesta. No hay tiempo. Si sueltas algo, arrojándolo o no, choca contra el suelo en un santiamén.

—Entiendo…, o creo entender. Dábamos por sentado que teníais una reacción temporal acorde con vuestra gravedad, pero veo que eso es puro antropocentrismo. Creo que lo entiendo.

—Lo que pude entender de tu charla me parece razonable. Es evidente que somos distintos, y quizá nunca comprendamos cuánto. De cualquier modo, al menos somos tan parecidos como para conversar… y llegar a lo que espero sea un acuerdo mutuamente provechoso.

—Ya lo creo. Por cierto, para ello tendrás que darme una idea de los sitios a los que quieres ir, y yo tendré que señalar en tus mapas el sitio a donde quiero que vayas. ¿Podemos echar una ojeada a ese Cuenco? Ya hay luz suficiente para el visor.

Barlennan se dirigió hacia un lugar de la balsa cubierto por una tienda más pequeña, aferrándose a las cornamusas. Abrió la tienda y la plegó, exponiendo una zona libre de la cubierta; luego regresó, sujetó cuatro cables alrededor de la radio, los fijó a cornamusas situadas estratégicamente, alzó la tapa de la radio y empezó a desplazarla por la cubierta. Pesaba un poco más que él, pese a que sus dimensiones lineales eran menores, pero no correría ningún riesgo de que el viento se la arrebatara. La tormenta no había amainado, y la cubierta temblaba. Con el ojo del aparato vuelto hacia el Cuenco, apuntaló el otro extremo con palos para que el Volador pudiera mirar hacia abajo. Luego se desplazó hacia el otro lado del Cuenco e inició su exposición.

Lackland tenía que admitir que el mapa del Cuenco era lógico y preciso. Su curvatura era muy semejante a la del planeta, como él había esperado. El error más grave era su forma cóncava, de acuerdo con la idea que tenían los nativos acerca de la forma de su mundo. Presentaba unos quince centímetros de diámetro y tres de profundidad en el centro. El mapa estaba protegido por una pátina transparente —probablemente hielo, supuso Lackland—, que formaba una superficie continua con la cubierta. Esto impedía ver los detalles con claridad, pero no podían alzarla sin que el cuenco se llenara de nieve de amoníaco. La nieve se estaba amontonando donde no soplaba el viento. Aquella playa estaba relativamente guarecida, pero tanto Lackland como Barlennan podían imaginar lo que ocurría allende las colinas que se alzaban paralelamente en el sur. El segundo estaba secretamente satisfecho de ser marino. El viaje terrestre por esos parajes resultaría engorroso durante miles de días.

—He tratado de mantener mis mapas actualizados —dijo, mientras se sentaba frente al «representante» del Volador—. Sin embargo, no intenté introducir cambios en el Cuenco porque las nuevas regiones que registramos mientras navegábamos hacia aquí no tenían extensión suficiente. Te puedo mostrar pocos detalles, pero tú querías una idea general del rumbo que seguiríamos al salir de aquí.

—Bien, en realidad, a mí me da lo mismo. Puedo comprar y vender en cualquier parte, y por el momento llevo pocas cosas a bordo salvo comida. Además, no me quedará mucha cuando haya terminado el invierno; así que había planeado, desde nuestra charla, navegar por un tiempo cerca de las zonas de poco peso y recoger vegetales que se pueden obtener aquí, materiales valiosos para las gentes del sur por su efecto sobre el sabor de la comida.

—¿Especias?

—Si así denominas esos productos, sí. Los he transportado antes y saben bastante bien. Se pueden obtener buenas ganancia con una sola carga, como la mayoría de los bienes cuyo valor depende menos de su utilidad que de su rareza.

—¿Debo entender, pues, que una vez que hayas cargado aquí no te importa mucho hacia dónde ir?

—En efecto. Si no me equivoco, tu misión nos llevará cerca del Centro, lo cual está bien… Cuanto más al sur vayamos, mejores precios obtendré. Y la duración adicional del viaje no representará un peligro, pues tú nos ayudarás como conviniste.

—Exacto. Eso es excelente, aunque ojalá hubiéramos podido encontrar algo para ofrecerte en pago, así no tendrías que perder tiempo recogiendo especias.

—Bien, tenemos que comer. Tú dices que vuestros cuerpos y, por ende, vuestros alimentos, están hechos de sustancias muy diferentes, así que no podemos ingerir lo que vosotros coméis. Con franqueza, no se me ocurre ninguna materia prima que yo no pudiera conseguir fácilmente en la cantidad deseada. Mi idea favorita es la de obtener alguna de vuestras máquinas, pero dices que habría que construirlas de nuevo para que funcionaran en nuestro mundo. Creo que hemos llegado al mejor acuerdo posible, dadas las circunstancias.

—Así es. Incluso esta radio fue construida específicamente para esta tarea, y tú no podrías repararla… Tu gente, a menos que esté yo muy equivocado, no posee las herramientas necesarias. Sin embargo, durante el viaje hablaremos nuevamente de esto; quizá las cosas que ambos aprendamos abran nuevas y mejores posibilidades.

—Sin duda —respondió cortésmente Barlennan.

No mencionó, por cierto, la posibilidad de que sus propios planes tuvieran éxito. El Volador no los habría aprobado.

2 – EL VOLADOR

E
l pronóstico del Volador era atinado: pasaron cuatrocientos días hasta que se produjo una pausa en la tormenta. Durante ese período, el Volador habló cinco veces con Barlennan por la radio, siempre iniciando la charla con un breve pronóstico meteorológico y continuando con una conversación más general de uno o dos días consecutivos. Barlennan había notado, cuando aprendía el idioma de esa extraña criatura y realizaba visitas personales a su puesto de la Colina, cerca de la bahía, que parecía tener un ciclo vital extrañamente regular; descubrió que podía hallar al Volador durmiendo o comiendo a horas muy previsibles, que parecían cumplir un ciclo de ochenta días. Barlennan no era filósofo —pensaba, como la mayoría, que un filósofo era un soñador sin sentido práctico— y no se detuvo a analizar un hecho que concernía a una criatura exótica, aunque sin duda interesante. Nada en la experiencia del mesklinita lo capacitaba para deducir la existencia de un mundo que tardaba ochenta veces más en rotar sobre su eje.

—¡Barl! —El Volador no se molestó con preliminares, sabiendo que el mesklinita siempre estaba cerca de la radio—. La estación de Toorey llamó hace unos minutos. Hay una zona relativamente despejada que se desplaza hacia nosotros. No saben cómo serán los vientos, pero pueden ver el suelo, así habrá buena visibilidad. Si tus cazadores quieren salir, yo diría que el viento no los arrastrará, siempre que esperen hasta que las nubes se hayan marchado durante veinte o treinta días. Después de eso, tendremos muy buen tiempo en un período de cien días. Me avisarán con antelación suficiente para que tu gente regrese a la nave.

—Pero ¿cómo recibirán tu aviso? Si yo les dejo llevar esta radio, no podré hablar contigo sobre nuestros asuntos, y de lo contrario…

—Estuve pensando en ello —interrumpió Lackland—. Creo que será mejor que subas aquí en cuanto amaine el viento. Te daré otro equipo. Es preferible que tengas varios. Cincuenta mil kilómetros tal como vuela el cuervo, como decimos por aquí, y no sé cuánto en barco o por tierra.

El giro de Lackland ocasionó una demora; Lackland le explicó que había querido decir «en línea recta» pero Barlennan quiso saber qué era un cuervo y qué era volar. Lo primero resultó bastante fácil de explicar. En cuanto a una criatura viviente que volara por sus propios medios, para Barlennan era más inconcebible y aterrador que «arrojar». Consideraba que la capacidad de Lackland para viajar por el aire era algo tan exótico que, en realidad, no lo asimilaba del todo. Lackland, en parte, lo comprendía.

—Hay otra razón por la cual quiero reunirme contigo —dijo—. En cuanto el tiempo les permita aterrizar, traerán un tanque. Quizá si ves el aterrizaje del cohete te acostumbres un poco más a la idea de volar.

—Quizá —dijo Barlennan con un titubeo—, pero no sé si quiero ver el aterrizaje de tu cohete. Ya lo vi una vez, y no quisiera que algún tripulante estuviese presente en ese momento.

—¿Por qué no? ¿Crees que el susto sería contraproducente?

—No —respondió con franqueza el mesklinita—. No quiero que ninguno de ellos me vea a mí tan asustado como pienso que estaré.

—Me sorprendes, capitán —comentó jovialmente Lackland.— Sin embargo, entiendo tus sentimientos, y te aseguro que el cohete no pasará por encima de ti. Si esperas junto a la pared de mi domo, dirigiré al piloto por radio para cerciorarme de ello.

—Pero ¿cuánto se acercará?

—Pasará a bastante distancia, te lo prometo. No sólo por tu comodidad, sino por mi seguridad. Para aterrizar en este mundo, incluso en el Ecuador, será necesario que el piloto use mucha potencia. No quiero que la descarga me incendie el domo.

—De acuerdo, iré. Como dices, sería una comodidad disponer de más radios. ¿Qué es el «tanque» que mencionaste?

—Es una máquina que me llevará por tierra, de la misma forma que tu nave te llevará por mar. La verás dentro de pocos días, o de pocas horas.

Los amigos del Volador, instalados en la luna interior de Mesklin, habían profetizado correctamente. El capitán, agazapado en la popa, contó sólo diez amaneceres hasta que una claridad en la bruma y una mengua en el viento le indicaron, como de costumbre, que se aproximaba el ojo de la tormenta. Por su propia experiencia estaba dispuesto a creer, como había señalado el Volador, que el período de calma duraría cien o doscientos días. Con un silbido que habría reventado los tímpanos de Lackland si el Volador hubiera podido oír una frecuencia tan alta, llamó la atención de sus tripulantes.

—Organizaremos dos grupos de caza. Dondragmer encabezará uno, y Merkoos, el otro; cada cual se llevará nueve hombres de su propia elección. Yo permaneceré en la nave para coordinar, pues el Volador nos dará más máquinas parlantes. Iré a la Colina del Volador en cuanto el cielo esté despejado; sus amigos traerán las máquinas de arriba, junto con otras cosas que necesitan, así que todos los tripulantes permanecerán cerca de la nave hasta mi regreso. ¿Acordamos salir treinta días después de mi partida?

—Pero ¿es conveniente que abandones la nave tan pronto? Los vientos aún serán fuertes.

El piloto era demasiado buen amigo para que la pregunta resultara impertinente, aunque algunos capitanes se habrían ofuscado ante semejante objeción. Barlennan agitó las pinzas de un modo que denotaba una sonrisa.

—Tienes razón. Sin embargo, quiero ahorrar tiempo, y la Colina del Volador está a sólo un kilómetro.

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