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Authors: Hal Clement

Tags: #Ciencia Ficción

Misión de gravedad (4 page)

BOOK: Misión de gravedad
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—No te entiendo.

—Barlennan es un capitán errante, un explorador y un mercader independiente. Está lejos de las zonas normales habitadas y recorridas por su gente. Permanecerá aquí durante el invierno meridional, cuando la evaporación del casquete polar del norte genera tormentas increíbles en estas regiones ecuatoriales, tormentas que para él son tan extrañas como para nosotros. Si algo le ocurre, no será fácil hallar otro contacto.

»Recuerda que normalmente vive en un campo gravitatorio entre doscientas y setecientas veces más fuerte que el terrestre. ¡Y no lo seguiremos a casa para conocer a sus parientes! Más aún, no debe de haber cien individuos de su raza que, además de ejercer el mismo oficio, tengan valor suficiente para alejarse de sus hogares naturales. Entre esos cien, ¿cuántas probabilidades tenemos de conocer a otro, teniendo en cuenta que este océano es uno de los que más frecuentan y que el pequeño brazo donde se halla esta bahía tiene diez mil kilómetros de longitud y tres mil de anchura, con una línea costera muy accidentada? En cuanto a localizar a uno desde arriba, en el mar o en la costa, no debemos olvidar que el Bree de Barlennan, con sus diez metros de largo y tres de ancho, es una de sus naves oceánicas más grandes. Además, no asoman más de ocho centímetros por encima del agua.

»No, Mack, nos topamos con Barlennan por una enorme coincidencia y no confío en que se produzca otra. Permanecer bajo tres gravedades durante cinco meses, hasta la primavera meridional, valdrá la pena. Desde luego, si quieres apostar nuestras posibilidades de recobrar casi dos mil millones de dólares en equipo a los resultados de una búsqueda en una franja de mil quinientos kilómetros de anchura y más de doscientos mil de longitud…

—Has sido muy convincente —admitió el otro ser humano—, pero aun así me alegra que seas tú y no yo quien está aquí. Desde luego, quizá si conociera mejor a Barlennan…

Ambos se volvieron hacia la diminuta forma de oruga agazapada en la plataforma.

—Barlennan, confío en que perdones mi rudeza al no presentarte a Wade McLellan —dijo Lackland—. Wade, te presento a Barlennan, capitán del Bree y un gran marino en su mundo… Él no me lo ha dicho, pero su presencia aquí basta para demostrarlo.

—Mucho gusto en conocerte, Volador McLellan —respondió el mesklinita—. No se necesita ninguna disculpa, y me pareció que vuestra conversación también estaba destinada a mis oídos. —Abrió las pinzas en el gesto de saludo—. Yo había apreciado la buena suerte que representa para ambos nuestro encuentro, y sólo espero poder cumplir mi parte del trato tan bien como vosotros cumpliréis la vuestra.

—Hablas nuestro idioma notablemente bien —comentó McLellan—. ¿Hace sólo seis semanas que lo practicas?

—No sé bien cuánto dura vuestra «semana», pero hace menos de tres mil quinientos días que conocí a tu amigo —respondió el capitán—. Soy buen lingüista, desde luego. Es necesario para mi oficio. Y las películas que me mostró Charles me ayudaron mucho.

—Es una suerte que tu voz pueda reproducir todos los sonidos de nuestro idioma. A menudo tenemos problemas en ese sentido.

—Por eso fue preferible que yo aprendiera el vuestro y no vosotros el mío. Muchos sonidos nuestros son demasiado agudos para vuestras cuerdas vocales, según creo. —Barlennan se abstuvo de mencionar que buena parte de su conversación también era demasiado aguda, aunque en otro sentido, para los oídos humanos. Aunque Lackland no lo hubiera notado, el más honesto de los mercaderes lo piensa dos veces antes de revelar todas sus bazas—. Supongo que Charles, no obstante, ha aprendido algo de nuestro idioma al observarnos y escucharnos a través de la radio que hay a bordo del Bree.

—Apenas nada —confesó Lackland—. Por lo poco que he visto, tienes excelentes tripulantes. Realizan muchas actividades regulares sin necesidad de órdenes, y no entiendo nada de las conversaciones que a veces entablas con tus hombres, si no van acompañadas por alguna acción.

—¿Te refieres a mis conversaciones con Dondragmer o Merkoos? Son mi primer y segundo oficial, y con quienes más hablo.

—Espero que no te sientas insultado por esto, pero no logro distinguiros uno de otro. No estoy familiarizado con vuestros rasgos.

Barlennan casi rió.

—En mi caso es aún peor. No estoy seguro de haberte visto sin funda artificial.

—Bien, creo que estamos divagando y que ya hemos utilizado mucha luz del día. Mack, supongo que querrás regresar al cohete, donde el peso no existe y los hombres son globos. Al llegar, asegúrate de que los transmisores y receptores de estos cuatro equipos estén bien juntos, para que uno se registre en el otro. No crea que valga la pena conectarlos eléctricamente; estas gentes los usarán por un tiempo como contacto entre grupos aislados y los equipos están en diferentes frecuencias. Barlennan, dejé las radios junto a la cámara de presión. Al parecer, lo sensato sería ponerte a ti y las radios encima del tanque, llevar a Mack hasta el cohete y luego conducirte a ti y al equipo hasta el Bree.

Lackland actuó según esta sugerencia, obviamente la más sensata, antes de que nadie pudiera responder, y, el resultado fue que Barlennan casi enloqueció.

La mano enguantada del hombre levantó el cuerpo diminuto del mesklinita. Por un estremecedor instante, Barlennan se sintió y se vio suspendido a gran distancia del suelo; luego fue depositado en la superficie lisa del tanque. Sus pinzas rasparon desesperadamente el terso metal para complementar la reacción instintiva de sus docenas de pies de succión, que se habían adherido a las láminas; sus ojos miraban con horror el vacío que rodeaba el borde del camino, a poca distancia en cada dirección. Tardó varios segundos —tal vez un minuto entero— en recobrar el habla, y entonces su voz era inaudible. Estaba demasiado lejos del receptor de la plataforma para comunicar palabras inteligibles, lo sabía por experiencia; sin embargo, aun en ese extremo de terror recordó que el estridente aullido de miedo que deseaba emitir se oiría con nítida claridad en el Bree, pues allá había otra radio.

Y en tal caso, el Bree tendría un nuevo capitán. El respeto por su valor era lo único que había conducido a aquella tripulación a las borrascosas regiones del Borde. Sin valor, perdería tripulación, barco y, en la practica, vida. Los cobardes no se toleraban en ninguna nave oceánica y en ningún puesto; y, aunque sus tierras estaban en la misma masa continental, la idea de recorrer sesenta mil kilómetros de línea costera a pie era descabellada.

Estos pensamientos no cruzaron la mente de Barlennan de forma explícita, pero su conocimiento instintivo de los hechos le hizo permanecer en silencio mientras Lackland recogía las radios y entraba con McLellan en el tanque. El metal tembló ligeramente cuando cerraron la portezuela, y un instante después el vehículo se puso en marcha. Algo extraño le ocurrió entonces al pasajero no humano.

El miedo podría haberle hecho enloquecer. Pero no enloqueció; al menos, no en el sentido convencional. Continuó razonando con la lucidez de siempre, y ninguno de sus amigos habría detectado un cambio de personalidad. Alguien que conociera a los mesklinitas mejor que Lackland habría sospechado que el capitán estaba un poco ebrio; pero incluso esa sensación pasó.

Y también pasó el miedo. A casi seis cuerpos de longitud por encima del suelo, sentía una relativa calma. Se aferraba con fuerza, en efecto, e incluso luego recordaría que era una suerte que el viento continuara amainando, pero el metal liso le permitía adherir con fuerza los pies de succión. Y era asombroso el panorama que disfrutaba —sí, disfrutaba— desde esa posición. Mirar las cosas desde arriba era de gran ayuda; se obtenía un cuadro bastante amplio de un solo vistazo.

Una embriagadora sensación de triunfo lo embargó cuando el tanque se acercó al cohete y se detuvo. El mesklinita saludó alegremente con las pinzas a McLellan, cuando éste salió al resplandor de las luces del tanque, y sintió un exagerado placer cuando el hombre le devolvió el saludo. El tanque viró a la derecha y enfiló hacia la playa donde aguardaba el Bree. Mack, recordando que Barlennan no tenía protección, esperó consideradamente a que estuviera a cierta distancia antes de despegar. El espectáculo de aquella máquina elevándose despacio y sin soporte amenazó por un instante con reavivarle el viejo temor; pero Barlennan combatió tenazmente esa sensación y se obligó a mirar el cohete hasta que éste se perdió de vista en la luz del sol.

Lackland también observaba; pero, cuando desapareció el último destello de metal, no perdió más tiempo y condujo el tanque hacia donde aguardaba el Bree. Se detuvo a cien metros de la nave, aunque a distancia suficiente como para que las pasmadas criaturas de las cubiertas vieran al capitán encaramado en el techo del vehículo.

Un rumor de furia creció en medio de la tripulación cuando la portezuela del tanque se abrió y surgió la figura de Lackland. Su modo de vida, que oscilaba entre la piratería y el comercio, había seleccionado a los más dispuestos para luchar sin titubeos ante la menor amenaza para cualquiera de ellos; los cobardes habían desistido tiempo atrás, y los individualistas habían muerto. Lo único que salvó la vida de Lackland fue el hábito, el condicionamiento que les impedía dar el brinco de cien metros que aun los más débiles podían efectuar con una mera flexión de los músculos. Reptando como habían hecho toda la vida, bajaron de las balsas como una cascada roja y negra, y se desparramaron por la playa avanzando hacia la máquina alienígena. Lackland los vio venir, pero entendió tan mal sus motivos que ni siquiera se dio prisa cuando tendió la mano hacia el techo, recogió a Barlennan y lo depositó en el suelo. Luego metió los brazos en el vehículo y sacó las radios que había prometido, posándolas en la arena junto al capitán; y para entonces los tripulantes habían comprendido que el capitán estaba vivo y aparentemente ileso. El alud se detuvo confusamente, moviéndose con indecisión entre la nave y el tanque; una cacofonía de voces, que iban desde las más graves hasta las más agudas que la radio podía reproducir, sonó en los altavoces del traje de Lackland. Aunque había hecho lo posible para atribuir significado a algunas de las conversaciones nativas, el hombre no entendió una sola palabra de lo que decían. Quizá fue mejor para su paz de espíritu; había comprendido hacía tiempo que hasta un blindaje capaz de soportar la presión de ocho atmósferas de la superficie de Mesklin significaba poco o riada para las pinzas mesklinitas.

Barlennan detuvo la algarabía con un ronquido que Lackland quizás hubiera oído directamente a través del blindaje, si la reproducción por radio no lo hubiera ensordecido. El capitán sabía muy bien lo que pensaban sus hombres, y no tenía ganas de ver fragmentos escarchados de Lackland esparcidos por la playa.

—¡Calma! —En realidad Barlennan sentía una calidez muy humana ante la reacción protectora de sus tripulantes, pero no era momento para alentarlos—. Muchos de vosotros habéis hecho el ridículo aquí con la falta de peso, de modo que deberíais saber que yo no corría peligro.

—Pero prohibiste…

—Sé que prohibí esos actos, y os dije por qué. Cuando regresemos al peso normal y a una vida decente, no debemos tener hábitos que puedan derivar en actos irreflexivos y peligrosos como ése… —Señaló con la pinza el techo del tanque—. Todos sabéis lo que puede hacer el peso normal; el Volador no lo sabe. Él me puso allí, y visteis cómo me bajó, sin siquiera pensarlo. Viene de un lugar donde prácticamente no hay peso, donde, según creo, podría caer desde una altura de varios cuerpos sin lastimarse. Podéis verlo vosotros mismos: si apreciara normalmente la altura, ¿cómo podría volar?

La mayoría de los presentes había hundido los rechonchos pies en la arena, como tratando de afianzarse mejor durante el discurso. Era dudoso que se tragaran del todo las palabras del capitán, pero al menos habían desistido de sus intenciones iniciales hacia Lackland. Nuevamente iniciaron su charla zumbona, pero parecían más asombrados que enfurecidos. Sólo Dondragmer callaba, un poco alejado de los demás; y el capitán comprendió que su piloto necesitaría una explicación más detallada.

—¿Están preparados los grupos de caza?

La pregunta de Barlennan silenció el parloteo una vez más.

—Aún no hemos comido —respondió Merkoos con inquietud—, pero todo lo demás, redes y armas, está preparado.

—¿La comida está lista?

—Dentro de un día, capitán —respondió Karondrasee, el cocinero, que se volvió hacia el barco sin esperar más órdenes.

—Dondragmer, Merkoos, coged una de estas radios cada uno. Me habéis visto usar la del barco. Sólo tenéis que hablar cerca de ellas. Podéis efectuar un movimiento envolvente realmente eficaz con ellas, pues no será necesaria la proximidad para que los líderes se vean.

»Dondragmer, no sé si os dirigiré desde la nave, como pensé originalmente. He descubierto que es posible abarcar notables distancias desde arriba del vehículo del Volador; si acepta, viajaré con él cerca de la zona de operaciones.

—¡Pero, capitán! —Dondragmer estaba pasmado—. ¿Esa cosa no ahuyentará a todas las presas de la cercanía? Se la oye a cien metros y se la ve a gran distancia. Además…

Se interrumpió, sin saber cómo expresar su principal objeción. Barlennan habló por él:

—Además, nadie podría concentrarse en la cacería si yo estoy a la vista a tal distancia del suelo, ¿verdad? —Las pinzas del piloto dieron un silencioso asentimiento, y los demás tripulantes emularon el gesto.

Por un instante, el capitán sintió la tentación de razonar con ellos, pero comprendió a tiempo la futilidad del intento. No podía recobrar la perspectiva que había compartido con ellos hasta hacía poco tiempo, pero sí comprendía que antes él tampoco habría escuchado lo que ahora le parecía «razonable».

—De acuerdo, Dondragmer, olvidaré esa idea. Quizá tengas razón. Me mantendré en contacto con vosotros por radio, pero permaneceréis fuera de mi vista.

—Pero ¿montarás encima de esa cosa? ¿Qué te ha ocurrido? Ya sé que una caída de pocos metros no significa nada aquí, en el Borde, pero nunca correría el riesgo deliberadamente y no entiendo que otro esté dispuesto a hacerlo. Ni siquiera me imagino encima de esa cosa.

—Hace poco tiempo estabas a un cuerpo de altura en un mástil, si no recuerdo mal —replicó Barlennan, secamente—. ¿O fue a otro a quien vi revisando los aparejos sin bajar el travesaño?

—Eso era distinto… Yo tenía un extremo sobre cubierta —respondió, incómodo, Dondragmer.

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