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Authors: Manuel Mujica Lainez

Tags: #Cuento

Misteriosa Buenos Aires (6 page)

BOOK: Misteriosa Buenos Aires
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El portero la reconoce o cree reconocerla, mas al punto comprende que se engaña. No, no puede ser el violín del Padre Francisco Solano. El Padre Solano está ahora en Lima, a más de setecientas leguas del Río de la Plata. ¡Y sin embargo…! El hermano hizo el viaje desde España en su compañía, veinte años atrás, y no ha olvidado el son de ese violín. Música de ángeles parecía, cuando el santo varón se sentaba a proa y acariciaba las cuerdas con el arco. Hubo marineros que aseguraron que los peces asomaban las fauces y las aletas, para escucharlo mejor, en la espuma del navío. Y uno contó que una noche había visto una sirena, una verdadera sirena con la cola de escamas y el cabello de líquenes negros, que escoltó por buen espacio a la flota, balanceándose en el oleaje a la cadencia del violín.

Pero esta música debe ser otra, porque el Padre Francisco Solano está en el Perú, y para bajar del Perú a Buenos Aires, en las tardas carretas, se necesita muchísimo tiempo. ¡Y sin embargo, sin embargo…! ¿Quién toca el violín así en esta ciudad? Ninguno. Ninguno sabe, como Solano, arrancar las notas que hacen suspirar y sonreír, que transportan el alma. Los indios del Tucumán abandonaban las flechas, juntaban las manos y acudían a su reclamo milagroso. Y los jaguares de las selvas también, como esos tigres de las pinturas antiguas que van uncidos por guirnaldas a los carros triunfales. El hermano portero ha sido testigo de tales prodigios en San Miguel del Tucumán y en La Rioja, donde florece el naranjo plantado por el taumaturgo.

Es una música indefinible, muy simple, muy fácil, y que empero hace pensar en los instrumentos celestes y en los coros alineados alrededor del Trono divino. Va por el claustro del convento de Buenos Aires, aérea, como una brisa armoniosa, y el hermano portero la sigue, latiéndole el corazón.

En el patio donde se yergue el ciprés que cuida Fray Luis de Bolaños, el espectáculo de encantamiento detiene al hermano lego que se persigna. Ya avanza el mes de julio, pero el aire se embalsama con el olor y la tibieza primaverales. Todo el árbol está colmado de pájaros inmóviles, atentos. El portero distingue la amarilla pechuga del benteveo y la roja del pecho colorado y el luto del tordo y las plumas grises de la calandria y la cresta del cardenal y la cola larga de la tijereta. Nunca ha habido tantos pájaros en el convento de las Once Mil Vírgenes. Los teros se han posado sobre un andamio, allí donde prosiguen las obras que Fray Martín Ignacio de Loyola, obispo del Paraguay y sobrino del santo, mandó hacer. Y hay horneros y carpinteros entre las vigas, y chorlos y churrinches y zorzales y picaflores y hasta un solemne búho. Escuchan el violín invisible, chispeantes los ojos redondos, quietas las alas. El ciprés semeja un árbol hechizado que diera pájaros por frutos.

La música gira por la galería y más allá el hermano topa con el perro y el gato del convento. Sin mover rabo ni oreja, como dos estatuas egipcias, velan a la entrada de la celda de Fray Luis de Bolaños. Cuelga entre los dos una araña que ha suspendido la labor de la tela para oír la melodía única. Y observa el hermano portero que las bestezuelas que a esa hora circulan por la soledad del claustro han quedado también como fascinadas, como detenidas en su andar por una orden superior. Ahí están los ratoncitos, los sapos doctorales, la lagartija, los insectos de caparazón pardo y verde, los gusanos luminosos y, en un rincón, como si la hubieran embalsamado para un museo, una vizcacha de los campos. Nada se agita, ni un élitro, ni una antena, ni un bigote. Apenas se sabe que viven por el ligero temblor de los buches, por un rápido guiño.

El hermano portero se pellizca para verificar si está soñando. Pero no, no sueña. Y los acordes proceden de la celda de Fray Luis.

El lego empuja la puerta y una nueva maravilla le pasma. Inunda el desnudo aposento un extraño clamor. En el medio, sobre el piso de tierra, se recorta la estera de esparto que sirve de lecho al franciscano. Fray Luis de Bolaños se halla en oración, arrobado, y lo estupendo es que no se apoya en el suelo sino flota sobre él, a varios palmos de altura. Su cordón de hilo de chahuar pende en el aire. Así le han visto en otras oportunidades los indios de sus reducciones de Itatí, de Baradero, de Caazapá, de Yaguarón. En torno, como una aureola de música, enroscan su anillo los sones del mismo violín.

El hermano portero cae de hinojos, la frente hundida entre las palmas. De repente cesa el escondido concierto. Alza los ojos el hermano y advierte que Fray Luis está de pie a su lado y que le dice:

—El santo Padre Francisco Solano ha muerto hoy en el Convento de Jesús, en Lima. Recemos por él.

—Pater Noster… —murmura el lego.

El frío de julio se cuela ahora por la ventana de la celda. Al callar el violín, el silencio que adormecía a Buenos Aires se rompe con el fragor de las carretas que atruenan la calle, con el tañido de las campanas, con el taconeo de las devotas que acuden a la primera misa muy rebozadas, con las voces de los esclavos que baldean los patios en la casa vecina. Los pájaros se han echado a volar. No regresarán al ciprés de Fray Luis hasta la primavera.

IX
LOS PELÍCANOS DE PLATA
1615

M
elchor Míguez da los últimos toques con el cincel al gran sello de plata que ostenta en su centro el escudo de la ciudad. Ya está lista la obra que por castigo le impusieron los cabildantes hace veinte días. Hay tres cirios titilantes sobre la mesa y el fondo del aposento se ilumina con las ascuas del hornillo, bajo la imagen de San Eloy. El platero enciende dos velas más. Ahora la habitación resplandece como un altar, alrededor del santo patrono de los orífices. Melchor ajusta el mango de madera al sello y lo hace girar entre los dedos finos, entornando los ojos para valorar cada detalle. Está satisfecho con su trabajo y los ediles tendrán que estarlo también. En el círculo de plata maciza, abre sus alas el pelícano heráldico. Cinco polluelos alzan los picos en torno. Tal es la descripción que le hizo el capitán Víctor Casco, alcalde ordinario, cuando le leyeron la sentencia y Melchor Míguez se ha ceñido exactamente a lo dispuesto. Luego, mientras burilaba los animalejos de abultado buche, salieron otros vecinos, viejos pobladores, alegando que ésas no eran las armas que Juan de Garay había diseñado para Buenos Aires, que ellos creen recordar que se trataba de un águila con sus aguiluchos; pero el terco alcalde se mantuvo en sus trece y no hubo nada que hacer. Pelícanos le pedían al platero y pelícanos había labrado.

Se recostó en el respaldo de vaqueta y suspiró. Esa noche su mujer quedaría libre. Lo había prometido y tenía que cumplir. Extendió la cera verde sobre un trozo de pergamino y aplicó encima el sello de plata: los palmípedos se destacaron en la sobriedad primitiva de las líneas. Pronto se multiplicarán en los papelotes del Cabildo entre las firmas inseguras.

Y su mujer podrá irse, si quiere. A lo mejor se va esa misma noche para Santa Fe, donde tiene una hermana. Al alba partirá una tropa de carretas con negros esclavos y mercancías. Que se vaya con ellos. No le importa ya. El otro, el amante, se ha fugado de la ciudad, con la cara marcada para siempre. Acaso se encuentren en Santa Fe. ¿Qué le importa ya al platero? La señal de su cuchillo quedará sobre el pómulo del otro, para siempre, para siempre. Y cuando la adúltera le abrace, aunque sea en lo hondo de la noche de tinta, la cicatriz en medialuna se inflamará para enrostrarle su pecado. No podrá rozarla sin que le queme las mejillas como una brasa.

Después de todo, los alcaldes no extremaron el rigor. A cambio de la herida, lo único que le han exigido es que labrara ese escudo, sin cobrar nada por la hechura. El mayordomo de los propios le entregó el metal hace veinte días, y en seguida se puso a trabajar. Le gusta su oficio: es tarea delicada, señoril; requiere paciencia y arte.

El otro estará en Santa Fe, aguardándola; pero el tajo en el pómulo, verdadero tajo de orfebre por la destreza, ése no se le borrará.

Ella tuvo también su pena: quince azotes diarios con el látigo trenzado, sobre las espaldas desnudas. Da lástima ver ahora esas espaldas que fueron tan hermosas. Ella misma se las ha curado con hojas cocidas y aceites, pero todas las mañanas volvían a sangrar bajo la lonja de cuero. Melchor Míguez le dijo:

—Tengo que labrar el escudo y pondré veinte días en hacerlo. Hasta que lo termine, permanecerás encerrada y recibirás quince azotes cada día. Luego podrás ir a reunirte con él.

Y no ha cedido. A medida que su obra avanzaba, enrojecieron las espaldas de su mujer y se desgarraron en llaga viva. Nada logró apiadarle: ni los gritos enloquecidos que no serían escuchados, pues su casa está apartada de todas; ni el ver, mañana a mañana, cómo se debilitaba su mujer; ni ha sucumbido tampoco ante la tentación de soltar el látigo, de caer de rodillas y de besar esos hombros cárdenos, sensuales, que adora.

Podrá irse esta noche misma, si le place. Después se lo dirá. ¿Y si se quedara? ¿Si se quedara con él? La culpa ha sido lavada ya. Ambos pagaron el precio: él, con esa pieza de plata que resume en su gracia simple su sabiduría de orfebre; ella, con su sangre. Le desanudó las ligaduras que le impedían escapar, para que se vaya esta noche, si quiere. Pero ¿y si se quedara? ¿Si volvieran a vivir como antes de que el otro apareciera con su traición?

Se le cierran los ojos. Sueña con su mujer bella y sonriente. Él está cincelando una custodia maravillosa, como la que el maestre Enrique de Arfe hizo para la catedral de Córdoba, en España, y que sale en andas, balanceándose sobre las corozas de los penitentes, a modo de un pequeño templo de oro y de plata para el San Jorge que alancea al dragón. Ella, a su lado, en la bruma del sueño, vigila el fuego, pule la ileza, los alicates, las limas, los martillos diminutos. Melchor cabecea en su silla, en el aposento iluminado por el llanto de los cirios gruesos.

Ábrese una puerta quedamente y su mujer se adelanta, encorvada como una bruja. Cada paso le tuerce el rostro con una mueca de dolor. Despacio, sin un ruido, se aproxima al platero. Sobre la mesa brilla con la alegría de la plata nueva, el sello de la ciudad. La mujer estira una mano, cuidando de no tocar los buriles. Sus dedos se crispan sobre el mango de madera dura. Ya lo tiene. Avanza hasta colocarse delante de su marido. Alza el gran sello redondo, con un vigor inesperado en su flaqueza, y de un golpe seco, rabioso, cual si manejara una daga, lo incrusta en la frente de Melchor.

El orfebre rueda de su asiento sin un quejido. Algo se le ha quebrado en la frente, bajo el golpe salvaje.

La mujer, espantada, arroja el sello en el hornillo, para que se funda su metal. Luego huye renqueando. Afuera, escondido entre las sombras, la recibe en sus brazos un hombre con una cicatriz en la cara, en forma de medialuna.

Melchor Míguez yace en la habitación silenciosa, alumbrada como un altar para una misa mayor. En su frente hendida, la sangre se coagula en torno del perfil borroso de los pelícanos.

X
EL ESPEJO DESORDENADO
1643

S
imón del Rey es judío. Y portugués. Disimula lo segundo como puede, hablando un castellano de eficaces tartamudeos y oportunas pausas. Lo primero lo disfraza con el rosario que lleva siempre enroscado a la muñeca, como una pulsera sonora de medallas y cruces, y con un santiguarse sin motivo. Pero no engaña a nadie. Asimismo es prestamista y esto no lo oculta. Tan holgadamente caminan sus negocios, que sus manejos mueven una correspondencia activa, desde Buenos Aires, con Chile y el Perú. Se ha casado hace dos años con una mujer bonita, a quien le lleva veinte, y que pertenece a una familia de arraigo, parapetada en su hidalguía discutible. La fortuna y la alianza han alentado las ínfulas de Simón, hinchándole, y alguno le ha oído decir que si se llama del Rey por algo será, y que si se diera el trabajo de encargar la búsqueda a un recorredor de sacristías, no es difícil que encontraran un rey en su linaje.

—Pero no lo haré —comenta, mientras acaricia el rosario—, porque no me importa y porque fose caer en pecado —aquí tartamudea— de vanidad.

Vive en una casa modesta, como son las de Buenos Aires. La ha adornado con cierto lujo, haciendo venir de España y de Lima muebles, cristales, platerías y hasta un tapiz pequeño, tejido en Flandes, en el cual se ve a Abraham ofreciendo a Melquisedec el pan y el vino.

—Los judíos —dice cuando lo muestra a un visitante— sólo me gustan en el pa… paño.

—¿En el qué?

—En el pa… paño, texidos —y se persigna.

Tiene celos de su esposa, doña Gracia, cuya juventud provoca el galanteo. Para no perderla de vista, ha instalado la mesa de trabajo tan estratégicamente que, con levantar la cabeza, domina sus hogareñas actividades, más allá del patio donde las negras cumplen sus órdenes de mala gana.

A doña Gracia le bailan los ojos andaluces. Simón del Rey sospecha que no le ama y de noche, en el lecho matrimonial que parece un altar entre tantos exvotos, reliquias, escapularios y palmatorias, se inclina sobre su bello rostro, con paciencia de pescador, para atrapar lo que murmura en sueños. Alguna vez se escapa de los labios de su mujer un nombre: un nombre y nada más, que se echa a nadar con agilidad de pececillo entre las sábanas, las almohadas y las tablas de devoción. El prestamista lo aprisiona en su tendida red. Al día siguiente, doña Gracia deberá explicar quién es Diego o quién es Gonzalo, y siempre son parientes lejanos o amigos de su hermano mayor, que acudían a su casa cuando era niña. Simón masculla una frase ininteligible y se mete en su aposento, a embolsar las monedas de plata y a calcular cuánto le adeudan su suegro y sus primos políticos.

Pero hoy está contento por varias razones. Ha conseguido que el caballero que le diera en prenda su estancia, con molino, corrales y tierras de pan llevar, a cambio de una miseria, se resigne a entregársela sin pleitos, pues no puede pagarle. Además está conversando con un emisario recién venido de Chile, portador de buenas noticias. Es un muchacho con cara de tonto, quien se embarulla al informarle del éxito de sus negocios en el otro lado de la cordillera. Le trae un regalo de parte de su socio chileno, León Omes, también judío, también portugués. Le despoja cuidadosamente del lienzo que lo cubría, y el espejo veneciano fulge, como una gran alhaja, en medio de la habitación.

Simón del Rey lo mira y remira, en pos de rajaduras, pero está intacto. Asombra comprobar que ha cruzado los desfiladeros traidores, balanceado sobre una acémila, sin sufrir daño alguno. Tanto crece su entusiasmo que, distraído el temor, llama a doña Gracia. La señora hace su reverencia, pasmada ante la gloria del espejo, y ojea al muchacho de cara de tonto, que tiene un lunar en la barbilla y el pelo negro y brillante como ciertos géneros ricos.

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