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Authors: Manuel Mujica Lainez

Tags: #Cuento

Misteriosa Buenos Aires (5 page)

BOOK: Misteriosa Buenos Aires
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—¡Arcabuces! ¡Siete arcabuces!

El soldado gira hacia él. Se le escapan los ojos tras las armas de mecha y las horquillas. Protesta el banquero:

—¡A jugar, señores!

Y baraja los naipes cuyo as de oros se envanece con el escudo de Castilla y de León y el águila bicéfala.

—¡Una alfombra fina, de tres ruedas! ¡Cuatro sábanas de Ruán!

Lope sigue apuntando en su cuaderno. Ni el pulpero ni su hija saben escribir, de modo que el mocito tiene a su cargo la tarea de cuentas y copias. Se hastía terriblemente. La muchacha lo advierte; abandona por un momento el empaque y, con mil artificios de coquetería, se acerca a él. Le sirve un vaso de vino:

—Para el escritor.

El escritor suspira y lo bebe de un golpe. ¡Escritor! Eso quisiera ser él y no un escribiente miserable. La niña le come con los ojos. Se inclina para recoger el vaso y murmura:

—¿Vendrás esta noche?

El adolescente no tiene tiempo de responder, pues ya está diciendo el pulpero:

—Aquí terminamos. Una… dos… tres… cinco varas de raso blanco para casullas…

Las ha desplegado mientras las medía y ahora emerge, más transpirado y feo que nunca, entre tanta frágil pureza que desborda sobre las barricas.

—Y esto, ¿qué es?

Levanta en la diestra un libro que se escondía en lo hondo de la caja. Azárase el mercader:

—¿Cómo diablos se metió esto entre los géneros?

Lo abre torpemente y como las letras nada le transmiten, lo lanza por los aires, hacia los jugadores. El escribano lo caza al vuelo. Conserva los naipes en una mano y con la otra lo hojea.

—Es una obra publicada este año. Miren sus mercedes: Madrid, 1605.

Se impacienta el banquero, a quien acosan los mosquitos:

—¿Qué se hace aquí? ¿Se lee o se juega?

Por su izquierda, hace cortar al dominico la baraja.

El fraile toma a su vez el libro (no es mucho lo que contiene: algo más de trescientas páginas), y declara, doctoral:

—Acaso sea un peligroso viajero y convenga someterlo al Santo Oficio.

—Nada de eso —arguye el dueño de la pulpería—. Luego se meterían en averiguaciones de cómo llegó a mis manos.

Y el soldado: —No puede ser cosa mala, pues está dedicado al Duque de Béjar.

El escribano se limpia los anteojos y resopla:

—Para mí no hay más duque que el Duque de Lerma.

Allí se echan todos a discutir. Bastó que se nombrara al favorito para que la tranquilidad del patio se rompiera como si en él hubieran entrado cien avispas. Por instantes el tono desciende y los personajes atisban alrededor. Es que el pulpero, irritado, ha dicho que el señor Felipe III es el esclavo del duque y que ese hombre altivo gobierna España a su antojo. Sobre las voces distintas, crece la del molinero:

—¿Jugamos? ¿Jugamos, pues?

La niña palmotea desde su silla dura y aprovecha la confusión para dirigir a Lope miradas de incendio.

—¡Haya paz, caballeros! —ruega el dominico—. He estado recorriendo el comienzo de este libro y no me parece que merezca tanta alharaca. Es un libro de burlas.

Menea la cabeza el escribano:

—¿Adónde iremos a parar con las sandeces que agora se estampan? Déme su merced algo como aquellos libros que leíamos de muchachos y nos deleitaban.
Las Sergas de Esplandián


Lisuarte de Grecia


Palmerín de Oliva

Los jugadores han quedado en silencio, pues la evocación repentina les ha devuelto a su juventud y a las novelas que les hacían soñar en la España remota, en la quietud de los caseríos distantes, de los aposentos provincianos donde, a la luz de la lumbre, los guerreros fantásticos se aparecían, con una dama en la grupa del caballo, pronunciando maravillosos discursos en el estruendo de las armas de oro.

Sólo el molinero de Flandes, que nunca ha leído nada, insiste con su protesta:

—Si no se juega, me voy.

Sosiéganse los demás.

—Mejor será que lo demos a Lope —resume el escribano—. A nosotros ya nada nuevo nos puede atraer, pues hemos sido educados en el oficio de las buenas letras. Señores, se pierde la raza. Empieza la época de la estupidez y de la blandura. ¡Ay, don Duardos de Bretaña, don Clarisel, don Lisuarte!

El pulpero suelta una carcajada gorda y alinea los arcabuces bajo la parra.

—¡Otra vuelta de vino de Guadalcanal! Y el libro, casi desencuadernado por los tirones, aletea una vez más por el aire, hacia el muchacho meditabundo que afila su pluma.

Ahora la casa duerme, negra de sombras, blanca de estrellas infinitas. La muchacha, cansada de aguardar a su desganado amante, cruza el patio de puntillas, hacia su habitación. Espía por la puerta y le ve, echado de bruces en el lecho. A la claridad de un velón, está leyendo el libro, el maldito libro de tapas color de manteca. Ríe, ensimismado, a mil leguas de Buenos Aires, del tendero, del olor a frutas y ajos que inunda la casa.

No lo puede tolerar el orgullo de la hija del pulpero. Entra y le recrimina por lo bajo, con bisbiseo afanoso, de miedo de que su padre la oiga:

—¡Mala entraña! ¿Por qué no has venido?

Lope quiere replicarle, pero tampoco se atreve a levantar la voz. Sucédese así un diálogo ahogado, entre la niña cuyos rubores pugnan por aparecer bajo la máscara de bermellón, y el mocito que se defiende con el volumen, como si espantara moscas.

Por fin, ella le quita el libro, con tal fiereza que deja en sus manos las tapas de pergamino. Y huye con él apretado contra el seno, rabiosa, hacia su cuarto.

Allí, frente al espejo, la presencia familiar de las alhajas groseras, de los botes de ungüento y de los peines de asta y de concha, la serena un poco, aunque no aplaca la fiebre de su desengaño. Comienza a peinarse el cabello rubio. El libro permanece abandonado entre las vasijas. Habla sola, haciendo muecas, apreciando la gracia de sus hoyuelos, de su perfil. Le enrostra al amante ausente su indiferencia, su desamor. Sus ojos verdes, que enturbian las lágrimas, se posan sobre el libro abandonado, y su cólera renace. Voltea las páginas, nerviosa. Al principio hay algunas en que las líneas no cubren el total del folio. Ignora que son versos. Quisiera saber qué dicen, qué encierran esas misteriosas letras enemigas, tan atrayentes que su seducción pudo más que los encantos de los cuales sólo goza el espejo impasible.

Entonces, con deliberada lentitud, rasga las hojas al azar, las retuerce, las enrosca en tirabuzón y las anuda en sus rizos dorados. Se acuesta, transformada su cabellera en la de una medusa caricaturesca, entre cuyos bucles absurdos asoman, aquí y allá, los arrancados fragmentos de
Don Quijote de la Mancha
. Y llora.

VII
LAS ROPAS DEL MAESTRO
1608

P
or la abierta ventana entran las bocanadas del calor de diciembre. En sus escaños duros, amodorrados por el sopor de la hora, los alumnos escriben de mala gana. Se oye el rasgueo de las plumas lentas. De tanto en tanto, uno levanta la cabeza y cuenta con los dedos. Los hay de ocho años, de diez, de doce; el mayor, que pronto cumplirá catorce, es Juan Cordero, hijo del herrero portugués. Zumban las moscas.

El maestro Felipe Arias de Mansilla parece casi de la edad de Juan. Por más que frunce el ceño para darse empaque, sus diecinueve años se acusan en sus mejillas sin sombra de barba y en la delgadez y torpeza de sus miembros adolescentes. Camina entre los niños, la palmeta apretada en una mano. Sus ojos van de la ventana, detrás de la cual, en el descampado, crepita el sol, a la habitación vecina, que comunica sin puerta alguna con el aula. Ambos cuartos son muy modestos. El que los alumnos ocupan no posee más muebles que los escaños toscos y un tablón que sirve de mesa al maestro. En la fresca oscuridad del otro se desdibuja al fantasma del lecho pequeñito y sobre él, puestas en tal orden que se diría que un gran señor está durmiendo la siesta, extiéndense sus ropas flamantes, las que le entregaron esta mañana y todavía no estrenó.

Felipe Arias de Mansilla se acerca a ese aposento. Le brilla el mirar cuando contempla su ajuar intacto. Lo ha pagado hoy mismo. Fueron diez sonoros pesos los que emigraron de su bolsillo al de Sebastián de la Vega por el traje entero, con ropilla y capa. Los zapatos le costaron un peso más. Se endeudó para conseguirlos. No le resta ni una monedica ni la más flaca esperanza de crédito. Pero no le importa: ya son suyas las ropas que quería. Una hora después, cuando regrese del Cabildo, vestirá esas prendas de raja de Segovia con mangas jironadas, que aunque no fueron cortadas en el paño mejor lucirán sobre él a las maravillas. Beatriz no le volverá a ver con esta traza de pobre diablo. Eso quedará para los alumnos.

¡Cuántos sacrificios implicó la compra! Sebastián de la Vega le repitió que su jerarquía de sastre examinado en Madrid —lo dijo como si hubiera cursado universidades— le impedía rebajar ni un maravedí siquiera. Además le recordó que el arancel fijado por el Ayuntamiento se lo vedaba. ¡Y Felipe cuenta con un sueldo tan mísero! Cuando los cabildantes aceptaron su propuesta de enseñar a los niños, en julio pasado, acordaron que lo haría a cambio de cuatro pesos y medio para los que aprendieran a leer y nueve para los alumnos de escritura. Y eso, no mensualmente, sino al cabo del año.

Felipe se toca con las puntas de los dedos los codos, raídos; se mira la calza remendada y la otra, sin remendar, por la cual asoma su rótula filosa, muy blanca, de muchacho. Esto ya se acabó, felizmente. Beatriz, que en invierno gasta doce enaguas bajo el guardainfante y siete en verano, no se avergonzará más de él. Hoy podrá presentarle a su madre, tan huesuda, tan orgullosa, tan terriblemente principal. Como viste ahora no osaría penetrar en su estrado que perfuman las hierbas aromáticas de los braseros. Ni Beatriz se hubiera atrevido tampoco a llevarle allí, aunque es algo deudo del señor Hernando Arias de Saavedra.

—¡Beatriz! ¡Beatriz!

(Beatriz es como un pájaro, Beatriz es como una flor, Beatriz es como el río las noches de luna.) Tan feliz se siente, tan lleno de burbujas de alegría, que no puede contenerse y azota al aire con la palmeta. El estallido vibrante sorprende a los niños que alzan las cabezas pesadas. Felipe Arias de Mansilla gira sobre los talones, severo, y ellos regresan a la melancolía de las restas y de las sumas. Pero el maestro no consigue permanecer así, ahogado por las emociones, sin comunicarlas. Estallaría. Sus ojos bailoteantes se posan sobre los de Juan Cordero y le sonríe.

A este morenito medio portugués le quiere de verdad. Antes de conocer a Beatriz, dos meses atrás, salían juntos los domingos y los días de fiesta. Iban al río, de pesca, y si bien solían traer por todo trofeo algunos bagres pinchudos, lo mejor de la tarde se pasaba en arrastradas conversaciones de bruces sobre el pasto. Felipe confiaba a su discípulo que cuando reuniera algunos pesos se embarcaría para la península, a Salamanca, a continuar sus estudios. Juan Cordero podría acompañarle… ¿o sólo aspira, como su padre, a envejecer en la fragua? Serían unos magníficos doctores, con harto latín y hebreo. ¡Y claro que le hubiera acompañado Juan! Al fin del mundo le seguiría. Nada cambiaba el moreno por esas tardes de vacación, por esas charlas cortadas de risas, por esos silencios en los que su respiración se apresura y en los que debe retenerse para no rozar con la suya la mano abandonada del maestro.

¿Salamanca? ¿Latines? No; Felipe Arias de Mansilla quedará ahora aquí, en Buenos Aires, junto a Beatriz, para siempre. Que Juan Cordero se vaya, si lo desea. Ya han hablado de eso también y Juan no le respondió. Se cubrió la cara con los dedos, de espaldas sobre el pasto, como si el sol le hiriera.

Sumar, restar, multiplicar, dividir; luego guiar a los inhábiles en el diseño de las letras (la cola de la «g», el buche de la «l»); y enseñar la doctrina cristiana. ¡Cuánta monotonía! Felipe no comprende cómo ha podido fijarse en él Beatriz, que es doncella tan opulenta, cortejada por los mozos ricos. Y sin embargo… Pero hoy, hoy mismo, hará su reverencia ante la señora, en el estrado oloroso. Se imagina, inclinándose con una mano en la cintura, henchida la capa, crujiente la ropilla.

La clase suelta una carcajada. Tan embebecido está que, inconscientemente, Felipe Arias de Mansilla acaba de hacer su reverencia, echando la palmeta hacia atrás como si fuera una espada. Parece un muñeco de retablo de títeres, con sus remiendos incoloros. El único que no ríe es Juan. Se muerde los labios y se oculta detrás del libro.

El maestro descarga un palmetazo sobre el tablón:

—Por hoy basta. Terminó la clase.

Los niños salen dando brincos al bochorno de la plaza, donde el Fuerte no es más que un corral de tapias, con un terraplén a la banda del río, desmoronado. Felipe detiene a Juan Cordero.

—Quédate aquí —le dice— por media hora. Cuida de que no entre nadie. Voy hasta el Cabildo y en seguida regresaré.

Juan le ve alejarse, frágil, anguloso, el pelo de tinta. Da lástima y ternura a la vez, de tan gracioso, de tan indefenso, bajo el violento sol de diciembre.

A pocos metros, en la cuja, el enemigo dormita. El enemigo carece de cara y de manos, lleva una diminuta gorguera blanca alrededor del cuello; se ciñe con un jubón negro, de raja de Segovia, a cuyos lados las mangas se abren, en jirones sutiles, vanidad del arte de Sebastián de la Vega, a modo de dos alas. Prolongan el cuerpo inmóvil las calzas y los zapatos. El enemigo reposa en la sombra violácea y verde, sin manos, sin rostro. Sin ojos, le espía desde el lecho.

Juan Cordero sabe que la lucha es desigual pero no le importa. Desenvaina la daga que escondió entre sus ropas, se acerca en puntas de pie, latiéndole locamente el corazón, como si el otro pudiera oírle. Se arroja sobre él y lo acuchilla, lo desgarra, lo transforma en un guiñapo, en un bulto de trapos confusos. Rueda por el suelo, envuelto en paños arrancados. Luego sale de la pieza. Llora como si hubiera asesinado a un hombre. Mecánicamente, absurdamente, limpia la hoja de la faca en las altas hierbas, como para quitar de su acero las huellas de la sangre.

VIII
MILAGRO
1610

E
l hermano portero abre los ojos, pero esta vez no es la claridad del alba la que, al deslizarse en su celda, pone fin a su corto sueño. Todavía falta una hora para el amanecer y en la ventana las estrellas no han palidecido aún. El anciano se revuelve en el lecho duro, inquieto. Aguza el oído y se percata de que lo que le ha despertado no es una luz sino una música que viene de la galería conventual. El hermano se frota los ojos y se llega a la puerta de su habitación. Todo calla, como si Buenos Aires fuera una ciudad sepultada bajo la arena hace siglos. Lo único que vive es esa música singular, dulcísima, que ondula dentro del convento franciscano de las Once Mil Vírgenes.

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