Authors: Herman Melville
«No veo nada aquí, sino una cosa redonda hecha de oro; y quienquiera que señale una cierta ballena, esa cosa redonda le pertenece. Entonces ¿a qué viene todo ese mirar? Vale dieciséis dólares, es verdad; y a dos centavos el cigarro, son novecientos sesenta cigarros. No fumaré pipas sucias como Stubb, pero me gustan los cigarros, y aquí hay novecientos sesenta: así que allá va Flask a la cofa a acecharlos.»
«¿He de llamarlo a esto sensato o necio, entonces? Si es realmente sensato, tiene aspecto necio; pero si realmente es necio, entonces tiene una especie de aspecto sensato. Pero, espera, ahí viene nuestro viejo de la isla de Man; el antiguo cochero de entierro, que es lo que debió ser antes de darse a la mar. Ahora orza ante el doblón; anda y da la vuelta al otro lado del mástil; bueno, en ese lado hay una herradura clavada; y ya vuelve: ¿qué significa eso? ¡Atención! Está murmurando: una voz como un viejo molinillo de café estropeado. ¡Aguza las orejas y escucha!»
«Si se descubre la ballena blanca, debe ser en tal mes y tal día que el sol se encuentre en algunos de estos signos. He estudiado los signos, y conozco sus marcas: me los enseñó, hace cuarenta años, la vieja bruja de Copenhague. Ahora ¿en qué signo estará entonces el sol? En el signo de la herradura, pues ahí está, enfrente mismo del oro. ¿Y cuál es el signo de la herradura? El león es el signo de la herradura: el león rugiente y devorador. ¡Barco, viejo barco! Mi vieja cabeza tiembla de pensar en ti.»
«Aquí hay ahora otra versión, pero sigue siendo un mismo texto. Ya veis, toda clase de hombres en una sola especie de mundo. ¡Apartarse otra vez! Ahí viene Queequeg..., todo tatuaje..., parece él mismo los signos del zodíaco. ¿Qué dice el caníbal? Como que estoy vivo, que compara notas; mira su hueso del muslo; piensa que el sol está en el muslo, o en la pantorrilla, o en las tripas, supongo, igual que las viejas de la aldea hablan de la astronomía del cirujano. Y, por Júpiter, que ha encontrado algo en la cercanía de ese muslo: supongo que es Sagitario, o el Arquero. No; él no entiende nada de ese doblón: lo toma por un viejo botón de unos pantalones de rey. Pero ¡otra vez a un lado!; ahí viene ese diablo fantasmal, Fedallah; con la cola enrollada para que no se le vea, como de costumbre, y con estopa en las punteras de las botas, como de costumbre. ¿Qué dice, con ese aspecto suyo? Ah, sólo hace un signo al signo y se inclina: hay un sol en la moneda: adorador del fuego, podéis estar seguros. ¡Oh, más y más! Por ahí viene Pip... ¡pobre muchacho! ojalá hubiera muerto él, o yo; me da casi horror verle. Él también ha observado a todos estos intérpretes, incluido yo mismo... y mira ahora: viene a leer, con esa cara de idiota sobrenatural. Otra vez a un lado, y oigamos qué dice. ¡Atención!»
«Yo miro, tú miras, él mira; nosotros miramos, vosotros miráis, ellos miran.»
«¡Por mi vida, si ha estudiado la Gramática de Murray! ¡Mejorando su espíritu, pobre muchacho! Pero veamos qué dice ahora... ¡chist!»
«Yo miro, tú miras, él mira; nosotros miramos, vosotros miráis, ellos miran.»
«Vaya, lo está aprendiendo de memoria; chissst, otra vez.»
«Yo miro, tú miras, él mira; nosotros miramos, vosotros miráis, ellos miran.»
«Bueno, es divertido.»
«Y yo, y tú, y él, y nosotros, vosotros y ellos, somos todos murciélagos, y yo soy un cuervo, sobre todo cuando me subo encima de ese pino. ¡Co, co, co, co, co, co! ¿No soy un cuervo? ¿Y dónde está el espantacuervos? Ahí está: dos huesos metidos en unos pantalones viejos, otros dos encajados en las mangas de una chaqueta vieja.» «¿Si se referirá a mí? ¡Un cumplimiento! ¡Pobre muchacho! Podría irme a ahorcar. De todos modos, por ahora, dejaré la proximidad de Pip. Puedo aguantar a los demás, porque tienen la cabeza en su sitio, pero éste es demasiado loco y chistoso para mi cordura. Así, así; le dejo mascullando.»
«Ahí está el ombligo del barco, este doblón, y ahí están todos inflamados por desatornillarlo. Pero, desatornillaos el ombligo, y ¿cuál es la consecuencia? Pero, por otro lado, si sigue ahí, eso es feo, también, pues cuando se clava algo al mástil es signo de que las cosas se ponen desesperadas. ¡Ja, ja, viejo Ahab!, la ballena blanca: ¡ella os clavará! Ése es un pino. Mi padre, en el viejo condado de Tolland, cortó una vez un pino, y encontró un anillo de plata que le había crecido, el anillo de boda de algún viejo negro. ¿Cómo había llegado allí? Y eso dirán en la resurrección, cuando lleguen a pescar este viejo mástil, y encuentren un doblón metido en él, con ostras incrustadas en vez de la corteza áspera. ¡Ah, el oro, el precioso, precioso oro! El avaro verde pronto te atesorará. ¡Chist, chist! Dios va por los mundos buscando zarzamoras. ¡Cocinero! ¡Eh, cocinero! ¡Ven a guisarnos! ¡Jenny! ¡Eh, eh, eh, eh, Jenny! ¡Ven a hacernos nuestra torta de maíz!»
«¡Ah del barco! ¿Habéis visto a la ballena blanca?» Así gritó Ahab, saludando una vez más a un barco que pasaba a popa, con pabellón inglés. Con el altavoz en la boca, el viejo estaba en su lancha izada, con la pierna de marfil claramente visible para el capitán recién llegado, que estaba descuidadamente reclinado en la proa de su propia lancha. Era un hombre de curtida piel oscura, corpulento, de buen humor y buen aspecto, de unos sesenta años, vestido con un espacioso gabán que colgaba a su alrededor en festones de azul paño de marina; y una manga vacía de ese chaquetón flotaba detrás de él como el brazo bordado de un dolmán de húsar.
—¿Ha visto a la ballena blanca?
—¿Ve esto? —y sacándolo de los pliegues que lo ocultaban, levantó un brazo blanco de hueso de cachalote, que acababa en una cabeza de madera como un mazo.
—¡Hombres a mi lancha! —gritó Ahab, con ímpetu, y golpeando los remos que tenía a su lado—: ¡Preparados para arriar!
En menos de un minuto, sin abandonar su pequeña embarcación, él y sus remeros bajaron al mar y pronto estuvieron junto al costado del recién llegado. Pero allí se presentó una curiosa dificultad. En la excitación del momento, Ahab había olvidado que, desde que perdió la pierna, jamás había subido a bordo de otro barco que no fuera el suyo, y en este caso era siempre mediante un artefacto mecánico muy ingenioso y hábil, peculiar del Pequod un objeto que no podía ser armado y embarcado en otro barco con pocos momentos de anticipación. Ahora, no es cosa muy fácil para nadie —excepto los que están acostumbrados a ello a todas horas, como los balleneros— trepar por el costado de un barco desde una lancha en alta mar, pues las grandes olas unas veces elevan la lancha hasta lo alto de las amuradas y luego, en un momento, la dejan caer a mitad de camino de la sobrequilla. Así, privado de una pierna, y como el barco forastero, desde luego, carecía en absoluto de la benévola invención, Ahab se encontró ahora reducido otra vez, de modo abyecto, a ser un torpe hombre de tierra adentro, observando con desesperanza la incierta altura cambiante que difícilmente podría alcanzar.
Se ha sugerido antes, quizá, que cualquier pequeña circunstancia contraria que le ocurriera, y que indirectamente procediera de su lamentable desgracia, casi siempre irritaba o desesperaba a Ahab. Y en el caso presente, todo se aumentó al ver a dos oficiales del barco recién llegado, asomados a la borda, y la escala de gato de flechaste claveteados, y, balanceándose hacia él, un par de guardamancebos decorados con mucho gusto, pues al principio no parecieron considerar que un hombre con una sola pierna debía estar demasiado mutilado para usar sus barandas marinas. Pero esta perplejidad sólo duró un momento, porque el capitán recién llegado, observando de una ojeada cómo estaban las cosas, exclamó:
—¡Ya veo, ya veo! ¡Dejad de echar nada! ¡Pronto, muchachos; fuera el aparejo de descuartizar!
Como si lo hubiera hecho la buena suerte, habían tenido una ballena al costado un día o dos antes, y los aparejos grandes estaban todavía arriba, y el macizo y curvado gancho de la grasa, ahora limpio y seco, todavía estaba amarrado al extremo. Éste se hizo bajar rápidamente hasta Ahab, que, comprendiéndolo enseguida, deslizó su solitario muslo en la curva del gancho (era como sentarse en la uña de un ancla, o en la horquilla de un manzano), y, entonces, dando la señal, se agarró fuerte, y al mismo tiempo ayudó a izar su propio peso tirando, una mano tras otra, de uno de los cabos móviles del aparejo. Pronto le balancearon cuidadosamente dentro de las altas batayolas, y se posó suavemente en el sombrero del cabrestante. Con su brazo de marfil cordialmente extendido en bienvenida, el otro capitan avanzó, y Ahab, adelantando su pierna de marfil y cruzándola con el brazo de marfil (como dos hojas de pez espada) exclamó, en su tono de morsa:
—¡Sí, sí, amigo! ¡Vamos a chocar los huesos! ¡Un brazo y una pierna! Un brazo que nunca se puede encoger, ya se ve; y una pierna que nunca puede correr. ¿Dónde ha visto la ballena blanca? ¿Cuánto tiempo hace?
—La ballena blanca —dijo el inglés, señalando con su brazo de marfil al este, y lanzando una mirada contrita a lo largo de él, como si hubiera sido un telescopio—: Allí la vi, en el ecuador, la temporada pasada.
—¿Y fue la que le arrancó este brazo, no? —preguntó Ahab, deslizándose ahora del cabrestante, apoyado, al hacerlo, en el hombro del inglés.
—Sí, al menos, fue la causa de ello; ¿y esa pierna, también?
—Cuénteme la historia —dijo Ahab—: ¿cómo fue?
—Era la primera vez en mi vida que navegaba por el ecuador —empezó el inglés—. Entonces no sabía nada de la ballena blanca. Bueno, un día arriamos las lanchas por una manada de cuatro o cinco ballenas, y mi lancha hizo presa en una de ellas: un verdadero caballo de circo era, también, que empezó a dar vueltas y vueltas de tal modo que mis hombres sólo pudieron mantener el equilibrio plantando las popas en la borda. Al fin, salió del fondo del mar una enorme ballena saltando, con cabeza y joroba blancas como la leche, todas arrugas y patas de gallo.
—¡Era ésa, era ésa! —gritó Ahab, dejando escapar de repente el aliento contenido.
—Y con arpones clavados cerca de su aleta de estribor.
—Sí, sí... eran míos..., mis hierros —gritó Ahab, exultante—: pero ¡adelante!
—Déme una ocasión, entonces —dijo el inglés, de buen humor—. Bueno, ese viejo bisabuelo de cabeza y joroba blancas, se metió corriendo, todo espuma, en la manada, y empezó a dar mordiscos furiosos a la estacha del arpón.
—¡Sí, ya entiendo! Quería partirla; liberar el pez sujeto... Un viejo truco..., le conozco.
—Cómo fue exactamente —continuó el capitán manco, no lo sé, pero al morder la estacha, se le enredaron los dientes y se quedó atrapado no sé cómo; pero entonces no lo sabíamos, así que cuando luego remamos para recuperar estacha, ¡paf!, fuimos a posarnos en su joroba, en vez de en la joroba del otro pez que salió a barlovento, agitando la cola. Viendo cómo estaba la cosa, y qué ballena más grande y noble era —la más noble y grande que he visto en mi vida, capitán—, decidí capturarla, a pesar de que parecía tener una cólera hirviente. Y pensando que aquella estacha azarosa podía soltarse, o que podría arrancar el diente que se había enredado (pues tengo una tripulación diabólica para tirar de una estacha), viendo todo eso, digo, salté a la lancha de mi primer oficial, el señor Mountopp, aquí presente (por cierto, capitán..., el señor Mountopp; Mountopp, el capitán); como iba diciendo, salté a la lancha de Mountopp, que, ya ve, estaba borda con borda con la mía, entonces: y agarrando el primer arpón, se lo tire a ese viejo bisabuelo. Pero, dios mío, vea, capitan; por todos los demonios, hombre; un momento después, de repente, me quedé ciego como un murciélago... de los dos ojos..., todo en niebla y medio muerto de espuma negra... con la cola de la ballena levantándose derecha, vertical en el aire, como un campanario de mármol. No servía entonces echar atrás; pero como yo iba a tientas a mediodía, con un sol cegador, todo diamantes; mientras iba a tientas, como digo, buscando el segundo arpón para tirárselo por la borda, cae la cola como una torre de Lima, cortando en dos mi lancha, y dejando las dos mitades en astillas; y con las aletas por delante, la joroba blanca retrocedió por el desastre, como si todo fuera trozos. Todos salimos disparados. Para escapar a sus terribles azotes me agarré al palo de mi arpón, que llevaba clavado, y por un momento me sujeté a él como un pez que mama. Pero una ola, golpeándome, me separó, y en el mismo instante, el bicho, lanzando un buen arranque hacia delante, se zambulló como un pez, y el filo de ese segundo arpón maldito, remolcado junto a mí, me alcanzó por aquí (se apretó con la mano por debajo mismo del hombro), sí, me alcanzó por aquí, digo, y me bajó a las llamas del infierno, según creí: cuando en esto, de repente, gracias a Dios, el filo se abrió paso a través de la carne... a todo lo largo del brazo..., salió cerca de la muñeca, y yo volví a flote... y ese caballero les contará el resto (por cierto, capitán..., el doctor Bunger, médico del barco; Bunger, muchacho..., el capitán). Ahora, Bunger, chico, cuenta tu parte de la historia.
El profesional señalado con esa familiaridad había estado todo el tiempo al lado de ellos sin nada específicamente visible que denotara su rango de caballero a bordo. Tenía una cara enormemente redonda, pero sobria; iba vestido con una blusa o camisa de desteñida lana azul, y pantalones remendados, y hasta entonces había distribuido su atención entre un pasador que tenía en una mano y una caja de píldoras que tenía en la otra, lanzando de vez en cuando una mirada crítica a los miembros de marfil de los dos capitanes mutilados. Pero al presentarle su superior a Ahab, se inclinó cortésmente, y pasó inmediatamente a cumplir la petición de su capitán.
—Era una herida terriblemente mala —empezó el médico ballenero— y, siguiendo mi consejo, el capitán Boomer, aquí presente, dirigió a nuestro viejo Sammy...
—Samuel Enderby es el nombre de mi barco —interrumpió el capitán manco, dirigiéndose a Ahab—: Sigue, muchacho.
—Dirigió a nuestro viejo Sammy al norte, para salir del abrasador tiempo caliente del ecuador. Pero no sirvió... e hice todo lo que pude, le velé por la noche; fui muy severo con él en cuestión de dieta...
—¡Ah, muy severo! —repitió el paciente; y luego, cambiando de pronto la voz—: Bebía conmigo todas las noches toddies de ron hasta que no veía para ponerme las vendas; y me mandaba a la cama, medio borracho, a las tres de la mañana. ¡Ah, estrellas! Me veló, desde luego, y fue muy severo en mi dieta. ¡Ah, un gran velador, y muy severo dietéticamente, este doctor Bunger! (Bunger, pícaro, ¡échalo a risa! ¿Por qué no? Ya sabes que eres un alegre sinvergüenza.) Pero sigue adelante, muchacho; prefiero que me mates tú a que me conserve vivo otro.