Moby Dick (85 page)

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Authors: Herman Melville

BOOK: Moby Dick
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—¡Ah, Ahab! —gritó Starbuck—, no es demasiado tarde, incluso ahora, el tercer día, para desistir. ¡Mira! Moby Dick no te busca. ¡Eres tú, eres tú el que locamente la buscas!

Poniendo vela al viento que se levantaba, la solitaria lancha era rápidamente impulsada a sotavento por remos y lona. Y al fin, cuando Ahab se deslizaba junto al barco, tan cerca como para distinguir la cara de Starbuck asomado al pasamano, le gritó que diera la vuelta al barco, y le siguiera, sin demasiada rapidez, con un intervalo juicioso. Al mirar arriba, vio a Tashtego, Queequeg y Daggoo subiendo ansiosamente a las tres cofas, mientras los remeros se balanceaban en las dos lanchas desfondadas que acababan de izarse al costado y se ocupaban en repararlas. Al pasar rápidamente, también observó fugazmente, uno tras otro, a Stubb y Flask, ocupados en cubierta entre haces de nuevos arpones y lanzas. Al ver todo esto, al oír los martilleos en las lanchas rotas, otros martillos muy diversos parecieron meter un clavo en su corazón. Pero se dominó. Y entonces, observando el lugar donde había desaparecido el catavientos o bandera del mastelero del palo mayor, gritó a Tashtego, que acababa de llegar a esa altura, que bajara otra vez a buscar otra bandera, y clavos y martillo para sujetarla al palo.

Quizás extenuado por los tres días de persecución a la carrera y por la resistencia a su avance en el enredo anudado que arrastraba, o quizá por alguna oculta malicia y engaño que había en él, fuera por lo que fuera, la marcha de Moby Dick empezaba a menguar, según parecía, por el rápido acercamiento de la lancha, una vez más, aunque, desde luego, la ventaja del cetáceo no había sido en esta ocasión tan larga como antes. Y todavía, mientras Ahab se deslizaba sobre las olas, los inexorables tiburones le seguían acompañados, y se pegaban tan pertinazmente a la lancha, y mordían tan continuamente los remos al sumergirse, que las palas quedaban melladas y aplastadas, y dejaban pequeñas astillas en el mar casi a cada zambullida.

—¡No les hagáis caso! Esos dientes no hacen más que de nuevos toletes para vuestros remos. ¡Seguid remando! Es mejor apoyo la mandíbula del tiburón que el agua que cede.

—¡Pero a cada mordisco, capitán, las palas se hacen más pequeñas!

—¡Durarán de sobra! ¡Seguid remando! Pero ¿quién puede decir —murmuró— si estos tiburones nadan para hacer festín con la ballena o con Ahab? Pero ¡seguid remando! Sí, todos vivos ahora... nos acercamos a ella. ¡La caña, tomad la caña! Dejadme pasar —y, diciendo así, dos de los remeros le ayudaron a adelantarse a la proa de la lancha aún en pleno avance.

Al fin, cuando la embarcación llegó a un costado y pasó corriendo junto al flanco de la ballena blanca, ésta pareció extrañamente olvidada de su avance —como hacen a veces las ballenas—, y Ahab llegó ya dentro de la humosa niebla montañosa, que lanzada por el chorro de la ballena, se rizaba en torno a su gran joroba de Monadnock; y al estar muy cerca de ella, con el cuerpo arqueado hacia atrás y los dos brazos elevados a todo lo largo para blandirlo, disparó el feroz arpón y su maldición aún más feroz a la odiada ballena. Al hundirse en su agujero arpón y maldición, como absorbido en una ciénaga, Moby Dick se retorció de lado; agitó espasmódicamente su flanco cercano contra la proa, y, sin abrir en ella un agujero, volcó tan de repente la lancha, que de no ser por la parte elevada de la regala a que se agarraba, Ahab hubiera sido lanzado una vez más al mar. De todos modos, tres de los remeros, y por tanto no estaban preparados para sus efectos, fueron lanzados fuera, pero cayeron de tal modo que, en un momento dos de ellos volvieron a agarrarse a la regala, y, subiendo a su nivel con la cresta de una ola, se volvieron a meter enteros a bordo, mientras el tercer marinero quedaba inerme a popa, aunque todavía a flote y nadando.

Casi simultáneamente, con una poderosa volición de rapidez instantánea y sin grados, la ballena blanca se disparó a través del mar en tumulto. Pero cuando Ahab gritó al timonel que diera más vueltas a la estacha y la sujetó así, y mandó a los tripulantes que dieran vuelta en sus bancadas para llevar a remolque la lancha hasta su blanco, ¡en ese momento, la traidora estacha sintió ese doble esfuerzo de tensión, y se partió en el aire vacío!

—¿Qué se rompe en mí? ¡Algún tendón se quiebra! Otra vez estoy bien. ¡Remos, remos! ¡Adelante contra ella!

Al oír el tremendo empujón de la lancha que surcaba el agua, la ballena dio la vuelta para presentarle como defensa su frente lisa, pero en ese giro, observando el casco negro del barco que se acercaba, y al parecer viendo en él la fuente de todas sus persecuciones, o quizá considerándolo un enemigo mayor y más noble, de repente se lanzó contra su proa que avanzaba, a la vez que chascaba las mandíbulas entre feroces chaparrones de espuma.

Ahab se tambaleó y se golpeó la frente con la mano.

—Me quedo ciego. ¡Manos, alargaos ante mí para poder seguir avanzando a tientas! ¿Es de noche?

—¡La ballena! ¡El barco! —gritaron los remeros, abrumados.

¡Remos, remos! ¡Haz una ladera bajando a tus profundidades, oh, mar, para que, antes que sea demasiado tarde para siempre, Ahab pueda deslizarse por esta última, última vez hacia su blanco! ¡Adelante, muchachos! ¿No queréis salvar mi barco?

Pero cuando los remeros forzaron violentamente la lancha a través de las olas que golpeaban como martillos, los extremos de proa de dos tablas, ya rotas por la ballena, reventaron, y casi en un instante, la lancha temporalmente inutilizada quedó al nivel de las olas, con sus tripulantes, medio sumergidos y salpicantes, intentando difícilmente tapar la vía de agua y achicar la que entraba.

Mientras, en ese momento de observación, el martillo de Tashtego, en el mastelero, quedó suspenso en su mano, y la bandera roja, medio envolviéndole como en un capote, se extendió recta y ondeó desde él, como su propio corazón, fluyendo hacia delante, en tanto que Starbuck y Stubb, situados abajo, en el bauprés, vieron al mismo tiempo que él al monstruo que les acometía.

—¡La ballena, la ballena! ¡Caña a barlovento, caña a barlovento! ¡Ah, todas vosotras, dulces potestades del aire, abrazadme ahora estrechamente! Que no muera Starbuck, si ha de morir, en un desmayo de mujer. Caña a barlovento digo... ¡tontos, la mandíbula, la mandíbula! ¿Es ése el final de todas mis oraciones explosivas? ¿De todas mis fidelidades a lo largo de la vida? ¡Ah, Ahab, Ahab, mira tu obra! ¡Derecho, timonel, derecho! ¡No, no! ¡Caña a barlovento otra vez! ¡Se vuelve para venir contra nosotros! Ah, su inexorable frente avanza contra uno cuyo deber le dice que no puede marcharse. ¡Dios mío, ponte ahora a mi lado!

—No te pongas a mi lado, sino ponte debajo de mí, quienquiera que seas el que ahora quieras ayudar a Stubb, pues también Stubb está aquí sujeto; ¡y te hago muecas, ballena con muecas! ¿Quién ayudó jamás a Stubb, o mantuvo a Stubb en vela sino los propios ojos sin parpadeo de Stubb? Y ahora el pobre Stubb se acuesta en un colchón que es demasiado blando: ¡ojalá estuviera relleno de zarzas! ¡Te hago muecas, ballena con muecas! ¡Mirad, sol, luna y estrellas! Os llamo asesinos de un hombre tan bueno como jamás ha lanzado en chorro su espíritu. Con todo eso, ¡todavía chocaría con vosotros mi copa, con tal que me la alargarais! ¡Oh, oh, oh, oh! ¡oh, tú, ballena con muecas, pero pronto habrá exceso de tragar! ¿Por qué no huyes, Ahab? En cuanto a mí, fuera los zapatos y la chaqueta, y a ellos: ¡que Stubb muera en calzoncillos! Sin embargo, es una muerte muy mohosa y salada: ¡cerezas, cerezas, cerezas! ¡Oh, Flask, una sola cereza roja antes de que muramos!

—¿Cerezas? Sólo me gustaría que estuviéramos donde crecen. Ah, Stubb, espero que mi pobre madre haya cobrado mi parte de paga antes de ahora: si no, ahora le llegarán pocas monedas de cobre, porque se acabó el viaje.

Desde la proa del barco, casi todos los marineros ahora estaban suspensos e inactivos, con martillos, trozos de tabla, lanzas y arpones maquinalmente sujetos en la mano, tal como se habían separado de sus diversas ocupaciones: con todas sus absortas miradas fijas en la ballena, que, moviendo de un lado a otro su cabeza predestinadora, lanzaba por delante en su avance una ancha banda de espuma semicircular extendida. Retribución, rápida venganza, malicia eterna había en todo su aspecto, y, a pesar de todo lo que pudo hacer el hombre mortal, el sólido contrafuerte blanco de su frente golpeó la proa del barco a estribor, hasta que temblaron hombres y tablas. Algunos cayeron de bruces. Como galletas de mástil arrancadas, las cabezas de los arponeros vigías oscilaron en sus cuellos taurinos. A través de la brecha, oyeron entrar el agua, como torrentes de montaña cayendo a un barranco.

—¡El barco! ¡El coche fúnebre! —gritó Ahab desde la lancha—: ¡su madera sólo podía ser americana!

Sumergiéndose bajo el barco zozobrante, la ballena corrió bajo la quilla y la hizo estremecer, pero, después de girar bajo el agua, volvió a surgir rápidamente a la superficie, lejos del otro lado de la proa, pero a pocos pasos de la lancha de Ahab, donde, por algún tiempo, se quedó quieta.

—Vuelvo la espalda al sol. ¡Eh, Tashtego! Hazme oír tu martillo. ¡Ah, esos tres inexpugnados campanarios míos; quilla sin quebrar; casco sólo herido por los dioses; firme cubierta y altanero timón, proa apuntada al polo; barco glorioso en la muerte! ¿Has de perecer entonces, y sin mí? ¿Estoy separado del último orgullo afectuoso de los más bajos capitanes naufragados? ¡Ah, muerte solitaria para vida solitaria! ¡Ah, ahora siento mi supremo dolor! ¡Ah, ah, desde vuestros más lejanos confines, venid ahora a verteros, osadas olas de toda mi vida pasada, y amontonaos en esta gran oleada reunida de mi muerte! Hacia ti bogo, ballena omnidestructora, pero invencible; al fin lucho contigo; desde el corazón del infierno te hiero; por odio te escupo mi último aliento. ¡Húndanse todos los ataúdes y todos los coches fúnebres en un charco común! Y puesto que ninguno ha de ser para mí, ¡vaya yo a remolque en trozos, sin dejar de perseguirte, aunque atado a ti, ballena maldita! ¡Así entrego la lanza!

Se disparó el arpón: la ballena herida voló hacia delante; con velocidad inflamadora, la estacha corrió por el surco, y se enredó.

Ahab se agachó para desenredarla, y lo logró, pero el lazo al vuelo le dio vuelta al cuello, y sin voz, igual que los silenciosos turcos estrangulan a sus víctimas, salió disparado de la lancha, antes que los tripulantes supieran que se había ido. Un momento después, la pesada gaza en el extremo final de la estacha salía volando de latina vacía, derribaba a un remero, e, hiriendo el mar, desaparecía en sus profundidades.

Por un momento, los pasmados tripulantes de la lancha quedaron inmóviles, y luego se volvieron:

—¿Y el barco? ¡Gran Dios! ¿dónde está el barco?

Pronto, a través de una confusa y enloquecedora niebla vieron su escorado fantasma que se desvanecía, como en la gaseosa fata morgana, sólo con los extremos de los mástiles fuera del agua, mientras, clavados por infatuación, o fidelidad, o fatalidad, a sus nidos, antes elevados, los arponeros paganos seguían manteniendo sus vigilancias, sumergiéndose, sobre el mar. Y entonces, círculos concéntricos envolvieron a la propia lancha solitaria, y a todos sus tripulantes, y a todo remo flotante, y a toda asta de lanza; y haciendo girar todos, con cosas animadas e inanimadas, alrededor de un solo torbellino, se llevaron de la vista hasta la más pequeña astilla del Pequod.

Pero mientras las últimas sumersiones caían entremezcladas sobre la hundida cabeza del indio en la cofa, dejando aún visibles unas pocas pulgadas del palo erguido, junto con largas yardas ondeantes de la bandera, que se mecía tranquilamente, con irónica coincidencia, sobre las destructoras olas que casi tocaba; en ese instante, un brazo rojo se echó atrás con un martillo levantado en el aire, en ademán de clavar más firme la bandera al palo que se desvanecía. Un halcón del cielo que había seguido burlonamente la galleta del palo mayor, bajando desde su hogar natural entre las estrellas, picó la bandera e incomodó allí a Tashtego: por casualidad, ese pájaro interpuso su ancha ala móvil entre el martillo y la madera, y, sintiendo, abajo, en su estertor de muerte, plantó allí su martillo como helado; y así el pájaro del cielo, con gritos arcangélicos, y con su pico imperial vuelto hacia arriba, y toda su forma cautiva envuelta en la bandera de Ahab, se hundió con el barco, que, como Satán, no quiso bajar al infierno hasta haber arrastrado consigo una parte viva del cielo, poniéndosela por casco.

Entonces, pequeñas aves volaron gritando sobre el abismo aún entreabierto; una tétrica rompiente blanca chocó contra sus bordes abruptos; después, todo se desplomó, y el gran sudario del mar siguió meciéndose como se mecía hace cinco mil años.

Epílogo

Y sólo yo escapé para contártelo.
JOB

El drama ha terminado. Entonces ¿por qué se adelanta alguien? Porque uno sobrevivió al naufragio.

Ocurrió que, después de la desaparición del Parsi, yo fui aquel a quien el Destino ordenó tomar el lugar del remero de proa de Ahab, cuando éste asumió el puesto vacante: el mismo que, cuando en el último día tres hombres fueron lanzados del bote sacudido, cayó por la popa. Así, flotando al margen de la escena sucesiva, y observándola por completo, cuando me alcanzó la succión semiextinguida del barco, fui atraído entonces, pero despacio, hacia el abismo que se cerraba. Cuando lo alcancé, se había convertido en un charco cremoso. Entonces giré y giré como otro Ixión, siempre contrayéndome hacia la negra burbuja, como un botón, en el eje de ese círculo lentamente rotatorio. Hasta que, al alcanzar ese centro vital, la burbuja negra reventó hacia arriba, y el ataúd-salvavidas, liberado ahora por razón de su ingenioso resorte y, subiendo con gran fuerza debido a su gran flotabilidad, salió disparado y quedó flotando a mi lado. Sostenido por ese ataúd, durante casi todo un día y una noche, floté por un océano blando y funéreo. Los inocuos tiburones pasaban a mi lado como si llevaran candados en la boca; los salvajes halcones marinos navegaban con picos envainados. Al segundo día, un barco se acercó, y por fin me recogió. Era el Raquel, de rumbo errante que, retrocediendo en busca de sus hijos perdidos, encontró sólo otro huérfano.

 

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