Moby Dick (84 page)

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Authors: Herman Melville

BOOK: Moby Dick
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CXXXV
 
La caza. Tercer día

La mañana del tercer día amaneció clara y fresca, y una vez más el solitario guardián nocturno en la cofa de trinquete fue relevado por multitudes de vigías diurnos, que puntearon todos los palos y casi todas las vergas.

—¿La veis? —gritaba Ahab, pero la ballena todavía no estaba a la vista.

—Es su estela sin falta, sin embargo; pero sigamos esa estela, eso es todo. Eh, timonel; derecho, como vas y como ibas. ¡Qué delicioso día otra vez! Aunque fuera un mundo recién hecho, y hecho para glorieta de los ángeles, y esta mañana fuera la primera en que se les abriera de par en par, no podría haber alboreado un día más claro sobre el mundo. Aquí habrá materia para los pensamientos, si Ahab tuviera tiempo para pensar, pero Ahab no piensa nunca; solamente siente, siente, siente; eso ya le hormiguea bastante a un hombre mortal: pensar en audacia. Sólo Dios tiene ese derecho y privilegio. Pensar es, o debería ser, una frialdad y una calma; y nuestros pobres corazones laten, y nuestros pobres cerebros palpitan demasiado para eso. Y sin embargo, a veces he pensado que mi cerebro estaba muy tranquilo, en calma helada: este viejo cráneo se resquebraja así, como un vaso cuyo contenido se ha vuelto hielo, y lo rompe. Y sin embargo, este pelo crece ahora; en este momento crece, y el calor debe criarlo; pero no, es como esa especie de hierba común que crece en cualquier sitio, entre las grietas terrosas del hielo de Groenlandia o en la lava del Vesubio. Cómo lo agitan los vientos salvajes: lo azotan en torno a mí como los jirones desgarrados de las velas partidas azotan al barco zarandeado a que se agarran. Un viento vil que, sin duda, ha soplado antes por pasillos y celdas de cárcel, y salas de hospital, y las ha ventilado, y ahora viene soplando tan inocente como piel de cordero. ¡Fuera con él! Está manchado. Si yo fuera el viento, no soplaría más en el mundo miserable y perverso. Iría a gatas, no sé dónde, a una cueva, y me escurriría allí. Y sin embargo, ¡qué cosa noble y heroica, el viento! ¿Quién lo ha dominado jamás? En toda pelea él tiene el último y más amargo soplo. Corred contra él en justa, y no haréis sino pasar a través de él. ¡Ah! es un viento cobarde que hiere a hombres desnudos, pero no se yergue para recibir un solo golpe. Hasta Ahab es algo más valiente, algo más noble que eso. Ojalá el viento tuviera ahora un cuerpo; pero todas las cosas que más exasperan y ofenden al hombre, todas esas cosas son incorpóreas, aunque sólo incorpóreas como objetos, no como agentes. ¡Hay una diferencia muy especial, ah, muy maliciosa! Y sin embargo, vuelvo a decir, y ahora lo juro, que hay algo por completo glorioso y gracioso en el viento; en estos tibios alisios, al menos, que soplan continuos bajo claros cielos, con suavidad recia y firme y vigorosa; y no se desvían de su blanco, por más que den vuelta y viren, más viles, las corrientes del mar, y los más poderosos Mississippis de la tierra cambien y se desvíen, dudosos de dónde ir a parar al fin. .Y ¡por los Polos eternos! esos mismos alisios que tan derechamente empujan mi buen barco, esos alisios, o algo como ellos, ¡algo tan inalterable, y tan plenamente recio, hace avanzar con su soplo mi quilla! ¡A ello! ¡Eh, vigías! ¿Qué veis?

—Nada, capitán.

—¡Nada! ¡y es casi mediodía! ¡El doblón va pidiendo limosna!

—¡Mirad el sol! Sí, sí, así debe ser. Le he adelantado. ¿Cómo, he tomado mucho impulso? Sí, ahora ella me persigue; no yo a ella... eso está mal: podía haberlo sabido, además. ¡Tonto! los cables... los arpones que remolca. Sí, la he alcanzado esta noche. ¡Virad, virad!

¡Bajad todos, menos los vigías de turno! ¡A las bracas!

Con el rumbo que había llevado, el viento había quedado más o menos a popa del Pequod, de modo que ahora, al tomar rumbo en dirección opuesta, el barco así braceado navegó proa al viento volviendo a agitar la espuma de su propia estela blanca.

—A contraviento, ahora pone rumbo a la mandíbula abierta —murmuró Starbuck para sí, adujando sobre la batayola la braza mayor recién cazada—. Dios nos guarde, pero ya siento los huesos húmedos dentro de mí, y mi carne mojada por dentro. ¡Sospecho que desobedezco a mi Dios al obedecerle!

—¡Preparados para izarme! —gritó Ahab, avanzando hacia el cesto de cáñamo—. Pronto la encontraremos.

—Sí, sí, capitán —e inmediatamente Starbuck hizo lo que le pedía Ahab, y una vez más Ahab se balanceó en lo alto.

Pasó entonces toda una hora, batihojada hasta hacerse siglo. El propio tiempo entonces contenta largamente sus respiros con la punzante suspensión. Pero al fin, a unas tres cuartas a proa, a barlovento, Ahab volvió a avistar el chorro, y al momento, de las tres cofas subieron tres gritos como si las lenguas de fuego les hubieran dado voz.

—¡Frente a frente te encuentro, esta tercera vez, Moby Dick! ¡Eh, a cubierta! ¡Bracear más a ceñir; aguantarlo proa al viento! Todavía está muy lejos para arriar lanchas, Starbuck. ¡Las velas dan gualdrapazos! ¡Ponte detrás de ese timonel con un mazo en la mano! Eso, eso; navega deprisa, y tengo que bajar. Pero dejadme que eche a mi alrededor otra buena mirada al mar desde lo alto; hay tiempo para ello. Un espectáculo viejo, muy viejo; sí, y no ha cambiado en nada desde la primera vez que lo vi, siendo muchacho, en los cerros de arena de Nantucket. ¡El mismo, el mismo! El mismo para Noé que para mí. Hay un ligero chaparrón a sotavento. ¡Qué deliciosos sotaventos! Deben llevar a alguna parte; algo diferente de la tierra vulgar, más lleno de gracia que las palmeras. ¡A sotavento! La ballena blanca va para allá; mirad entonces a sotavento; mejor si es el cuarto más duro. Pero ¡adiós, adiós, viejo mastelero! ¿Qué es eso? ¿verde? Sí, hay diminutos musgos en esas grietas retorcidas. ¡No mancha semejante moho de humedad la cabeza de Ahab! Esa es la diferencia entre la vejez del hombre y de la materia. Pero sí, viejo mástil, los dos envejecemos juntos; sin embargo, estamos sanos de casco, ¿verdad, barco mío? Sí, con una pierna de menos, eso es todo. Por el Cielo, esta madera muerta aventaja en todos los sentidos a mi carne viva. No puedo compararme con ella; y he sabido de muchos barcos, hechos de árboles muertos, que superaban las vidas de hombres hechos de la materia más vital de padres vitales. ¿Qué es lo que ha dicho? ¿Que todavía irá por delante de mí, mi piloto, y todavía se le ha de ver otra vez? Pero ¿dónde? ¿Tendré ojos en el fondo del mar, suponiendo que descienda esos escalones sin fin? Y toda la noche he navegado alejándome de él, dondequiera que se hundiese. Sí, sí, como tantos otros, dijiste terribles verdades en cuanto referentes a ti mismo, oh, Parsi; pero, hasta Ahab, aquí no ha llegado tu disparo. Adiós, mastelero: no pierdas de vista a la ballena, mientras yo me voy. Mañana hablaremos, no, esta noche, cuando la ballena blanca yazga aquí, atada por la cabeza y la cola.

Dio la orden y aún mirando a su alrededor, le bajaron sólidamente hasta cubierta a través del hendido aire azul.

En su momento, se arriaron las lanchas, pero Ahab, al erguirse en la popa de su embarcación, cerniéndose a punto de descender, hizo una señal con la mano al primer oficial —que sostenía en cubierta uno de los cables de los aparejos— y le hizo detenerse.

—¡Starbuck!

—¿Capitán?

—Por tercera vez, el barco de mi alma zarpa para este viaje, Starbuck.

—Sí, capitán, usted lo quiere así.

—Algunos barcos zarpan de sus puertos y luego desaparecen para siempre, Starbuck.

—Es verdad, capitán, amarguísima verdad.

—Algunos hombres mueren con la marea saliente, otros en bajamar, algunos en pleamar; y ahora me siento como una ola que es toda una sola cresta espumosa, Starbuck: soy viejo... dame la mano, hombre.

Sus manos se encontraron: sus ojos se pegaron, con las lágrimas de Starbuck por cola.

—¡Ah, mi capitán, mi capitán! Noble corazón... no vaya... ¡no vaya! Vea, es un hombre valiente el que llora; ¡qué grande, entonces, la agonía de su persuasión!

¡Arriad! —gritó Ahab, sacudiéndose de encima el brazo del primer oficial—. ¡Atención con los marineros!

Un momento después, la lancha remaba virando al pie de la popa.

—¡Los tiburones, los tiburones! —gritó una voz desde el tragaluz bajo de la cabina que había allí—: ¡Amo, mi amo, vuelve!

Pero Ahab no oyó nada, pues su propia voz estaba entonces gritando, y el barco siguió adelante saltando.

Sin embargo, la voz decía la verdad, pues apenas se había separado del barco, cuando multitudes de tiburones, al parecer subiendo de las oscuras aguas de debajo del casco, mordieron malignamente las palas de los remos, cada vez que se metían en el agua, y de ese modo acompañaron a la lancha con sus mordiscos. Es cosa que ocurre de modo nada insólito a las lanchas balleneras en esas aguas infestadas, como si los tiburones las siguieran del mismo modo previsor con que los buitres se ciernen en Oriente sobre las banderas de los regimientos que avanzan. Pero ésos eran los primeros tiburones que se habían observado en el Pequod desde la primera vez que se avistó la ballena blanca; y bien fuera porque los tripulantes de Ahab eran tales bárbaros de amarillo atigrado, y por consiguiente su carne era más perfumada para el sentido de los tiburones —cosa que a veces se sabe muy bien que les afecta—, o por lo que fuera, parecían seguir a aquella sola lancha sin molestar a las demás.

¡Corazón de acero templado! —murmuró Starbuck mirando sobre la borda, y siguiendo con los ojos a la lancha que se alejaba—: ¿puedes resonar aún audazmente ante esa visión? ¿Arriando tu quilla entre voraces tiburones, y seguido por ellos, con las bocas abiertas a la caza, y en este crítico tercer día? Pues cuando pasan tres días seguidos en una sola persecución continua e intensa, es seguro que el primero es la mañana, el segundo el mediodía, y el tercero el ocaso de ese asunto, acabe como acabe. ¡Ah, Dios mío!, ¿qué es lo que me atraviesa como un disparo, y me deja tan mortalmente tranquilo, fijo en la cima de un estremecimiento? Cosas futuras flotan ante mí, no sé cómo, se oscurece. ¡Mary, muchacha!, te desvaneces en pálidas glorias detrás de mí: ¡hijo!, me parece ver solamente tus ojos, que se han vuelto de un prodigioso azul. Los más extraños problemas de mi vida parecen aclararse, pero por en medio se ciernen nubes... ¿Llega el fin de mi viaje? Mis piernas se debilitan: como las del que ha caminado todo el día. Siente tu corazón... ¿sigue latiendo? ¡Muévete, Starbuck! ¡Destruye esto! ¡Muévete, muévete, habla en voz alta! ¡A ver, vigía! ¿Ves la mano de mi hijo en el cerro? Estoy loco... ¡eh, vigía!, no pierdas de vista a las lanchas... ¡fíjate bien en la ballena! ¡Eh, otra vez! ¡echa fuera a ese halcón! ¡mira cómo pica! Rompe el cataviento —(señalando a la bandera roja que ondeaba en la galleta del palo mayor)—. ¡Eh, se lo lleva! ¿Dónde está ahora el viejo? ¿Ves este espectáculo, oh, Ahab? ¡Tiembla, tiembla!

No habían llegado muy lejos las lanchas cuando, por una señal desde las cofas —un brazo señalando hacia abajo—, Ahab supo que la ballena se había sumergido, pero deseando estar cerca de ella en la próxima subida, siguió por su camino, un poco lateralmente desde la nave, mientras los tripulantes hechizados mantenían el más profundo silencio, en tanto que las olas, de frente, martillaban y martillaban contra la proa enfrentada.

¡Clavad, clavad vuestros clavos, olas! ¡Metedlos hasta el extremo de la cabeza! No hacéis más que golpear una cosa sin tapa, y para mí no puede haber ataúd ni coche fúnebre: ¡sólo el cáñamo puede matarme! ¡Ja, ja!

De repente, las aguas alrededor de ellos se hincharon lentamente en anchos círculos: luego se elevaron deprisa, como resbalando de lado desde una sumergida montaña de hielo que subiera velozmente a la superficie. Se oyó un sordo sonido profundo, un zumbido subterráneo, y luego todos contuvieron el aliento, al ver que, entorpecida con cables a rastras, arpones y lanzas, una vasta figura surgía del mar a lo largo, pero oblicuamente. Envuelta en un leve velo de niebla que caía, se cernió por un momento en el aire irisado, y luego cayó atrás, hundiéndose en lo profundo. Salpicadas a treinta pies de altura, las aguas centellearon por un momento como cúmulos de fuentes, y luego se rompieron y se hundieron en un chaparrón de copos, dejando los círculos de la superficie cremosa como leche nueva en torno de la mole marmórea de la ballena.

—¡Adelante! —gritó Ahab a los remeros, y las lanchas se dispararon al ataque, pero Moby Dick, enloquecido por los recientes arpones de ayer que la corroían, parecía poseído a la vez por todos los ángeles caídos del cielo. La ancha fila de tendones soldados que se extendían por su ancha frente blanca, bajo la piel transparente, parecía como entretejida, cuando, de cara, se acercó agitando la cola entre las lanchas, y una vez más las separó con sus sacudidas, haciendo caer los arpones y lanzas de las lanchas de los dos oficiales, pero dejando la de Ahab casi sin tocar.

Mientras Daggoo y Queequeg tapaban las tablas estropeadas, la ballena se apartó de ellos nadando, y, al volverse, mostró un costado entero, pasando rápidamente junto a ellos: en ese momento se elevó un vivo grito. Atado con varias cuerdas al lomo del pez, amarrado en las vueltas y vueltas con que, durante la pasada noche, la ballena había enrollado los enredos de los cables a su alrededor, se veía el cuerpo medio destrozado del Parsi, con su oscuro ropaje hecho jirones y sus ojos distendidos volviéndose de lleno hacia Ahab.

El arpón se le cayó de la mano.

¡Engañado, engañado! —lanzando un largo respiro afanoso—. ¡Sí, Parsi! Te veo otra vez. Sí, y tú vas por delante, y ése, ése es entonces el coche fúnebre que prometiste. Pero te sigo hasta la última letra de tu palabra. ¿Dónde está el segundo coche fúnebre?

¡Fuera, oficiales, al barco! Estas lanchas ahora no sirven para nada: reparadlas, si podéis, a tiempo, y volved conmigo; si no, Ahab es suficiente para morir... ¡Quietos, marineros! Al primero que pretenda saltar de esta lancha, lo arponeo. No sois otros marineros, sino mis brazos y mis piernas, de modo que obedecedme. ¿Dónde está la ballena? ¿Ha vuelto a bajar?

Pero miraba demasiado cerca de la lancha, pues, como si estuviera empeñado en escapar con el cadáver que llevaba, y como si el sitio preciso de su último encuentro hubiera sido sólo una etapa en su viaje a sotavento, Moby Dick seguía ahora nadando de firme hacia adelante; y casi había adelantado al barco, que hasta entonces había navegado en dirección contraria a él, aunque por el momento había detenido su avance. Parecía nadar con su mayor rapidez, y pretender ahora sólo escapar por su camino más derecho al mar.

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