Moby Dick (82 page)

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Authors: Herman Melville

BOOK: Moby Dick
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Retirándose de su presa entre oleadas, Moby Dick quedó a poca distancia, sacando y metiendo verticalmente su alargada cabeza blanca por entre las olas y, a la vez haciendo girar todo su cuerpo ahusado, de modo que cuando subía su vasta frente arrugada —a unos veinte pies o más fuera del agua— las olas entonces levantadas, con todas sus ondas confluyentes, se rompían centelleantes contra ella, lanzando vengativamente su desgarrada salpicadura aún más alto por el aire. Así en una galerna, las ondas del Canal, sólo a medias días derrotadas, retroceden desde la base de Eddystone, para sobrepasar triunfalmente su cima por su carrera.

Pero volviendo a tomar pronto su postura horizontal, Moby Dick nadó rápidamente en torno a la tripulación náufraga, revolviendo lateralmente el agua en su vengativa estela, como si se animase a latigazos para otro ataque aún más mortal. La vista de la lancha hecha astillas parecía enloquecerla, como la sangre de uvas y moras echadas ante los elefantes de Antíoco, en el Libro de los Macabeos. Mientras tanto Ahab, medio ahogado en la espuma de la insolente cola de la ballena, y demasiado inválido para nadar —aunque todavía podía mantenerse a flote, aun en el corazón de semejante torbellino—, el inerme Ahab, mostraba la cabeza como una burbuja zarandeada que puede estallar a la menor ocasión. Desde la fragmentada popa de la lancha, Fedallah le observaba sin curiosidad y con benignidad; los tripulantes agarrados al otro extremo a la deriva no podían socorrerle, y ya hacían de sobra por cuidarse de sí mismos. Pues tan trastornadamente horrorizador era el aspecto de la ballena blanca, y tan planetariamente rápidos eran los círculos, cada vez más estrechos, que trazaba, que parecía ir a caer sobre ellos de plano. Y aunque las otras lanchas, intactas, todavía andaban por allí cerca, no se atrevían a remar hacia el remolino para arponear, no fuera a ser ésa la señal para la destrucción instantánea de los proscritos en peligro, Ahab incluido; y tampoco en ese caso podrían esperar ellos salvarse. Con miradas tensas, pues, se quedaron en el margen exterior de la zona de peligro, cuyo centro había llegado a ser la cabeza del viejo.

Mientras tanto, todo esto se había avistado desde las cofas del barco, que, braceando en cruz, se había dirigido hacia la escena, y llegaba ya tan cerca que Ahab, desde el agua, le gritó:

—Navegad contra...

Pero en ese instante una ola que provenía de Moby Dick rompió contra él, y le abrumó por el momento. Sin embargo, volvió a salir luchando de ella, y al encontrarse en lo alto de una elevada cresta, gritó:

—¡Navegad contra la ballena! ¡Echadla de aquí!

El Pequod puso proa, y, rompiendo el círculo encantado, logró eficazmente separar a la ballena blanca de su víctima. Y mientras aquélla se alejaba de mal humor, las lanchas acudieron al salvamento.

Arrastrado a la lancha de Stubb con ojos cegados e inyectados de sangre, y con la espuma blanca cuajándose en sus arrugas, la larga tensión de la energía corporal de Ahab pareció quebrarse, y cedió inerme al juicio de su cuerpo por algún tiempo, quedando aplastado en el fondo de la lancha de Stubb, como pisado por las patas de rebaños de elefantes. Desde lo más íntimo de él, salían gemidos sin nombre, como desolados sonidos desde barrancos.

Pero esa intensidad de su postración física sirvió para abreviarla. En el margen de un instante, grandes corazones condensan a veces en un solo dolor agudísimo la suma total de esas penas superficiales que se difunden benignamente a través de las vidas enteras de hombres más débiles. Y así tales corazones, aunque sumarios en el sufrimiento de cada uno, sin embargo, si lo decretan los dioses, se reúnen en su vida entera toda una era de sufrimiento, completamente compuesta de intensidad instantánea, pues, aun en sus centros sin extensión, esas nobles naturalezas contienen los enteros ámbitos de almas inferiores.

—El arpón —dijo Ahab, medio levantándose, y apoyándose a rastras en un brazo doblado —¿está a salvo?

—Sí, capitán, porque no se lanzó: es éste —dijo Stubb mostrándoselo.

—Pónmelo delante: ¿faltan hombres?

—Uno, dos, tres, cuatro, cinco... había cinco remeros, capitán, y aquí hay cinco hombres.

—Está bien. Ayúdame: quiero ponerme de pie. ¡Eso, eso, la veo!

“¡Allí, allí! Todavía a sotavento: ¡cómo salta el chorro! ¡Quitadme las manos de encima! ¡La savia eterna vuelve a correr por los huesos de Ahab! Izad la vela; fuera los remos; ¡la caña!

Ocurre a menudo que, cuando se desfonda una lancha, sus tripulantes, recogidos por otra, ayudan al trabajo en esa segunda lancha, y la caza continúa así con lo que se llaman remos de doble bancada. Así fue ahora. Pero la aumentada fuerza de la lancha no igualó a la aumentada fuerza de la ballena, pues parecía haber puesto triple bancada a cada una de sus aletas, nadando con una velocidad que mostraba claramente que si ahora, en esas circunstancias, se proseguía la persecución, se prolongaría indefinidamente y sin esperanzas; y no había tripulación que pudiera aguantar tan largo período de tensión intensa e ininterrumpida en el remo: cosa apenas soportable solamente en alguna breve vicisitud. El propio barco, entonces, ofrecía el medio más prometedor para proseguir entretanto la caza. Conforme a esto, las lanchas se dirigieron entonces hacia él y pronto se acercaron a sus cabrias —amarrándose a ellas previamente las dos partes de la lancha destrozada— para izarlo luego todo al costado, tras de lo cual se desplegaron todas las velas y se reforzaron lateralmente con «alas», como las alas de doble coyuntura del albatros, y el Pequod siguió a sotavento la estela de Moby Dick. Con los conocidos intervalos metódicos, se anunciaba regularmente el centelleante chorro de la ballena desde las cofas, y cuando se informaba de que se había sumergido, Ahab observaba la hora, y luego, recorriendo la cubierta con el reloj de bitácora en la mano, en cuanto expiraba el último segundo de la hora prevista, se oía su voz:

—¿De quién es ahora el doblón? ¿La veis?

Y si la respuesta era «¡No, capitán!», al momento mandaba que le izaran a su altura. De ese modo pasó el día Ahab; unas veces en lo alto e inmóvil; otras veces, caminando inquieto por la cubierta.

Mientras andaba así, sin emitir sonido, excepto para gritar a los vigías, o para pedir a los marineros que izaran más alto una vela, o que extendieran otra con mayor extensión; andando así, bajo su sombrero ladeado, a cada vuelta pasaba ante su propia lancha destrozada, que habían tirado en cubierta y quedaba allí volcada: la rota proa junto a la aniquilada popa. Por fin se detuvo ante ella; y lo mismo que en un cielo ya nublado a veces cruzan nuevas bandadas de nubes, así sobre la cara del viejo se deslizó una nueva tenebrosidad.

Stubb le vio detenerse, y quizá pretendiendo, aunque no con vanidad, evidenciar su propia fortaleza inabatida, y conservar así plaza de valiente en el ánimo del capitán, avanzó, y mirando la ruina, exclamó:

—¡El cardo que ha rehusado el burro; le pinchaba demasiado la boca, capitán, ja, ja!

—¿Qué ser sin alma es éste que se ríe delante de un destrozo? ¡Hombre, hombre! Si no supiera que eres tan valiente como el fuego sin temor (y tan maquinal como él) podría jurar que eres un cobarde. No gimas ni rías ante un resto de naufragio.

—Sí, capitán —dijo Starbuck, acercándose—: es un espectáculo solemne: un agüero, y malo.

—¿Agüero, agüero? ¡El diccionario! Si los dioses piensan hablar con franqueza al hombre, le hablan honradamente con franqueza, y no sacuden la cabeza y le dan una oscura sugerencia de viejas. ¡Vete! los dos sois los polos opuestos de una cosa: Starbuck es Stubb al revés, y Stubb, es Starbuck al revés: y sin embargo, los dos sois toda la humanidad, y Ahab está solo entre los millones de la tierra poblada, sin tener dioses ni hombres por vecinos suyos. ¡Frío, frío! ¡Tirito! ¿Y ahora qué? ¡Eh, arriba! ¿La veis? Señalad cada chorro, aunque lo lance diez veces por segundo.

El día casi había acabado; sólo se arrastraba la orla de su manto dorado. Pronto estuvo casi oscuro, pero no se hacía bajar aún a los vigías.

—Ya no podemos ver el chorro, capitán... demasiado oscuro... —gritó una voz desde el aire.

—¿Qué rumbo llevaba la última vez que la viste?

—Como antes, capitán; derecho a sotavento.

¡Bien! Esta noche viajará más despacio. Starbuck, arría juanetes y alas. No debemos alcanzarla antes de la mañana; ahora está haciendo una travesía, y podría ponerse un rato al pairo. ¡Eh, timonel!, ¡pon viento en popa! ¡Los de arriba, bajad! Stubb, envía un relevo a la cofa del palo mayor, y que siga habiendo alguien hasta que amanezca. —Luego, avanzando hacia el doblón en el palo mayor—: Muchachos, este oro es mío, porque me lo he ganado, pero lo dejaré ahí hasta que muera la ballena blanca; y ahora, el primero de vosotros que la señale en el día que muera, se ganará este oro; y si ese día la vuelvo a señalar yo, se repartirá entre vosotros diez veces esta suma. ¡Ahora, fuera! La cubierta es tuya.

Y diciendo así, se puso a medio camino en el portillo, y, ladeando el sombrero, se quedó allí hasta el amanecer, salvo cuando, a intervalos, se levantaba para ver cómo iba la noche.

CXXXIV
 
La caza. Segundo día

Al romper el día, se relevaron puntualmente los tres vigías de las cofas.

—¿La veis? —gritó Ahab, después de dejar un pequeño intervalo para que la luz se difundiese.

—No vemos nada, capitan.

¡Todos a cubierta, y a toda vela! Viaja más deprisa de lo que yo creía; ¡las velas de juanete...! sí, deberían haberse dejado toda la noche. Pero no importa... no es más que descansar para lanzarse.

Aquí ha de decirse que esta pertinaz persecución de una determinada ballena proseguida a lo largo del día y de la noche, es cosa que no carece en modo alguno de precedentes en las pesquerías del mar del Sur. Pues es tal la prodigiosa habilidad, previsión de experiencia, y confianza invencible adquiridas por algunos grandes genios naturales entre los capitanes de Nantucket, que, por la simple observación de una ballena al ser avistada por última vez, son capaces, en ciertas circunstancias dadas, de predecir con bastante exactitud tanto la dirección fuera del alcance de la vista, cuanto su probable velocidad de avance durante ese período. Y, en esos casos, de modo algo parecido a como el piloto, cuando va a perder de vista una costa, cuya tendencia general conoce, y a la que desea volver en breve, pero en un punto más avanzado, se sitúa junto a la brújula y toma la posición exacta de la punta entonces visible, para poder acertar con más seguridad el promontorio remoto e invisible que ha de alcanzar por fin, así el pescador observa su brújula, con la ballena, pues tras ser perseguida y diligentemente observada a lo largo de varias horas de luz del día, luego, cuando la noche deja en oscuridad al pez, la futura estela del animal a través de la tiniebla está casi tan establecida para la sagaz mente del cazador como la costa para el piloto. De modo que era esta prodigiosa habilidad del cazador, la proverbial fugacidad de una cosa escrita en el agua, una estela, es tan de fiar, a todos los efectos deseados, como la tierra firme. Y lo mismo que ese poderoso leviatán férreo que es el moderno ferrocarril es tan familiarmente conocido en cada paso que, reloj en mano, los hombres cuentan su velocidad como los médicos el pulso de un niño, y dicen con ligereza que el tren ascendente o el descendente llegará a tal o cual sitio a tal o cual hora, igualmente, hay ocasiones en que estos hombres de Nantucket miden la hora a ese otro leviatán de las profundidades conforme al humor observado en su velocidad, y se dicen que dentro de tantas horas esta ballena habrá llegado a doscientas millas, y estará a punto de llegar a tal o cual grado de latitud o longitud. Pero para que esta agudeza tenga al fin algún éxito, el viento y el mar deben ser aliados del ballenero; pues ¿de qué utilidad inmediata es, para el marinero en calma chicha o con viento contrario, la habilidad que le asegura que está exactamente a noventa y tres leguas y cuarto de su puerto? Como deducción de estas afirmaciones, se derivan muchos sutiles asuntos colaterales respecto a la caza de las ballenas.

El barco se abría paso, dejando tal surco en el mar como cuando una bala de cañón fallida se convierte en reja de arado y revuelve la superficie del campo.

—¡Por la sal y el cáñamo! —gritó Stubb—, pero este vivo movimiento de la cubierta le sube a uno por las piernas y la hace cosquillas en el corazón. ¡Este barco y yo somos dos tipos valientes! ¡Ja, ja! Que alguien me agarre y me tire al mar de espaldas... pues ¡por el demonio! tengo un espinazo que es una quilla. ¡Ja, ja! ¡vamos con unos andares que no dejan polvo atrás!

—¡Ahí sopla, ahí sopla, ahí sopla, ahí delante! —fue entonces el grito del vigía.

—¡Eso, eso! —gritó Stubb—, lo sabía... no puedes escapar... ¡sopla y revienta el chorro, oh, ballena! ¡El loco diablo en persona va tras de ti! Sopla la trompa... hazte callos en los pulmones... Ahab pondrá dique a tu sangre, como un molinero que cierra la compuerta contra el torrente.

Y Stubb hablaba casi en nombre de toda la tripulación. El frenesí de la persecución, para entonces, les había invadido con su burbujeo como viejo vino renovado. Todos los pálidos miedos y presentimientos que algunos de ellos hubieran podido sentir antes, no sólo se escondían a la vista por creciente intimidación de Ahab, sino que se aniquilaban, huían derrotados por todas partes, como tímidas liebres de pradera que se dispersan ante el bisonte que embiste. La mano del Destino les había arrebatado a todos el alma; y con los agitadores peligros del día anterior, con el tormento de la suspensión de la pasada noche, con el modo fijo, sin temor, ciego, inexorable, con que su loca embarcación avanzaba zambulléndose hacia su blanco huidizo; con todas esas cosas, sus corazones iban disparados como bolas de bolera. El viento que hacía grandes barrigas de sus velas, y empujaba el bajel con brazos tan invisibles como irresistibles, parecía el símbolo de ese agente invisible que así les esclavizaba a la carrera.

Eran un solo hombre, no treinta. Pues igual que en el barco unico que les contenía a todos, aunque estaba compuesto de todas las cosas más opuestas —roble, arce y pino; hierro, pez y canamo—, todas estas cosas se interpenetraban en un solo casco concreto, que avanzaba disparado, a la vez equilibrado y dirigido por la larga quilla central, asimismo todas las individualidades de los tripulantes, el valor de aquel marinero, el miedo de aquel otro, la culpa y la culpabilidad, todo ello iba dirigido a esa metal fatal a que apuntaba Ahab, su único señor y su única quilla.

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