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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Humor, Intriga

Monstruos invisibles (3 page)

BOOK: Monstruos invisibles
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Una de nosotras está sentada a cada lado de todos los lavabos en todos los espejos. Hay demasiadas Brandy Alexander para poder contarlas, y todas son mi jefa. Todas abren sus bolsos blancos de piel de becerro y cientos de manos cargadas de anillos extraen otros tantos ejemplares del vademécum, con sus tapas rojas, grande como una Biblia.

Cientos de ojos pintados con sombra Arándano Incandescente me miran desde todas partes.

—Ya sabes lo que hay que hacer —ordenan los cientos de bocas pintadas de Plumbago. Las manos grandes empiezan a abrir cajones y armarios—. Recuerda dónde encuentras cada cosa y vuelve a dejarlo todo en su sitio —dicen las bocas—. Primero cogeremos las drogas, luego el maquillaje. Empieza la caza.

Saco el primer frasco. Es Valium. Lo sostengo en alto para que las cientos de Brandys puedan leer la etiqueta.

—Coge todo lo que nos podamos llevar —dice Brandy—, y luego pasa a otro frasco.

Me guardo en el bolsillo unas cuantas pastillas azules junto al resto de los Valium. El siguiente frasco es Optalidón.

—Cariño, esto es gloria bendita. —Todas las Brandys levantan la vista para mirar el frasco que tengo en la mano—. ¿Crees que es peligroso que nos llevemos demasiadas?

La fecha de caducidad que se indica en la etiqueta expiró hace un mes, y el frasco está casi lleno. Pienso que podemos llevarnos la mitad.

—Venga. —Una mano enorme y cargada de anillos se me acerca desde todas partes. Cientos de manos enormes se me acercan, con las palmas hacia arriba—. Dale unas cuantas a Brandy. A la princesa vuelven a dolerle los riñones.

Saco diez cápsulas y cientos de manos arrojan miles de tranquilizantes sobre las lenguas rojas de las bocas azules. Una carga suicida de Optalidón se desliza por el oscuro interior de los continentes que configuran el mundo de Brandy Alexander.

En el siguiente frasco hay pequeños óvalos púrpura de 2, 5 miligramos de un estrógeno llamado Premarin.

El nombre comercial responde a la abreviatura de Orina de Yegua Preñada. Es la abreviatura de miles de infelices yeguas de Dakota del Norte y la zona central de Canadá, hacinadas en establos oscuros y perforadas con un catéter para recoger hasta la última gota de orina, confinadas en ese espacio y sin salir salvo para que vuelvan a montarlas. Lo gracioso es que describe bastante bien lo que supone una larga estancia hospitalaria, aunque esa es mi experiencia personal.

—No me mires así —dice Brandy—. Por no tomarme esas pastillas no voy a resucitar a los potrillos muertos.

En el siguiente frasco hay tabletas pequeñas, color melocotón, de Aldactone de 100 miligramos. La propietaria debe de ser una yonqui de hormonas femeninas.

Los analgésicos y los estrógenos son casi el único alimento de Brandy, que dice: «Dame, dame, dame». Mordisquea unas pastillitas de color rosa llamadas Diane. Se come unas cuantas pastillas de Estracomb, azul turquesa. Está usando el Premarin vaginal como crema de manos cuando dice:

—¿Señorita Kay? Parece que no puedo cerrar el puño, cariño. ¿Te importaría ir guardando las cosas sin mí, mientras me tumbo un rato?

Mis cientos de clones en los espejos rosados del cuarto de baño se ocupan del maquillaje mientras la princesa se dispone a echar una cabezadita en la antigua cama con dosel rosado que es la joya del dormitorio principal. Encuentro dextropropoxifeno, Oxycontin, Frenespan y pentotal. Estrógenos orales. Antiandrógenos. Progesterona. Parches de estrógenos. No encuentro ninguno de los colores de Brandy. Nada de colorete Rosa Oxidado. Nada de sombra de ojos Arándano Incandescente. Encuentro un vibrador con las pilas sulfatadas.

Imagino que la propietaria es una mujer mayor. Las ancianas abandonadas a su suerte y drogadas, más invisibles para el mundo cada minuto que pasa a medida que envejecen, no deben usar demasiado maquillaje. Ni salir a disfrutar de la vida nocturna. Ni bailar en fiestas de espuma. Siento el aliento caliente y ácido bajo el velo, bajo las húmedas capas de seda y crep georgette que levanto por primera vez en todo el día; y en los espejos, miro el reflejo rosado de lo que queda de mi rostro.

Espejito, espejito, ¿quién es la más hermosa?

La malvada reina fue idiota al seguirle el juego a Blancanieves. Llegada cierta edad, las mujeres tienen que buscar otra clase de poder. El dinero, por ejemplo. O un arma.

Llevo la vida que quiero, me digo, y quiero la vida que llevo.

Me digo a mí misma: Me lo merecía.

Esto es exactamente lo que quería.

3

Hasta que conocí a Brandy, lo único que quería era que alguien me preguntase qué le había pasado a mi cara.

—Me la comieron los pájaros —quería responder.

Los pájaros se me comieron la cara.

Pero a nadie le interesaba. Aunque en ese nadie no se incluye a Brandy Alexander.

No penséis que fue una gran coincidencia. Brandy y yo teníamos que conocernos. Teníamos muchas cosas en común. Lo teníamos casi todo en común. Además, a unos les pasa antes y a otros después: puede ser un accidente o la fuerza de la gravedad, pero al final todos terminamos mutilados. La mayoría de las mujeres saben lo que se siente al descubrir que cada día que pasa se vuelven más invisibles. Brandy pasó muchos meses en el hospital, igual que yo, y no hay tantos hospitales a los que ir para hacer una gran operación de cirugía estética.

Volvamos a las monjas. Las monjas eran lo peor de todo; las monjas enfermeras. Una monja me habló de un paciente hospitalizado en otra planta, que era encantador y muy divertido. Era abogado y sabía hacer trucos de magia con las manos y una servilleta de papel. Esta monja era de las que llevan una bata blanca de enfermera en lugar del hábito, y le habló de mí al abogado en cuestión. Era la hermana Katherine. Le dijo que yo era divertida e inteligente, y lo bonito que sería que nos conociésemos y nos enamorásemos locamente.

Esas fueron sus palabras.

Me miraba a través de sus gafas de montura metálica, caladas en la mitad de la nariz, con lentes largas y cuadradas, como los cristales de un microscopio. Una red de venitas rotas teñía de rojo la punta de la nariz. Ella lo llamaba rosácea. Se hacía más fácil imaginarla viviendo en una panadería que en un convento. Casada con Santa Claus, en lugar de con Dios. El delantal almidonado que llevaba sobre la bata era de un blanco tan resplandeciente que, cuando la vi por primera vez, después del accidente de automóvil, me pareció que mis manchas de sangre eran negras.

Me dieron papel y bolígrafo para que pudiera comunicarme. Me envolvieron la cabeza en vendas, metros de gasa sobre compresas de algodón y puntos de sutura en forma de mariposa por todas partes, para que no pudiera quitármelas. Me aplicaron una gruesa capa de gel antibiótico, tóxico y claustrofóbico, bajo las compresas de algodón.

Me recogieron el pelo hacia atrás, y allí quedó, olvidado y caliente bajo la gasa, donde yo no pudiera alcanzarlo. La mujer invisible.

Cuando la hermana Katherine me habló de ese otro paciente, me pregunté si tal vez lo habría visto en alguna parte, a su abogado, a ese mago tan atractivo y gracioso.

—Yo no he dicho que fuese atractivo —dijo la hermana Katherine—. Y sigue siendo un poco tímido.

Escribí en mi cuaderno:

¿sigue siendo?

—Desde que tuvo el accidente —explicó, y sonrió arqueando las cejas y apretando la barbilla contra el cuello—. No llevaba el cinturón de seguridad.

—El coche le pasó por encima —dijo—. Por eso es perfecto para usted.

Antes de eso, cuando yo aún estaba sedada, alguien se llevó el espejo de mi cuarto de baño. Las enfermeras se esforzaban por alejarme de cualquier superficie pulida, del mismo modo que alejaban a los suicidas de los cuchillos. A los alcohólicos del alcohol. Lo más parecido a un espejo que yo tenía era la televisión, pero esta solo me decía cómo era yo antes.

Cuando pedía ver las fotos que la policía había tomado del accidente, la enfermera me decía:

—No.

Guardaban las fotos en un archivador, en la sala de enfermeras, y al parecer todo el mundo podía verlas menos yo. Esta enfermera dijo:

—El médico piensa que ya ha sufrido usted suficiente por el momento.

Ese mismo día, la enfermera intentó presentarme a un contable que se había quemado el pelo y las orejas por un error garrafal con el propano. Me presentó a un estudiante que había perdido la garganta y las fosas nasales a consecuencia de un cáncer. A un limpiacristales que había caído de cabeza sobre el asfalto dando una voltereta desde un tercer piso.

Esas eran sus palabras: error, caída. La desgracia del abogado. Mi gran accidente.

La hermana Katherine pasaba a comprobar mis constantes vitales cada seis horas. Me tomaba el pulso con su reloj masculino de segunda mano, un reloj grande y plateado. Me tomaba la tensión. Me tomaba la temperatura metiéndome en el oído una especie de pistola eléctrica.

La hermana Katherine era de esas monjas que llevan una alianza.

Y la gente casada siempre cree que el amor es la respuesta para todo.

Volvamos al día de mi accidente, cuando todo el mundo se mostró muy considerado. La gente, los pacientes que me cedieron el turno en la sala de urgencias. Por insistencia de la policía. Quiero decir que me dieron una sábana de hospital con el nombre «Hospital Memorial de La Paloma» impreso en el borde con tinta indeleble de color azul. Primero me administraron morfina por vía intravenosa. Luego me recostaron en una camilla.

No recuerdo gran cosa, pero la enfermera de día me habló de las fotos que había tomado la policía.

Las fotos, copias en brillo de 18
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24, tan bonitas como las de mi álbum. En blanco y negro, según dijo la enfermera. Pero en estas estoy sentada en una camilla, de espaldas a la pared de la sala de urgencias. La enfermera tardó diez minutos en cortarme el vestido con esas tijeritas de manicura que usan los cirujanos. Recuerdo muy bien cómo cortaba. Llevaba puesto un vestido de algodón de Espre, muy veraniego. Recuerdo que cuando encargué este vestido por catálogo estuve a punto de pedir dos, pues eran comodísimos, holgados, y la brisa intentaba colarse por las axilas y levantar la costura de la cinturilla. Pero si no hacía brisa sudabas, y el algodón se te pegaba como si fueran once hierbas y especias, solo que puesto el vestido resultaba casi transparente. Entrabas en un patio y la sensación era magnífica, mientras millones de focos te buscaban entre la multitud; o entrabas en un restaurante cuando fuera hacía cuarenta grados, y todo el mundo se volvía para mirarte como si acabases de recibir un prestigioso premio por una gran hazaña vital.

Así es como me sentía. Recuerdo la atención de que era objeto. Parecía que siempre hacía cuarenta grados.

Y recuerdo mi ropa interior.

Perdón, mamá; perdón, Dios. Pero lo cierto es que solo llevaba un parchecito delante con una cinta elástica alrededor de la cintura y otra que se metía por la raja y se unía con el parche por el extremo inferior. De color carne. A esa cinta, la de la raja, la gente la llama seda anal. Llevaba el tanga porque el vestido era casi transparente. Nadie se imagina que va a terminar en un hospital, con el vestido cortado y los detectives haciéndole fotos, recostado en una camilla, con un goteo de morfina en el brazo y una monja franciscana gritándole al oído:

—¡Saquen las fotos! ¡Saquen las fotos ya! ¡Sigue perdiendo sangre!

La verdad es que fue más divertido de lo que parece.

Fue divertido estar despatarrada en la camilla, como una muñeca de trapo anatómicamente correcta, con nada más que el parchecito y la cara como la tengo ahora.

La policía dejó que la monja me cubriera con la sábana hasta los hombros. Para que pudieran hacerme fotos de la cara; pero los detectives se sentían muy incómodos al verme allí, despatarrada y con los pechos al aire.

Pasemos a cuando se negaron a enseñarme las fotos y uno de los detectives dijo que si la bala hubiese entrado cinco centímetros más arriba yo estaría muerta.

Yo no entendía qué se proponían.

Cinco centímetros más abajo y me habría carbonizado con mi vestido de algodón, intentando que el encargado de la compañía de seguros no aplicase las deducciones de la póliza y sustituyese la ventanilla de mi coche. Luego estaría junto a una piscina, con mi protector solar, contándoles a dos chicos guapos que iba conduciendo por la autopista cuando una piedra o no sé qué reventó el cristal de la ventanilla del conductor.

Y los chicos guapos dirían: ¡Uau!

Pasemos a otro detective, el que registró mi coche en busca de balas y fragmentos de huesos, de cosas así; al detective que vio que yo iba conduciendo con la ventanilla a medio bajar. La ventanilla de un coche, me dice este individuo mientras miramos las fotos en 18
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24 en las que salgo cubierta con una sábana blanca, debe ir siempre o subida del todo o bajada del todo. No recuerda a cuántos automovilistas ha visto decapitados por las ventanillas en accidentes de tráfico.

Cómo no iba a reírme.

Esa fue la palabra que empleó: automovilistas.

Tal como tenía la boca, lo único que podía salir de ella era una risotada. No lo pude evitar.

Pasemos a después de las fotos, a cuando la gente dejó de mirarme.

Mi novio, Manus, vino esa noche, cuando ya había salido de urgencias, cuando me habían trasladado en camilla hasta el quirófano, cuando la hemorragia había cesado y me encontraba en una habitación individual. Entonces apareció Manus. Manus Kelley, que era mi prometido hasta que vio lo que quedaba de mí. Manus se sentó y se puso a mirar las fotos en blanco y negro de mi cara nueva, las pasó y las repasó, las puso boca arriba y boca abajo, como se hace con esas misteriosas fotografías en las que de pronto ves a una mujer hermosa y, cuando vuelves a mirar, lo que ves es una bruja.

Manus dice: ¡Dios mío!

Y luego dice: ¡Ay, Jesús, Jesús!

Y luego dice: ¡Joder!

Cuando tuve mi primera cita con Manus, aún vivía con mis padres. Manus me enseñó una insignia que llevaba en la cartera. Tenía una pistola en casa. Era detective de la policía, de la brigada especial antivicio. Esto ocurrió entre mayo y diciembre. Manus tenía veinticinco años, y yo dieciocho, pero empezamos a salir juntos. Así es el mundo en que vivimos. Una vez salimos a navegar. Él llevaba un Speedo, y, como sabe cualquier mujer inteligente, eso significa que como mínimo era bisexual.

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