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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Humor, Intriga

Monstruos invisibles (9 page)

BOOK: Monstruos invisibles
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Pasemos a cómo era la vida cuando eras un bebé y solo podías tomar alimentos infantiles. Te acercas tambaleándote hasta la mesita del café. Te pones en pie y tienes que mantener el equilibro sobre unas piernas que son como salchichas de Viena, o caer. Luego llegas hasta la mesa y te das con la esquina en la tierna cabeza infantil.

Caes al suelo y, joder, cómo duele. Pero la tragedia no empieza hasta que llegan mamá y papá.

Ah, pobrecita, qué valiente.

Y entonces te pones a llorar.

Pasemos a Brandy, Seth y yo, subiendo al Space Needle en Seattle. Es nuestra primera parada después de la frontera canadiense, salvo cuando nos detuvimos para que yo fuese corriendo para comprarle a Seth un café con leche con azúcar y Climen y una Coca-Cola con Estracomb sin hielo. Son las once, el Space Needle cierra a medianoche, y Seth dice que en el mundo hay dos clases de personas. La princesa Alexander quería encontrar primero un buen hotel, un lugar con aparcacoches y baños alicatados. Tendríamos tiempo de echar una cabezadita antes de que ella saliese a vender las pastillas.

—Imaginad que estáis en un programa concurso —dice Seth, refiriéndose a sus dos clases de personas. Seth ya ha salido de la autopista y circulamos entre almacenes oscuros, girando cada vez que atisbamos el Space Needle—. Y lo ganáis, y os dan a elegir entre un conjunto de muebles de Broyhill para el cuarto de estar de tres mil dólares o un viaje de diez días para descubrir los encantos de la vieja Europa.

Seth dice que la mayoría de la gente elige los muebles.

—Es porque todo el mundo quiere demostrar su esfuerzo —dice Seth—. Como los faraones y sus pirámides. En un caso así, muy pocos elegirían el viaje, aunque ya tuvieran un cuarto de estar bien bonito.

No hay coches aparcados en los alrededores del Seattle Center; la gente está en casa viendo la televisión, o siendo televisión, en el caso de los que creen en Dios.

—Quiero enseñaros dónde terminó el futuro —dice Seth—. Quiero que seamos de los que eligen el viaje.

Según Seth, el futuro terminó en 1962, en la Feria Mundial de Seattle. Ahí termina todo lo que debíamos heredar: el hombre llegó a la luna en esa década del milagro del amianto, de la energía nuclear y el combustible fósil; la era espacial, cuando podías subir a visitar el apartamento-platillo volante de los Supersónicos y montarte en el monorraíl para ir hasta el centro de la ciudad y comprarte una gorrita de moda, de esas tan divertidas.

Todas esas esperanzas, investigaciones, ciencia y glamour están ahora en ruinas:

El Space Needle.

El Centro de la Ciencia, con sus cúpulas caladas y sus globos colgando.

El monorraíl, que pasa como un rayo cubierto de aluminio pulido.

Así es como se suponía que iban a ser nuestras vidas.

Vayamos. Hagamos el viaje, dice Seth. Se os romperá el corazón, porque los Supersónicos, con su criada robot, Rosie, y sus coches voladores y sus camas tostadoras que te tiran al suelo por la mañana, es como si le hubiesen subarrendado el Space Needle a los Picapiedra.

—Os acordáis, ¿verdad? —dice Seth—. De Pedro y Vilma. El cubo de la basura es un cerdo que vive debajo del fregadero. Y los muebles están hechos con huesos y piedras, y las lámparas son de piel de tigre. La aspiradora de Vilma es un bebé elefante. Su hijita se llama «Pebbles».

Aquí estaba nuestro futuro de comida de queso y aerosoles, de polietileno y Club Med en la luna, de rosbif servido en un tubo de pasta de dientes.

—El Tang —dice Seth—, el desayuno de los astronautas. Y ahora la gente viene aquí con sandalias de cuero hechas por ellos mismos. Sus hijos se llaman Jonás o Moisés, como en el Antiguo Testamento. Las lentejas son como de otro mundo.

Seth se sorbe los mocos y se seca las lágrimas de los ojos con una mano. Es el Estrace. Debe de estar poniéndose premenstrual.

—La gente que ahora va al Space Needle tiene puestas las lentejas en remojo en casa y pasea entre las ruinas del futuro como los bárbaros cuando encontraron las ruinas griegas y pensaron que seguramente las había construido Dios.

Seth aparca bajo una de las tres grandes patas de acero del Space Needle. Salimos y miramos las patas que suben hasta el Space Needle, el restaurante de abajo, el de arriba que gira, y la terraza mirador en lo alto. Luego las estrellas.

Pasemos al triste momento en que compramos nuestros tíquets y nos metemos en el gran ascensor de cristal que asciende por el centro del Space Needle. Nos encontramos en el interior de esta jaula de cristal y latón que sube hasta las estrellas, como esas donde se meten los gogós para bailar. Mientras subimos me entran ganas de escuchar música hipoalergénica Telestar, no contaminada por las manos humanas. Música producida por ordenador e interpretada por un sintetizador Moog. Quiero bailar el frug en un vuelo de la TWA con destino a la luna, donde un montón de tíos y tías estupendos preparan el puré de patata en condiciones de gravedad cero y comen deliciosas píldoras como aperitivo.

Es lo que quiero.

Se lo cuento a Brandy Alexander, y ella va muy decidida hacia las cajas de cristal y latón y baila el frug incluso antes de subir, igual que los cuerpos especiales de la policía bailan el frug en Marte, donde pesas cuatrocientos kilos.

Lo más triste es cuando el tipo del uniforme de plástico que maneja el ascensor se olvida por completo del futuro. Y echa a perder la diversión del momento, mirándonos como si fuésemos cachorritos de esos que se ven en los escaparates de las tiendas de animales de los centros comerciales. Cachorritos que rezuman un líquido amarillento por los ojos y por el culo, y uno sabe que nunca más volverán a evacuar nada sólido, pero aun así siguen a la venta por seiscientos dólares. Los cachorritos están tan tristes que incluso las chicas gordas que llevan permanentes baratas se pasan horas dando golpecitos al cristal del escaparate y diciendo: «Te quiero, pequeñín. Mamita te quiere, cosita».

El futuro ya está arruinado para algunos.

Pasemos al mirador que hay en lo alto del Space Needle, desde donde no se ven las patas de acero y parece que planeas sobre Seattle en un platillo volante donde se venden un montón de recuerdos. La mayoría no son recuerdos del futuro. Son camisetas ecológicas y batiks y telas teñidas con pigmentos naturales que no se pueden lavar con otras prendas, porque destiñen. Casetes de ballenas que cantan mientras hacen el amor. Otras cosas que detesto.

Brandy se va a buscar reliquias y artefactos del futuro. Acrílicos. Plexiglás. Aluminio. Polietileno. Radio.

Seth se acerca a la barandilla, se inclina sobre la red antisuicidios y escupe. El escupitajo cae al siglo
XXI
. El viento me agita el pelo en la oscuridad, y Seattle y mis manos se aferran con fuerza a la barandilla de acero, donde un millón de manos antes que las mías han estropeado la pintura.

Tal como va vestido, en lugar de la masa muscular que antes me volvía loca, ahora la grasa hace que se le suba la camisa por encima del cinturón. Es por el Premarin. Esa sombra suya de las cinco en punto, tan sexy, se desvanece por culpa del Progevera. Hasta se le hinchan los dedos alrededor del anillo.

El fotógrafo dice en mi cabeza:

Dame paz.

Flash.

Dame liberación.

Flash.

Seth tira de su cuerpo hinchado por la retención de líquidos para sentarse en la barandilla. Sus mocasines de borlas cuelgan por encima de las redes. Su corbata vuela directamente hacia la nada y la oscuridad.

—No tengo miedo —dice. Estira una pierna y deja que uno de los mocasines cuelgue de la punta de los dedos.

Yo me ciño con fuerza el velo alrededor del cuello para que la gente que no me conoce piense, como mis padres, que sigo siendo feliz.

Seth dice:

—La última vez que me asusté fue la noche en que me sorprendiste cuando intentaba matarte.

Y contempla las luces de Seattle, sonriendo.

Yo también sonreiría, si tuviera labios.

En el futuro, con el viento, con la oscuridad del mirador que hay sobre el Space Needle, Brandy Alexander, la auténtica reina suprema, se nos acerca con recuerdos del futuro. Ha comprado postales. Brandy Alexander nos ofrece a Seth y a mí un taco de postales descoloridas, dobladas, manoseadas y despreciadas que han sobrevivido durante años en un expositor giratorio. Son fotos del futuro con cielos limpios y blancos al amanecer detrás del Space Needle. Del monorraíl lleno de bebés sonrientes y enfundados en sus monos de mohair, con tres enormes botones forrados de tela delante. Niños con camisetas de rayas y tripulaciones de astronautas rubias que pasean por un Centro de la Ciencia donde todas las fuentes funcionan.

—Cuéntale al mundo qué es lo que más miedo te da —dice Brandy.

Nos da a cada uno un lápiz de cejas color Sueños Berenjena, y dice:

—Dale algún consejo útil para el futuro.

Seth escribe en el dorso de una tarjeta y se la entrega a Brandy para que la lea.

«En los programas concurso, algunos eligen el viaje a Francia, aunque la mayoría prefiere una lavadora-secadora. »

Brandy estampa un gran beso Plumbago en el cuadradito donde se pega el sello y deja que el viento arrastre la tarjeta hacia las torres del centro de Seattle.

Seth le entrega otra tarjeta, y Brandy lee:

«La función de los programas concurso es que nos sintamos mejor cuando pensamos en todos esos datos aleatorios e inútiles que es lo único que nos queda de la educación que hemos recibido».

Un beso, y la tarjeta emprende su camino hacia el lago Washington.

Otra de Seth:

«¿En qué momento el futuro dejó de ser una promesa para convertirse en una amenaza?».

Un beso, y allá va, volando hacia Ballard.

«Cuando hayamos destruido este planeta, Dios nos dará otro. Se nos recordará más por lo que destruimos que por lo que creamos. »

La Interestatal 5 serpentea en la distancia. Desde el mirador del Space Needle, los carriles que se dirigen hacia el sur son una hilera de luces rojas, y los que se dirigen hacia el norte son una hilera de luces blancas. Tomo una tarjeta y escribo:

«Quiero tanto a Seth Thomas que tengo que destruirlo. Lo compensaré venerando a la reina suprema. Seth nunca me querrá. Nadie volverá a quererme nunca».

Brandy está esperando para coger la tarjeta y leerla en voz alta. Esperando para contarle al mundo mis peores temores, pero no le doy la tarjeta. La beso con los labios y no necesito que el viento me la arrebate de las manos. La tarjeta sube y sube y sube hacia las estrellas, y luego cae y aterriza sobre la red antisuicidios.

Mientras veo mi futuro atrapado en la red antisuicidios, Brandy lee otra tarjeta de Seth.

«Todos somos abono orgánico. »

Escribo sobre el futuro en otra tarjeta, y Brandy la lee.

«Cuando no sabemos a quién odiar, nos odiamos a nosotros mismos. »

Un golpe de viento arranca mis peores temores de la red antisuicidios y se los lleva volando.

Seth escribe y Brandy lee.

«Uno tiene que reciclarse a sí mismo continuamente. »

Yo escribo y Brandy lee.

«Nada en mí es original. Soy el esfuerzo combinado de todas las personas a las que he conocido. »

Yo escribo y Brandy lee.

«La persona a la que quieres y la persona que te quiere nunca son la misma persona. »

Pasemos a nosotros volviendo a casa desde la luna en un vuelo rápido de la TWA. A Brandy, Seth y yo bailando en nuestra fiesta en el ascensor de cristal y latón, como una jaula de gogós, con gravedad cero. Brandy aprieta la mano enorme y repleta de anillos y le dice al droide de servicio vestido de plástico que intenta detenernos que se congele si no quiere morir allí mismo.

De vuelta en la tierra, en el siglo
XXI
, nuestro Lincoln de alquiler con su interior azul aguarda para llevarnos a un buen hotel. Hay un papelito pegado al parabrisas, pero cuando Brandy se abalanza sobre él para romperlo, resulta ser una postal del futuro.

Acaso mis peores miedos.

Para que Brandy le lea a Seth en voz alta.
Quiero tanto a Seth que tengo que destruirlo
. . .

Por más que lo compense, nadie volverá a quererme. Ni Seth. Ni mis padres. Es imposible besar a alguien que no tiene labios. Ah, ámame, ámame, ámame, ámame, ámame, ámame, ámame, ámame. Seré quien tú quieras que sea.

Brandy Alexander coge la postal con su enorme mano. La reina suprema la lee en silencio y se la guarda en el bolso. La princesa Princesa dice:

—A este paso no llegaremos nunca al futuro.

9

Volvamos al día en que Brandy me tira por encima de la cabeza un puñado de nada resplandeciente, y la consulta de la logopeda, donde nos encontramos, se vuelve de oro.

Brandy dice:

—Esto es gasa de algodón.

Lanza otro puñado de niebla, y el mundo se desdibuja tras una cortina dorada y verde.

—Seda georgette —dice Brandy.

Lanza un puñado de chispas sobre mí y sobre el mundo; Brandy sentada frente a mí, su cesto de costura abierto y apoyado en el regazo. Estamos solas. Encerradas en la consulta de la logopeda. El cartel del gatito sobre la pared de hormigón. Todo se filtra con estrellas hasta quedar suave y brillante, hasta que todas las aristas duras se borran o se confunden detrás del verde y del dorado, y la luz fluorescente estalla en montones de fragmentos.

—Velos —dice Brandy, mientras los colores se van posando sobre mí—. Tiene que parecer que guardas muchos secretos. Si piensas salir al mundo exterior, señorita Saint Patience, no puedes dejar que te vean la cara.

—Puedes ir a donde quieras —continúa Brandy.

Pero no puedes dejar que nadie sepa quién eres.

—Puedes llevar una vida completamente normal —dice.

Pero no puedes dejar que nadie se te acerque demasiado y descubra la verdad.

—En dos palabras: necesitas velos.

Hay que decir que, siendo como es una princesa, Brandy Alexander no me pregunta mi nombre real. Mi nombre de pila. La señorita Mandona me asigna directamente un nombre nuevo, un pasado nuevo. Inventa para mí otro futuro sin relaciones, salvo con ella; un culto enteramente dedicado a su persona.

—Te llamas Daisy Saint Patience —me dice—. Eres la heredera perdida de la Casa de Saint Patience, el salón de moda de alta costura, y esta temporada estamos haciendo sombreros. Sombreros con velos.

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