Morir de amor (16 page)

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Authors: Linda Howard

Tags: #Intriga, #Romántico

BOOK: Morir de amor
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Genial, ahora me ignoraba.

Tuve la impresión de que a una pareja de agentes les pasaba algo, porque de pronto los dos tuvieron un acceso de tos simultáneamente. O era eso o intentaban no reírse en presencia de su teniente. No me gustó nada porque, otra vez, ahí estaba yo desangrándome hasta morir y ellos riendo. Perdón, pero ¿acaso era yo la única que no veía nada de divertido en el hecho de haber sido herida por un disparo?

—Algunas personas —dije, hablándole al cielo— son lo bastante educadas como para no reírse de alguien que ha recibido un disparo y que se está desangrando hasta morir.

—No te estás desangrando —dijo Wyatt, y noté cierta tensión en su voz.

Puede que sí, puede que no, pero al menos una pensaría que me otorgarían el beneficio de la duda, ¿no? Estaba tentada de desangrarme hasta morir sólo para demostrárselo. Aunque, bien pensado, no había ningún beneficio en ello. Además, si me moría, no podría estar ahí para hacerle la vida imposible, ¿no es verdad? Estas cosas hay que pensarlas bien.

Llegaron más coches. Oí que Wyatt organizaba una misión de búsqueda y captura, aunque él no la llamó así. Sonó más como:

—Encontrad a ese cabrón. —Pero yo sabía lo que quería decir. Una pareja de enfermeros, una mujer negra con el pelo trenzado y unos ojos color chocolate que eran los más bellos que jamás había visto, y un hombre robusto y pelirrojo que me recordó a Red Buttons, llegaron cargados con unos maletines metálicos llenos de equipos médicos de primeros auxilios y se agacharon a mi lado.

Se pusieron rápidamente a hacer lo elemental: tomarme el pulso, la presión sanguínea y ponerme un brazalete para la presión en el brazo.

—Necesito una galleta —dije.

—Todos necesitamos una galleta —dijo la mujer, con un toque de simpatía.

—Para regular el azúcar en la sangre —dije—. La Cruz Roja da galletas a las personas que donan sangre. Así que una galleta me sentaría bien. De chocolate. Y una Coca-cola.

—Ya le he oído —dijo ella, pero nadie hacía nada para ponerme en las manos lo que había pedido. Me lo tomé con calma, porque era domingo y las tiendas no estaban abiertas. Supuse que no llevarían galletas y gaseosas en la ambulancia. Pero ¿por qué no?

—Con toda esta gente que hay por aquí, cualquiera pensaría que al menos alguien tendría una galleta en el coche. O una rosquilla. Mal que mal, son polis.

—Tiene razón —dijo ella, sonriendo. Y luego gritó—: ¡Hey! ¿Hay alguien que lleve algo dulce para comer en el coche?

—No tiene por qué comer nada —dijo el pelirrojo. No me gustaba tanto como ella, ni mucho menos, a pesar de su simpática cara de Red Buttons.

—¿Por qué? Oiga, no irán a operarme, espero. —Era la única razón que se me ocurría para que me prohibieran comer.

—No lo sé. Eso lo decidirán los médicos.

—Noo. No tendrán que operarla —dijo la mujer, y el pelirrojo le lanzó una mirada de censura.

—Eso tú no lo sabes.

Yo ya veía que él pensaba que ella era demasiada laxa con las reglas y, de hecho, entendía su punto de vista. Sin embargo,
ella
me entendía a

. Yo necesitaba algo que me diera seguridad, y eso era precisamente lo que haría una galleta, al conseguir que pensara en mi pérdida de sangre como en una donación a la Cruz Roja. Si había algo dulce por ahí y ellos no me lo daban, sospecharía que me encontraba en Estado Grave.

Apareció un agente, caminando agachado entre los coches, aunque no había habido más disparos y cualquier asesino con dos dedos de frente habría abandonado la escena en cuanto llegaron los refuerzos. El agente tenía un paquete en la mano.

—Tengo galletas rellenas de higo —dijo. Parecía un poco despistado, como si no entendiera por qué los enfermeros no podían esperar para comer algo.

—Con eso bastará —dijo la enfermera, y abrió el paquete.

—Keisha —dijo Red Buttons, con cara de advertencia.

—Venga, no diga nada —dije yo, y cogí una galleta del paquete. Le sonreía a Keisha—. Gracias. Creo que ahora sobreviviré.

Tres galletas de higo más tarde dejé de sentirme mareada, y me volví a sentar y a apoyarme en la rueda. A Red Buttons tampoco le gustó eso, pero él sólo pensaba en mi bienestar, así que también lo perdoné por querer negarme las galletas. Vi que ahora todos los polis que había por ahí caminaban erguidos y deduje que el autor de los disparos había desaparecido hacía rato.

A Wyatt no se le veía por ningún lado. Formaba parte de la misión de búsqueda y captura, y todavía no había regresado. Quizás esta vez hubieran encontrado alguna pista que los llevara directamente hasta la puerta del asesino.

Me transportaron a la parte trasera de la ambulancia. Levantaron el respaldo de la camilla de modo que no estuviera tendida sino sentada. No me sentía con ganas de caminar, pero sin duda era capaz de sentarme.

Da la impresión de que en una escena del crimen o de un accidente, nada se hace con demasiada prisa. Mucha gente daba vueltas por ahí, la mayoría uniformados, y otra gran mayoría no hacía otra cosa que hablar con otras personas que hacían lo mismo que ellos. Las radios graznaban y unos respondían. Era evidente que habían encontrado el lugar desde donde habían disparado, y los forenses ya examinaban el área. Red habló por radio. Keisha devolvió los equipos a los maletines. Nadie tenía demasiada prisa, y eso también me dio cierta seguridad.

—Necesito mi bolso —dije, y Keisha lo recuperó de mi coche y me lo dejó en la camilla. Como mujer, entendía que una necesita su bolso.

Lo abrí y busqué un boli y mi agenda. La abrí por las páginas del final, las que están en blanco para tomar notas y empecé a escribir. Madre mía, la lista se iba alargando.

Wyatt apareció ante las puertas abiertas de la ambulancia. Tenía la placa abrochada al cinturón y llevaba la pistola en la funda bajo la axila, por encima de su camiseta. Tenía una mirada seria.

—¿Cómo te sientes?

—Bien —dije, amablemente. En realidad, no estaba bien, porque el brazo me latía con un dolor intenso, muy intenso, y me sentía débil por la pérdida de sangre. Pero seguía enfadada y no tenía ganas de apoyarme en él. A los hombres les gusta que una se apoye en ellos porque aquello satisface sus instintos de protección, algo bastante innato. Al negarle mi simpatía, le estaba diciendo que había vuelto a la caseta del perro. Hay que saber leer estas cosas entre líneas.

Él entrecerró sus ojos verdes. Había captado el mensaje.

—Seguiré la ambulancia hasta el hospital.

—Gracias, pero no es necesario. Llamaré a mi familia.

Los ojos se hicieron aún más pequeños.

—He dicho que seguiré la ambulancia hasta el hospital. Llamaré a tu familia por el camino.

—De acuerdo. Haz lo que quieras. —Eso quería decir «Seguiré enfadada de todas maneras».

Ahí también captó el mensaje. Se llevó las manos a la cintura, todo el muy macho, masculino y malhumorado.

—Y ¿a ti qué mosca te ha picado?

—¿Quieres decir, aparte de que me hayan disparado? —pregunté, muy amablemente.

—A mí me han disparado. Y no por eso me he portado como un… —dijo, y prefirió callar, sin duda pensando en lo que había estado a punto de decir.

—¿Como una pesada? ¿Como una niña consentida? —Yo misma le di a elegir. Al volante, Red Buttons estaba sentado muy quieto mientras escuchaba la discusión. Keisha se encontraba de pie, esperando para cerrar la puerta, y fingía que miraba los pajaritos en el cielo.

—Escoge tú la que corresponda —dijo él, con una sonrisa forzada.

—Ningún problema. Yo me arreglo —dije, y anoté otra entrada en mi lista.

Él desvió la mirada hacia mi libreta.

—¿Qué haces?

—Una lista.

—Dios me libre, ¿otra lista?

—Es la misma. Sólo que agrego cosas.

—Dame eso. —Se inclinó hacia el interior de la ambulancia como si quisiera arrancármela de las manos.

Yo di un tirón.

—Es mi libreta, no la tuya. No la toques. —Giré la cabeza hacia Red—. Venga, acabemos con este numerito de una vez por todas.

—Blair, estás comportándote como una criatura…

Vale, era verdad. Cuando me sintiera mejor, puede que lo dejara. Pero mientras, creía que mi actitud estaba justificada. Vosotros me diréis, si una no puede hacer esto cuando le disparan, ¿cuándo lo hará?

—¡Ya verás si alguna vez vuelvo a dormir contigo! —le dije cuando Keisha cerró las puertas.


C
onque duermes con el teniente Bloodsworth, ¿eh? —me preguntó Keisha, sonriendo.

—Es cosa del pasado —dije, sorbiéndome la nariz. ¿Qué importaba si el pasado era esa misma mañana?—. En su lugar, no aguantaría el aliento hasta que llegara la próxima vez. —Me contrariaba un poco que se me hubiera escapado algo tan personal como los detalles de mi vida amorosa, pero la verdad es que Wyatt me había provocado.

Me daba la impresión de que Red conducía con una lentitud anormal. No sabía si siempre era tan cuidadoso (algo que quizá no convenga si llevas en la ambulancia a alguien que se está muriendo) o si sólo quería oír todo lo posible de nuestra conversación antes de que llegáramos al hospital. Al parecer, con la excepción de Keisha, nadie, absolutamente nadie pensaba que mi condición se merecía un mayor grado de preocupación o atención.

Keisha me entendía en el lenguaje del corazón. Me había dado galletas de higo y me había traído el bolso. Ella me entendía.

—Hay que ver lo que costaría tumbar a ese hombre —dijo, pensativa—. Y no pretendo hacer juegos de palabras.

—Una mujer tiene que hacer lo que una mujer tiene que hacer.

—Ya te entiendo, hermana. —Intercambiamos una mirada de complicidad. Los hombres son criaturas difíciles. No se les puede dejar que tengan la sartén por el mango. Y, gracias a Dios, Wyatt se me estaba poniendo difícil, lo cual me daba algo en que pensar, y olvidarme así de que alguien intentaba matarme. Sencillamente no estaba preparada para lidiar con ello. Por el momento estaba segura, lo cual me daba un cierto espacio para respirar, que era lo único que necesitaba. Me concentraría en Wyatt y en mi lista hasta que me sintiera mejor y fuera capaz de asumir la situación.

En el hospital me trasladaron rápidamente a un pequeño cubículo privado, es decir, con toda la privacidad que se puede tener con una cortina como puerta, y una pareja de amistosas, alegres y diligentes enfermeras cortándome la camiseta y el sujetador ensangrentados. Me dio algo cuando vi que sacrificaban ese sujetador porque era de un bonito y espumoso encaje que hacía juego con mis bragas, que ahora no me podría poner a menos que me comprara otro sujetador para hacer juego. De todos modos, el sujetador estaba estropeado, porque dudaba que algo pudiera quitar la sangre de la seda. Además, ya lo asociaba con todo aquello y de cualquier forma no me lo habría vuelto a poner. Me pusieron una bata de hospital azul claro que no tenía ningún atractivo y me hicieron tenderme mientras se aplicaban a las cuestiones preliminares.

Me quitaron el vendaje del brazo. Ya me sentía lo bastante serena como para echar una mirada al daño que había sufrido.

—Uyy —dije, haciendo un mohín.

No hay ninguna parte del cuerpo en la que nos puedan disparar sin dañarnos un músculo a excepción, quizá, de los ojos, en cuyo caso no hay de qué preocuparse porque probablemente estarás muerta. La bala había dejado un agujero en la parte exterior del tríceps, un poco por debajo de la articulación del hombro. Si hubiera sido más arriba probablemente habría roto el hueso, lo cual tendría consecuencias mucho más graves. La herida tenía mala pinta, porque yo no veía cómo la iban a cerrar con unos cuantos puntos de sutura.

—No es tan grave —dijo una de las enfermeras. Su tarjeta de identificación decía Cynthia—. Es una herida superficial; no hay nada estructural dañado. Eso sí, debe doler mucho.

Ya lo creo que sí.

Me tomaron las constantes vitales. Tenía el pulso un poco acelerado, pero ¿quién no lo tendría? La respiración era normal, la presión un poco más alta de lo que en mí era normal, pero no demasiado. Se podía decir que mi organismo sufría una reacción leve ante la agresión. Me favorecía el hecho de estar fuerte como un caballo y en una excelente forma física.

No había manera de saber en qué forma me encontraría cuando el brazo estuviera lo bastante fuerte como para volver a hacer ejercicio, pensé, desalentada. En un par de días empezaría a hacer ejercicios cardiorrespiratorios y, después, yoga. Pero nada de gimnasia ni pesas durante al menos un mes. Si recibir un disparo se parecía en algo a las otras lesiones que había tenido en el pasado, los músculos tardarían un tiempo en superar el trauma, incluso después de que desaparecieran los síntomas iniciales.

Me limpiaron la herida a conciencia, lo cual no me hizo más daño del que ya sentía. Suerte que la camiseta no tenía mangas y que no había trozos de tela incrustados en la herida. Aquello simplificaba mucho las cosas.

Finalmente llegó el médico, un tipo larguirucho con la frente arrugada y unos ojos azules muy vivaces. Su tarjeta de identificación decía MacDuff. Lo digo en serio.

—Una cita peligrosa, ¿eh? —preguntó, bromista, mientras se ponía los guantes de látex.

Sorprendida, pestañeé.

—¿Cómo lo ha sabido?

Él también se sorprendió.

—¿Quiere decir que…? A mí me han dicho que ha sido un francotirador.

—Así es. Pero sucedió al final de mi cita. —Si se le podía llamar cita a que a una la siguieran hasta la playa y la sorprendieran indefensa.

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