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Authors: José Javier Esparza

Tags: #Histórico

Moros y cristianos: la gran aventura de la España medieval (28 page)

BOOK: Moros y cristianos: la gran aventura de la España medieval
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La reacción de Almanzor fue inmediata. Se propuso infligir a la cristiandad ya no una derrota militar, sino algo más fuerte: una afrenta en sus convicciones más íntimas, en su orgullo más profundo. ¿Y cuál podía ser esa afrenta? Devastar el santuario más preciado de los cristianos, Santiago de Compostela. La expedición mora partió de Córdoba el 3 de julio de 997. Almanzor movilizó cuantos recursos pudo. Mientras el grueso de la caballería salía de la capital mora hacia Coria y Viseo, en Portugal, la escuadra llevaba por mar cuantiosas fuerzas de infantería que desembarcarían en Alcácer do Sal. Si Bermudo pensó alguna vez que los condes portugueses plantarían cara a la invasión, se equivocaba. Los condes, vasallos de Almanzor, añadieron sus huestes a la tropa musulmana. El ejército así constituido era sencillamente imparable.

Los invasores cruzaron el Duero. Después, sin oposición, el Miño. Por el camino van dejando su rastro. Destruyen castillos como el de San Payo, arrasan cuantos monasterios encuentran, como el de San Cosme y San Damián. Los lugareños corren a refugiarse en bosques e islas; los moros van a buscarlos y los hacen prisioneros: serán cautivos para el mercado esclavista cordobés. La crónica mora es muy generosa en detalles; nos cuenta cómo Almanzor atraviesa llanuras y cruza montañas; donde el paso no es fácil, despliega a una unidad de zapadores para que «con herramientas de hierro ampliara los pasos y allanara los senderos». Un cuerpo de Ingenieros en el siglo x: el dato es elocuente sobre la potencia militar de Córdoba.

El 10 de agosto llegaron a Santiago. El obispo de la sede jacobea, Pedro de Mezonzo, había tomado la providencia de evacuar la ciudad: los habitantes abandonaron sus casas y buscaron refugio en los bosques cercanos. Dice la crónica mora que en Santiago no había más que un hombre, un anciano monje que no había huido, sino que permanecía sentado junto a la tumba. «¿Por qué estás aquí?», preguntó Almanzor al monje. «Para honrar a Santiago», contestó el anciano.Y dice la crónica que el dictador cordobés ordenó respetar la vida del monje. Las tropas de Almanzor entraron a saco en Compostela. Llegaron al templo prerrománico dedicado al apóstol. La basílica ardió por los cuatro costados, como el resto de la ciudad. «Arrasó la ciudad y destruyó el monasterio, pero no tocó la tumba», dice la crónica mora. No tocó la tumba de Santiago, en efecto. ¿Por qué no la profanó? Los comentaristas modernos quieren ver aquí un gesto de respeto, quizá supersticioso, ante los restos del hombre santo. No deja de ser una explicación demasiado benevolente. En todo caso, Santiago quedó completamente arruinada: «Los musulmanes se apoderaron de todo cuanto encontraron —dice la crónica mora— y demolieron las construcciones, la muralla y la iglesia, de modo que no quedó ni huella de las mismas».

Después, Almanzor repartió el botín entre las tropas, incluidos los condes portugueses que le habían ayudado. Conocemos, por ejemplo, la cuantía del botín en paños y vestimentas: 2.285 piezas de diversas sedas bordadas, 21 vestidos de lana merina, 2 vestidos de piel de cachalote, 11 piezas de seda bordada de oro, 15 paños rameados, 7 tapices de brocado, 2 piezas de brocado romano y un cierto número de pieles de comadreja. Pero el mayor botín era el inmaterial: el golpe más duro posible sobre la cristiandad española.

Una leyenda bastante verosímil dice que una columna de prisioneros cristianos fue obligada a cargar con las campanas del templo jacobeo para llevarlas desde Santiago hasta Córdoba. Esas campanas volverían a Santiago dos siglos y medio después, a espaldas de prisioneros musulmanes, cuando Fernando III el Santo las recuperó para la cristiandad. Pero, de momento, la expedición musulmana contra Santiago daba la medida del poder de Almanzor. El culto al apóstol no remitió, porque, después de todo, allí seguía la tumba, y la ciudad había quedado ahora, además, ennoblecida con la huella del martirio. Pero no cabía expresión más patente de la debilidad cristiana que esta inmensa humillación. Fue el máximo triunfo de Almanzor.

Los cambios del año 1000: despertar en Peña Cervera

La catástrofe de Santiago de Compostela marcó una época: sus efectos se extendieron durante años no sólo entre la cristiandad española, sino también en el resto de Europa.Aquello marcó la cumbre del poder de Almanzor. Pero también abrió el camino a una reacción cristiana que no tardó en encontrar nombres propios.

Así fue. Pocos años después de Santiago empiezan a producirse cambios importantes. Hay savia nueva en Castilla, en Pamplona y en León. Los nuevos caudillos de la cristiandad no soportan la pesada hegemonía de Almanzor.Y entienden por fin que sólo unidos podrán hacer frente a esa especie de yihad permanente que Almanzor ha decretado. Se crea un frente de resistencia contra el moro. Así llegaremos a la batalla de Peña Cervera, en el verano del año 1000.Veamos cómo ocurrió.

En León, el atribulado Bermudo II apenas sobrevivió dos años al desastre de Santiago de Compostela. Enfermo de gota, su mal se agravó hasta el extremo de que no podía cabalgar y tenía que ser transportado en litera. Moría en 999 en el monasterio de Villabuena, en El Bierzo, atormentado por los dolores de la gota; de hecho, pasará a la historia como Bermudo el Gotoso, sobrenombre que le dio muchos años más tarde el obispo Pelayo con su característica mala leche. El reinado de Bermudo había sido cualquier cosa menos glorioso. Su notario Sampiro, el cronista, le caracterizó con palabras templadas: «Fue bastante prudente, confirmó las leyes dictadas por Wamba, mandó abrir y estudiar la colección canónica, amó la misericordia y el juicio y procuró reprobar el mal y escoger el bien». No es exactamente un ditirambo.

A la muerte del rey Bermudo le sucederá en el trono Alfonso, hijo del rey y de la castellana Elvira, nieto por tanto de García Fernández, el difunto conde de Castilla. Será Alfonso V. En este momento Alfonso es sólo un niño de cinco años. Quien de verdad maneja la corte es su madre, Elvira. Sabemos cómo se hicieron las cosas en aquel trance. Se convocó una asamblea donde estuvieron representados Galicia, Asturias, León y Castilla, es decir, los cuatro grandes territorios de la corona. Hubo consenso general en torno a los derechos de Alfonso a la sucesión. Todos los grandes nombres del reino firmaron: el gallego Menendo González, tutor del pequeño Alfonso; su tío el castellano Sancho García; los obispos de Iria, Dumio, Lugo, Oviedo y Astorga, y otros magnates como Pelayo Rodríguez, Munio Fernández y Fruela Vimarédiz. Paradójicamente, hacía años que la corona no estaba tan fuerte como con este niño de cinco años de edad.

Unos años antes, concretamente en 994, había muerto Sancho II Garcés, es decir, Sancho Abarca, el rey de Pamplona; el mismo que había entregado a una hija suya a Almanzor pensando que así conjuraría la amenaza musulmana. Esa hija de Sancho, de nombre cristiano Urraca, arabizada como Abda, concibió un hijo de Almanzor, Sanchuelo, que pronto aparecerá con fuerza en nuestra historia. Después, Abda, con su vida arruinada, ingresó en un convento y ahí se apaga su memoria. El rey Sancho Abarca no pudo hacer otra cosa que prodigar los gestos de sumisión hacia Córdoba. A su muerte heredó el trono su hijo García II Sánchez, sobrenombrado «el Temblón». Este García era hijo de Urraca Fernández, hermana de García, el conde de Castilla. Así que Castilla no sólo tenía sangre en el trono de León, sino también en el de Pamplona.

A García el Temblón le llamaban así por un defecto fisico, pero no porque su ánimo flaqueara. De hecho, lo primero que hizo fue intentar sacudirse el yugo de Almanzor. Sentado en el trono no sólo de Navarra, sino también de Aragón, quiso desde el principio hacer valer sus títulos. Atacó aquí y allá, con distintos resultados. En 996 Almanzor le llamó al orden y García el Temblón se vio obligado a pedir la paz a Córdoba, pero fue para volver a sublevarse al año siguiente, lanzando una ofensiva sobre tierras de Calatayud. Almanzor se vengó asolando Pamplona en 999 y, entre otros gestos, decapitando a cincuenta cristianos, pero García había dejado claras sus intenciones: se acabaron los días de sumisión en Pamplona.

En Castilla, por último, seguía gobernando desde 995 el conde Sancho García, el hijo de García Fernández. Sancho, recordemos, era partidario de la paz con Almanzor e incluso había conspirado contra su padre para lograrla. Muerto García, Sancho se apresuró a establecer acuerdos con el moro. Consiguió a cambio de eso una paz precaria que le permitió, eso sí, reorganizar su condado. Todo, sin embargo, se tuerce a la altura del año 999. ¿Por qué? No lo sabemos. Se especula con dos teorías: una, que Sancho había intentado ayudar a los navarros cuando Almanzor les atacó; otra, que Sancho, sintiéndose fuerte, dejó de pagar tributos. Sea como fuere, el hecho es que también Castilla rompió su sumisión.

Todas estas líneas vienen a converger en el verano del año 1000. Hay nuevos caudillos en León, en Castilla y en Pamplona; todos ellos, incluso los más predispuestos al pacto, sienten la sumisión a Almanzor como un yugo insoportable. El moro, que ha destrozado Santiago, ahora acaba de aplastar Pamplona y también el condado de Pallars. De modo que León, Castilla y Pamplona unen sus fuerzas y se disponen a dar la batalla. Como Castilla se le subleva, Almanzor prepara una gran ofensiva contra los territorios del conde Sancho. Las huestes moras, con el propio Almanzor al frente, parten desde su base en Medinaceli. Los ejércitos cristianos les esperan en Peña Cervera. Allí será la batalla.

Peña Cervera está en Burgos, en la sierra de la Demanda. Es un peñasco en forma de ancha meseta que se eleva 170 metros desde el suelo, a 1.378 metros sobre el nivel del mar. Allí hay ahora un pueblo: Espinosa de Cervera. Su nombre, Cervera, viene de la abundancia de ciervos. Entre sus piedras nace el río Esgueva. Es un paraje de gran belleza, entre pastos a un lado, roquedales al otro, y bosques de sabinas y quejigos. Desde la barrera natural que forma la Peña Cervera se dominan los valles del Esgueva y el Duero. Un buen lugar para combatir.Y allí vinieron a reunirse los guerreros de la cristiandad. Era el 29 de julio del año 1000.

Sancho García, conde de Castilla, dirige a las tropas cristianas. Junto a él, García Gómez, conde de Saldaña.Y bajo el mando de ambos, huestes de León, Castilla y Navarra, todas juntas en un combate a campo abierto por primera vez desde la lejana batalla de Rueda, casi veinte años atrás. Parece que el protagonismo en la acción ofensiva correspondió a los castellanos de Sancho. Fue una operación militar de gran nivel: dos cuñas presionando firmemente en los flancos enemigos, anulando la movilidad de las alas musulmanas. Como la estrategia cordobesa solía descansar precisamente en las alas, que se movían con rapidez para envolver al frente enemigo, la maniobra castellana tuvo la virtud de paralizar a las huestes de Almanzor. El centro del ataque musulmán, viéndose solo, sin apoyo en sus flancos, retrocedió. Sancho vio la victoria al alcance de la mano.

Fue entonces cuando Almanzor, perro viejo, recurrió a una estratagema de libro: ordenó retirar su campamento, con el puesto de mando, hacia una elevación del terreno, una colina cercana. La maniobra tuvo un efecto inesperado. Probablemente Almanzor no pretendía otra cosa que ganar una ventaja táctica: que los cristianos tuvieran que combatir cuesta arriba. Pero los castellanos interpretaron aquello de otra manera: si el caudillo moro ganaba altura, era porque necesitaba ver mejor, y si necesitaba ver mejor, era porque nuevas columnas musulmanas venían a reforzar el frente de batalla. Ante la amenaza de aquellos inexistentes refuerzos, los castellanos retrocedieron para reorganizarse. Fue el momento que Almanzor aprovechó para volver a tomar el control del combate. Las tropas cristianas se dispersaron.Así acabó la batalla de Peña Cervera.

¿Ganó Almanzor? Bueno, no ganaron los cristianos. Pero tampoco debía de estar muy contento Almanzor cuando, de vuelta a Córdoba, se dirigió acremente a sus soldados para reprocharles su falta de valor. El campeón no había conseguido esta vez más que un empate. Para una máquina militar como la musulmana, la más temible que hasta entonces habían visto los siglos, acostumbrada a victorias aplastantes, aquello fue una derrota.Y el episodio de Peña Cervera venía a señalar las grietas que ya empezaban a aparecer en los ejércitos de Córdoba. Por fin.

Murió Almanzor, y sepultado está en el infierno

Toda gloria es efimera, dice el clásico. También la de Almanzor. En el año 1002, el dictador de Córdoba encontraba la muerte en tierras de Soria. Con él terminaba una etapa decisiva de la historia de España, y más particularmente de la historia andalusí.Almanzor había llevado a la España musulmana a su punto de mayor poder desde los lejanos años de la invasión de 711. Sin embargo, ese mismo crecimiento iba a ser la causa del inmediato desplome del califato en cuanto el gran caudillo desapareciera del mundo de los vivos.Vamos a ver cómo pasó.

Desde luego, Almanzor es uno de esos personajes que dejan huella. Su propia carrera política es asombrosa. Aquí lo hemos contado con detalle. En su camino dejó muchos cadáveres. No sólo los de los cristianos que aniquiló en sus numerosísimas campañas contra el norte, sino también los de sus rivales en las luchas por el poder.

Ahora, a la altura del año 1002,Almanzor podía mirar atrás con satisfacción. El califato, es verdad, ya había dejado de ser lo que fue: por ejemplo, el esplendor cultural que caracterizó a la etapa de Alhakén II había quedado ahogado por el fundamentalismo que Almanzor abanderaba. Pero, a cambio, el Estado ofrecía un aspecto mucho más sólido, sus ejércitos —aumentados de manera exponencial— eran invencibles y la economía ofrecía recursos inagotables.Y eso era obra de Almanzor.

No fueron amargos, los últimos años de Almanzor. Al revés, el dictador de Córdoba, al que ya podemos llamar propiamente «rey» (pues así se hizo llamar él mismo), estaba en la cumbre de su poder. Cuando la campaña contra Santiago, en 997, organizó un desfile en Córdoba que fue la mayor manifestación de poder nunca vista hasta entonces y donde no se privó siquiera de hacer pasear al propio califa Hisham ante las masas. Aquella cabalgata, escenificada como una auténtica marcha triunfal, tenía un objetivo político claro: legitimar formalmente el poder no sólo de Almanzor, sino también de sus hijos.

Debió de ser un espectáculo impresionante. Fue en viernes, día santo de los musulmanes. El califa montó un caballo ricamente enjaezado. Hisham aparecía revestido de todos los símbolos de su poder: vistoso turbante blanco de altos penachos; en la mano, el cetro califal. Pero Hisham estaba rodeado. Tras el califa cabalgaba Almanzor; delante de él, Abd alMalik, el hijo predilecto de Almanzor, heredero del auténtico amo de Córdoba. Después de rezar en la mezquita, el cortejo se dirigió a Medina al-Zahira, la sede de Almanzor. Al lado del califa aparecía ahora su madre, Subh, Aurora. Antes de llegar a al-Zahira, Almanzor renovó su juramento ante Hisham, pero con una condición clara: que el califa delegara todo el poder en los amiríes y que éstos, la dinastía de Almanzor, quedaran designados como administradores del reino.

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