Moros y cristianos: la gran aventura de la España medieval (31 page)

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Authors: José Javier Esparza

Tags: #Histórico

BOOK: Moros y cristianos: la gran aventura de la España medieval
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Guiado por su extraordinaria ambición y amparado por la amistad del califa, Sanchuelo dio un paso francamente audaz: se hizo proclamar heredero del califa, nada menos. Era algo que ni Almanzor ni Abd al-Malik habían osado hacer, porque ambos sabían que el sistema amirí reposaba sobre la división formal de funciones: la autoridad espiritual para el califa, el poder material para el hayib. Pero ahora, noviembre de 1008, el califa Hisham, que no tenía hijos, firmaba un documento por el que designaba a Sanchuelo sucesor suyo. Nacía así una nueva dinastía califal: la de Abderramán ibn Almanzor, es decir, la dinastía de Sanchuelo.

La ocurrencia cayó como una bomba en Córdoba. Uno de los factores permanentes de tensión en el califato, durante el medio siglo anterior, había sido precisamente el malestar de los legitimistas, tanto de la familia omeya como de sus clientes y la aristocracia árabe, que toleraban mal la marginación del califa y el nuevo protagonismo de los bereberes introducidos por Almanzor. Ahora, con esta medida, la vieja aristocracia árabe se sintió humillada. Todos los descendientes del califa Abderramán III, sin excepción, se consideraron vejados, agredidos por el nuevo dictador de Córdoba y, lo que aún era peor, por un califa al que ya sólo podían ver como un traidor. Pero no iban a acabar ahí los errores de Sanchuelo.

Con una habilidad realmente notable para crearse enemigos, Sanchuelo hizo otra cosa que aún iba a empeorar más el panorama. Si con su proclamación como heredero del califa se había ganado la hostilidad de la aristocracia cordobesa, ahora iba a procurarse la animadversión de las masas con una medida sorprendente: ordenó a los dignatarios de la corte y a los oficiales de la burocracia que, a partir de ese momento, sustituyeran sus bonetes cordobeses por turbantes bereberes.

Esto hay que explicarlo un poco. En la moda popular de Córdoba, la gente se cubría la cabeza con altos bonetes de colores, una suerte de fez. Era un signo de identidad colectiva, específicamente andalusí. Por el contrario, el turbante era una prenda bastante ajena, de origen bereber, introducida en el califato por los bereberes de Almanzor y que los cordobeses no sentían como propia. Ordenarles ahora que sustituyeran sus bonetes por turbantes, aunque sólo fuera para presentarse ante el califa, era una agresión a su orgullo cordobés.

¿Por qué hizo Sanchuelo semejantes cosas? ¿Eran realmente tan innecesarias y gratuitas como parece? La historiografia tradicional tiende a dibujarnos estas decisiones del nuevo caudillo de Córdoba como el producto de una mente despótica y caprichosa. No cabe descartar esa posibilidad, pero también hay que tener en cuenta su sentido: proclamarse heredero del califa significaba apartar a la aristocracia árabe del poder; imponer los turbantes en el ritual de la corte significaba apostar por los bereberes, también en perjuicio de los árabes y, además, de los eslavos. ¿Se proponía Sanchuelo, en realidad, apoyarse en los bereberes para cimentar un poder inestable? Por inepto que fuera, hay que suponer que Sanchuelo estaría al tanto del complicado juego de tensiones que cruzaba la estructura del poder. Desde ese punto de vista, apoyarse en los bereberes frente a los árabes no dejaba de ser una opción como cualquier otra.Aunque, ciertamente, no fue la mejor opción.

Algo debió de influir también en Sanchuelo, aunque no sepamos exactamente cómo, la efervescente atmósfera que se estaba viviendo en la España cristiana. En los años inmediatamente anteriores habían pasado muchas y muy importantes cosas. Ya hemos visto a Sancho García, el conde de Castilla, pasando a la ofensiva en el Duero. Sancho cuenta además con el respaldo navarro. Aquí, en Pamplona, el rey García el Temblón ha muerto hacia el año 1000 y, después de una breve regencia, la corona ha recaído en su hijo Sancho en 1004. Este Sancho pasará a la historia como Sancho el Mayor, pero de momento sólo es un jovenzuelo de apenas dieciocho años. Navarra queda bajo el gobierno de una corte regente formada por la madre del rey, Jimena Fernández, que es de la familia de Cea; Urraca Fernández, abuela del joven rey, que es castellana, y los obispos del reino de Pamplona. La situación institucional parece delicada, pero la corte de Pamplona-Nájera aprovecha estos años para consolidar un territorio que abarca ya Navarra, La Rioja, Aragón, Sobrarbe y, pronto, Ribagorza. La orientación de los regentes pamploneses es clara: apoyo a Castilla, que cubre el flanco sur del territorio navarro. Ahora bien, ese apoyo a Castilla no significa sólo una coalición contra Córdoba, sino también contra León, que permanece teóricamente como reino vasallo del califa.

León, sí. ¿Qué está pasando en León? Algo tremendo: el tutor del rey Alfonso V, el conde gallego Menendo González, ha sido asesinado en octubre de 1008. ¿Por quién? No lo sabemos. Pero una de las primeras visitas que recibe Sanchuelo en Córdoba es la del conde García de Saldaña, cabeza de los Banu Gómez, que viene a pedirle auxilio. Auxilio, ¿para qué y contra quién? Tampoco lo sabemos, por desgracia, porque todo lo que ocurre en León en ese momento permanece entre brumas. Podemos pensar en revueltas internas. Podemos pensar en nuevas confabulaciones de los grandes linajes nobiliarios. Podemos pensar en algún eco de los movimientos de Sancho García en Castilla. 0 podemos pensar en una actitud mucho más belicosa de Alfonso V, el propio rey, que en ese momento -1008— tiene ya dieciséis años. La crónica mora dice que Abderramán Sanchuelo mandó una carta al «rey de los cristianos» exigiendo vasallaje y que la respuesta de éste fue: «Por Dios, si yo estuviese durmiendo y Abderramán avanzase con todos sus ejércitos, no me despertaría por ello». ¿Verdad o mentira? Lamentablemente, sólo tenemos las piezas del rompecabezas.A veces la historia es una pregunta sin respuesta. No se puede decir nada más.

El hecho es que Sanchuelo, que ve cómo se le tuercen las cosas, decide actuar. Está viendo que en el interior de Córdoba hay marejada.Y está viendo, también, que en la frontera cristiana hay movimientos muy inconvenientes. Así que en enero de 1009, aún en pleno invierno, reúne a su ejército y decide partir contra la frontera castellana. En invierno, sí: «Sin que jamás se hubiese oído de más intenso y fuerte frío, ni de más violenta lluvia», dice la crónica mora. Pero ¿acaso Abd al-Malik no había emprendido también campañas en invierno?Y Sanchuelo necesitaba urgentemente victorias, éxitos militares que asentaran su posición.

Así Sanchuelo abandonaba Córdoba.Tras de sí dejaba un avispero de intrigas y descontento. Delante le esperaba un enemigo, Castilla, de tenacidad implacable.Y a partir de este momento, el califato iba a dar la vuelta literalmente sobre sí mismo.

El hundimiento

Todo sucedió en unos pocos días de febrero. Con Sanchuelo fuera de Córdoba, la vieja aristocracia omeya da un golpe de Estado en el califato. Será el final: no sólo se derrumba el régimen de Almanzor, sino todo el edificio político del islam español. El paisaje da un vuelco decisivo. Pero empecemos por el principio.

Era el 15 de febrero de 1009 cuando los conjurados dieron el paso crucial. Ese día, tropas árabes y eslavas tomaron al asalto el palacio de Medina Azahara, donde vivía el califa Hisham. La guardia califal, o no hizo nada para impedirlo, o estaba también en el complot. La vida de Hisham fue respetada, pero sólo a condición de que abdicara en el cabe cilla de la revuelta, el omeya Muhammad, un bisnieto de Abderramán III. El día siguiente, 16, los conjurados se dirigen contra la ciudadpalacio de Medina al-Zahira, la residencia construida por Almanzor como escenario del poder amirí. La guardia de los amiríes se rinde sin resistencia a cambio de salir viva. Lo que no salió vivo fue el palacio: durante una semana todo fue saqueado y, después, demolido a conciencia. El 19 de febrero no quedaba nada del fastuoso palacio almanzoriano. El viernes siguiente, 25 de febrero, el nuevo califa Muhammad presidía la oración colectiva y hacía leer un comunicado oficial: el califa declaraba la guerra santa a Abderramán Sanchuelo. Empezaba en Córdoba la Ftna, la guerra civil.

Mientras todo esto pasaba, Sanchuelo, que se dirigía a Medinaceli, andaba todavía por Toledo: las pésimas condiciones climáticas le habían impedido avanzar más. En la vieja capital romana y goda estaba cuando se enteró de que en Córdoba le habían movido el sillón.A toda prisa resolvió volver a Córdoba, pero no era fácil mover a una hueste tan inmensa; entre otras cosas, y para que nos hagamos una idea de lo que era aquello, señalemos que Sanchuelo había llevado consigo para esta campaña a las setenta mujeres de su harén. Pronto los bereberes, que tenían a sus familias en Córdoba, empezaron a desertar. Sanchuelo intentó tomar juramento a todos sus soldados, uno a uno, pero eso sólo sirvió para acelerar las deserciones. Cuando estuvo cerca de Córdoba, ya sólo le quedaban algunos fieles; entre ellos, un Banu Gómez que había acudido a pedirle ayuda. Ambos, así como el numeroso harén, corrieron a refugiarse en un convento mozárabe.Allí fueron apresados por la tropa que Muhammad, el nuevo califa, había enviado contra ellos. Sanchuelo fue degollado por sus captores en la tarde del 4 de febrero de 1009. Así terminaba la estirpe de Almanzor.

Acto seguido, el califato entero estalló. El nuevo califa, Muhammad, no supo o no quiso ganarse el apoyo de los bereberes, los cuales, por otro lado, veían en él a un representante de los odiados árabes. De manera que los bereberes se revuelven y proclaman califa a otro omeya, de nombre Hisham. Muhammad lanza entonces una ofensiva contra los bereberes de este otro Hisham y, entre otras cosas, ofrece una recompensa a todo ciudadano que le lleve la cabeza de un bereber. Es una auténtica carnicería: en las calles de Córdoba, la población autóctona persigue a los bereberes, quema sus casas, mata a sus mujeres. El propio Hisham III, este efimero califa de los bereberes, es capturado y degollado en junio de 1009. Los bereberes huyen hacia el norte y en la fuga se les une un sobrino del degollado Hisham. Se llama Suleimán y se proclama califa a su vez. Al mismo tiempo, el jefe de la base de Medinaceli, el general eslavo Wadhid, gobernador de la Marca Superior, decide hacer de su capa un sayo y constituye su propio núcleo de poder. En Levante, mientras tanto, los poderes locales asumen el gobierno de sus respectivas regiones. El califato de Córdoba se ha roto en pedazos.

Pregunta elemental, ¿cómo es posible que el califato de Córdoba, que era una de las construcciones políticas más poderosas de su tiempo, viniera a caer con semejante estrépito? Más precisamente, ¿cómo es posible que todo esto ocurriera en apenas unas pocas semanas por obra de los defectos de una sola persona, Sanchuelo, que tal es la explicación que dan las fuentes árabes? La verdad es que las fuentes árabes de esta época —como, por otra parte, las cristianas— hay que cogerlas con pinzas, porque en general su objetivo no es contar neutramente lo que pasó, sino justificar un proceso histórico. Así, en la fuentes moras veremos siempre que el gobernante eficaz es adornado con las virtudes canónicas de la piedad religiosa, la prudencia y la moderación, mientras que el gobernante ineficiente es tachado con los defectos de la impiedad, la imprudencia y la depravación.

Eso hay que aplicarlo a nuestro caso: un asesino de masas como Abd al-Malik —la propia crónica mora nos cuenta sus excesos— es retratado como hombre de excelsas cualidades, mientras que a su hermano y sucesor Sanchuelo nos lo pintan como una especie de depósito de todos los vicios. ¿Realmente eran así, tan virtuoso uno y tan desastroso el otro? Seguramente no. Pero Abd al-Malik gobernó un califato poderoso, mientras que Sanchuelo vio cómo el califato se le descomponía. En consecuencia, para la memoria política del islam español quedará la imagen del amirí bueno, esto es, Abd al-Malik, y el amirí malo, o sea, Sanchuelo.

Pero, en realidad, rara vez las debilidades personales de un hombre son la causa directa de un hundimiento colectivo. Sin duda el temperamento de las personas influye en la historia, pero es más sensato pensar que existen causas más hondas y poderosas, de carácter general. Al retra tar el hundimiento del Reino de León a mediados del siglo x, por ejemplo, hemos encontrado a monarcas de muy escasa talla, como Sancho el Craso y Ordoño el Malo. Pero si el reino entró en crisis no fue por los defectos —ciertamente innegables— de esta pareja, sino por la incapacidad de la estructura política leonesa para encauzar el auge del poder nobiliario, de esas grandes familias —los Saldaña-Carrión, los de Lara, los Ansúrez, etc.— cuyo control sobre grandes territorios había modificado radicalmente el orden colectivo.Y del mismo modo, ahora, a principios del siglo xi, lo que está provocando el hundimiento del califato de Córdoba no es la debilidad personal de Sanchuelo, sino la fragilidad del sistema creado por Almanzor.

Los regímenes de carácter personal casi siempre conocen un final semejante: cuando desaparece la voluntad que los edificó, el orden tiende de forma natural a descomponerse. Almanzor había construido un sistema basado en su propia personalidad: la autoridad del califa, relegada a un etéreo plano espiritual; el poder de verdad, todo él acumulado en manos de Almanzor; en la base del sistema, un ejército compuesto por grupos enfrentados, sólo unidos por la mano dura del jefe. La arquitectura de este sistema reposaba sobre un conjunto de tensiones cuyo punto de equilibrio era exclusivamente el propio Almanzor. Desaparecido Almanzor, su hijo Abd al-Malik desempeñó ese papel de punto de equilibrio; hay razones para pensar que ya en ese momento las tensiones eran insoportables. La temprana muerte de Abd al-Malik y su sustitución por Sanchuelo terminaron de colapsar el sistema. El sistema amirí, la obra de Almanzor, había llevado al islam español a su máximo poder, pero en ese mismo esfuerzo se hallaba ya, en germen, el anuncio de su descomposición. Eso es lo que estalló a partir del mes de diciembre de 1008.

Ahora, primavera de 1009, después de varios meses de guerra civil en Córdoba, el mapa político de España ha girado ciento ochenta grados. El enorme ejército de Almanzor se ha convertido en tres ejércitos —o más— que combaten entre sí. Los reinos cristianos, perplejos, no tardan en aprovechar la oportunidad. Al margen de León, donde las fuertes querellas internas hacían imposible cualquier reacción enérgica, los otros poderes de la cristiandad ven el campo abierto. Hay movimientos en el Pirineo aragonés, bajo control navarro. También en los condados catalanes empiezan los campesinos a bajar de nuevo al llano, a las comarcas abandonadas veinte años atrás: el Penedés, la Anoia, la Segarra. Pero la mayor ofensiva es en Castilla, donde Sancho reúne a su ejército, penetra en tierra de moros y avanza nada menos que doscientos kilómetros, hasta Molina de Aragón, en el alto Tajo, al mismo tiempo que las gentes de Castilla empiezan a asomar de nuevo por las fortalezas perdidas en el Duero.

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