Read Moros y cristianos: la gran aventura de la España medieval Online
Authors: José Javier Esparza
Tags: #Histórico
Cuando Froilaz se enteró de que Alfonso y Urraca habían llegado a las manos, vio clara su oportunidad: con el matrimonio roto, era el momento de ir a ver a la reina, con el niño Raimúndez como prenda, y exigir que se reconocieran los derechos del pequeño. Era un asunto de primera magnitud. Recordemos que el pacto matrimonial entre Urraca y el Batallador estipulaba que, si ambos engendraban un hijo, éste heredaría la totalidad de los reinos. Pero si ahora Froilaz conseguía que el pequeño Raimúndez fuera tenido en cuenta a la hora de la herencia, eso sería tanto como invalidar el pacto nupcial de los reyes. Un matrimonio que, insistimos, al mismo tiempo estaba siendo declarado nulo por el papa.
En medio de todo este jaleo estaba Diego Gelmírez, el obispo. Su posición era verdaderamente complicada. El anciano obispo de Santiago era un hombre de Urraca, un alfil decisivo de la corte toledana; no por apego a la reina, sino por conciencia de su propia posición como cabeza de la Iglesia en el reino.Y no es impropio hablar de «cabeza» cuando todo el mundo a su alrededor parecía haberla perdido. Pero Gelmírez se encontraba entre la espada y la pared. Por una parte, no podía seguir defendiendo la causa de los reyes: la sentencia de nulidad dictada por la Santa Sede pesaba demasiado; los reyes podían hacerse los suecos en espera de que cambiaran las tornas y el papa revocara la nulidad, pero el obispo de Santiago de Compostela no podía actuar como si Roma no hubiera hablado.Y si Roma había anulado el matrimonio, él, Gelmírez, tenía que considerarlo nulo con independencia de cualquier giro posterior. Por otra parte, el paisaje en Galicia era el que era: dos bandos enfrentados, cada cual con su parte de razón, pero ninguno con respaldo pleno del derecho. ¿A quién apoyar?
Gelmírez hubiera podido mantenerse en esa posición de observador neutral, sin atender a los requerimientos de unos y de otros, si no hubiera pasado algo trascendental: en el mismo momento en que las huestes de Urraca están siendo derrotadas en Candespina, los hermandiños de Arias Pérez atacan.Y lo hacen a lo grande: sitiando al pequeño Alfonso Raimúndez y a la condesa de Traba en el castillo del propio Froilaz, en Santa María de Castrelo. La posición de los sitiados es angustiosa. Necesitan un intermediario.Y entonces la condesa de Traba acude a quien considera la persona más relevante de la facción rival. ¿Quién? El obispo Gelmírez. Nuestro obispo acudió a Castrelo. Se entrevistó con la condesa y el infante. Arregló la capitulación. Pero a los sitiadores, ya porque se vieran ganadores, ya porque desconfiaran del obispo, no se les ocurrió mejor cosa que saquear el campamento del pobre Gelmírez e incluso retenerlo preso algunos días. Aquel absurdo error de Arias Pérez y compañía terminó de aclarar las cosas.
Gelmírez vio claro que no cabía más que una solución, la única legalmente viable: proclamar al pequeño Alfonso Raimúndez como rey de Galicia. ¿Para constituir un reino independiente, como habría deseado el de Traba? No, al revés: para regenerar el Reino de León; para proponer una alternativa institucional al caos político del matrimonio de Urraca y el Batallador. Lo que hizo Gelmírez fue poner sobre la mesa una carta ganadora: un nuevo candidato al trono de León. Con una persona real coronada en Galicia, sin merma de los derechos de Urraca, podía ofrecerse una instancia de autoridad capaz de reconciliar a todas las facciones castellanas, leonesas y gallegas ahora enfrentadas.Y así, además, la sucesión a la corona recuperaría la línea de la primogenitura ahora perdida.
Cuentan que Arias Pérez, llevando su audacia hasta más allá de lo razonable, cogió preso al niño Raimúndez y se lo llevó al castillo de Peña Corneira. Sin embargo, las cosas se habían torcido de manera irreversible para los hermandiños. Acosado y perseguido, Arias tuvo que liberar al niño a cambio de su propia libertad. Gelmírez y Froilaz habían ganado.
El obispo rompió sus relaciones con la hermandad, que tan mal le había tratado. Mandó mensajes a Pedro Froilaz, conde de Traba. A orillas del Tambre se entrevistó con el magnate gallego. Acordaron proceder a la coronación de Alfonso Raimúndez, ese niño de cinco años, como rey de Galicia.Y para que nadie pudiera acusarles de obrar al margen de la reina, decidieron también enviar mensajes a Urraca solicitándole su consentimiento para la operación.
Ahora bien, ¿qué pensaba la reina? La reina Urraca, habitualmente dividida sobre sí misma, tanto en política como en amores, también lo estaba sobre este asunto gallego: por un lado, tenía que defender los derechos de su hijo, pero, por otro, no podía actuar contra su marido el Batallador, y menos después de la paliza de Candespina. Además, y si faltaba algo para terminar de complicar las cosas, en ese momento se pusieron sobre el tapete las complejísimas cartas que estaban jugando Enrique y Teresa de Portugal, y que llevaban la situación hasta el límite mismo del laberinto. ¿Qué estaba pasando?
Lo que estaba pasando, para decirlo brevemente, era que Enrique y Teresa jugaban a dos o tres barajas simultáneamente, y todo ello con un objetivo cada vez más evidente: construir en Portugal un polo independiente de poder. Enrique de Portugal había ayudado a Alfonso el Batallador contra Urraca. Al mismo tiempo había aconsejado a los gallegos que coronaran al pequeño Raimúndez, sobrino suyo.Y además no había dejado de acercarse a la propia Urraca para ofrecerle su ayuda contra… ¡el Batallador! Jugando con todos y contra todos, Enrique y Teresa de Portugal se habían convertido en un peligro que había que tener en cuenta.
¿Qué hacer?, se preguntaría la reina. Enrique de Portugal se entrevista con Urraca en Monzón de Campos, en la actual provincia de Palencia. Allí le ofrece abiertamente su ayuda si ella, a cambio, le cede ciertas posiciones en el sur de los dominios leoneses. Pero en ese mismo momento la reina Urraca recibe una noticia sorprendente: sus huestes han cogido desprevenido a su marido, el Batallador, y lo tienen sitiado en el castillo de Peñafiel.Y entonces, mientras Urraca decide qué contesta a los gallegos sobre la cuestión de su hijo y qué contesta al de Portugal sobre su propuesta de alianza, una complicada maniobra comienza a dibujarse en el torturado cerebro de aquella mujer.
La coronación del niño Alfonso Raimúndez
Estamos en Monzón de Campos y la reina Urraca tiene delante dos opciones. Una, escuchar a Enrique de Portugal, aceptar su ayuda y terminar con su marido, Alfonso, sitiado en Peñafiel. La otra, aprovechar la momentánea debilidad de Alfonso para plantearle una reconciliación en términos aceptables para los dos y que el Batallador, apurado, no tendría más remedio que confirmar. ¿Qué opción escoger? No sabemos cuánto tardó Urraca en decidirse (días, quizá horas), pero sí sabemos cómo lo hizo.
Para empezar, unas preguntas: ¿cómo había caído Alfonso el Batallador en semejante situación? ¿Cómo se había dejado atrapar en Peñafiel? Según parece, Alfonso estaba en una de sus habituales campañas por las principales plazas castellanas y leonesas, marcando su territorio, dejando claro quién mandaba y poniendo a hombres de su confianza en los puestos de responsabilidad. Era el fruto directo de la victoria de Candespina sobre su esposa. Pero las gentes de Urraca no estaban dispuestas a aceptar la situación, de manera que entre Pedro Ansúrez y Álvar Fáñez lograron movilizar una hueste capaz de sorprender al rey. Eso es lo que había pasado en Peñafiel. Ahora la situación de Alfonso era ciertamente dificil.Y así, el Batallador había puesto —involuntariamente— una carta ganadora en manos de su esposa.
Puestos a elegir entre su vehemente marido y los condes de Portugal, Urraca no dudó: era mucho más importante lograr una reconciliación con el Batallador. Primero, porque el rey, después de todo, era Alfonso, y seguía siendo su marido. Además, porque Alfonso era sin duda mucho más fuerte que Enrique.Y en tercer lugar, porque éste, Enrique el portugués, no era lo que se dice un hombre de fiar. Por otro lado, si Urraca pedía ayuda a Enrique, quedaría en deuda con él, y ni Teresa ni Enrique eran de ese tipo de gente que dispensa una deuda. Por el contrario, si ahora Urraca se reconciliaba con Alfonso, sería éste, su marido, el que quedaría en deuda con ella, pues su actual posición, sitiado en Peñafiel, era cualquier cosa menos desahogada. La elección estaba clara.
La elección estaba clara, pero la reina no podía ser demasiado transparente. Si decía abiertamente no a Enrique, éste sin duda reaccionaría mal; incluso, quién sabe, quizá acudiera a ayudar al Batallador en el asedio que sufría, porque los pactos entre ambos seguían en vigor. Por tanto, había que hacer creer al conde portugués que tenía expectativas.Y al mismo tiempo, en cuanto al Batallador, Urraca no podía mostrarse demasiado obsequiosa: si había que ofrecer una reconciliación, tendría que hacerse en secreto, de forma que fuera posible rectificar sobre la marcha si las cosas se torcían. Delicada operación.
Lo primero que hizo Urraca fue mandar órdenes secretas a Zamora: que nadie permitiera pasar a Enrique y Teresa, los portugueses, y al contrario, que dejaran el camino libre a Alfonso. Al mismo tiempo, la reina mandó llamar a un caballero de confianza de su marido: Castán de Biel, que había combatido junto al Batallador en Alcoraz y que formaba parte de su séquito permanente. Con Castán estipuló Urraca las condiciones del pacto. Era ante todo un pacto político para frenar la ambición de los portugueses.Y de entrada,Alfonso quedaba obligado a aceptar que los señores de las principales plazas y los castillos más importantes de Castilla y León fueran castellanos y leoneses; podría nombrarlos él, Alfonso, pero siempre a propuesta de la reina y con la condición de que no fueran aragoneses ni navarros. Urraca aprovechaba la coyuntura para recuperar la iniciativa.
La reconciliación de Urraca y Alfonso sorprendió a los portugueses, Enrique y Teresa, con el pie cambiado. La propia Teresa a punto estuvo de caer presa en Sahagún. Los condes de Portugal reaccionaron pasando a la ofensiva: mandaron tropas contra los reyes, que estaban en Carrión, y los cercaron. Pero hacía falta mucho ejército para derrotar a Alfonso y Urraca; a los pocos días llegaron refuerzos castellanos y los portugueses tuvieron que abandonar el sitio. Justo a tiempo, porque en ese mismo momento una hueste almorávide penetraba en Portugal y llegaba hasta Oporto. Enrique y Teresa debían ahora ocuparse de sus propios problemas. Crisis resuelta.
Una vez más, todo pudo haberse solucionado con la reconciliación de los reyes Alfonso y Urraca. Pero, una vez más, todo se vino abajo enseguida, porque Urraca y Alfonso, incorregibles, tardaron muy pocas semanas en volver a pelearse. ¿Por qué esta vez? Primero, y eso parece fuera de toda duda, por culpa de los propios monarcas. Alfonso, campeón en la guerra, era incapaz de pacificar: sus decisiones sobre a quién colocar al frente de las villas y diócesis reavivaron las querellas. En cuanto a Urraca, seguía escindida por tres objetivos que era incapaz de conciliar: los intereses de su hijo Alfonso Raimúndez, sus propios intereses como reina de León y Castilla y, en fin, su condición de esposa del Batallador. Aquello, realmente, no había quien lo arreglara.
El obispo Gelmírez, ante la nueva ruptura de los reyes, vio llegado el momento de tomar la gran decisión. El 17 de septiembre de 1111, Diego Gelmírez, arzobispo de Santiago de Compostela, acompañado de todos los nobles del reino, corona al pequeño Alfonso Raimúndez, de seis años de edad, como rey de Galicia. La reina Urraca ha dado su consentimiento. Pedro Froilaz se convierte en el nuevo hombre fuerte de las tierras gallegas, pero la apuesta de Gelmírez va mucho más allá: acaba de aparecer un heredero de la corona de León que, además, goza ya del título de rey; el niño Alfonso Raimúndez quedaba señalado para ocupar un día el trono leonés.
La coronación del niño Raimúndez solucionaba el problema interno gallego, pero abría a su vez problemas nuevos en otros muchos lugares. Ante todo, para el rey Batallador representaba un desafio que era preciso frenar: la sucesión de la corona se le escapaba. Vendrán nuevos y peores años. Años de guerra civil.
De Lugo a Carrión: esto ya es una guerra civil
Hablar de guerra civil no es exagerado: no estamos ante una guerra entre territorios, sino ante una guerra entre concepciones políticas o, al menos, entre partidos políticos. Los partidarios de Alfonso están defendiendo un sistema que privilegia a las villas y a las ciudades con fueros y derechos; los partidarios de Urraca, por el contrario, están defendiendo el sistema feudal leonés basado en los señoríos de los grandes nobles. Son los grandes nobles de Galicia primero, de todo León después, quienes sostienen al pequeño Alfonso Raimúndez y a su reina Urraca.Y tendrán que hacer frente a quienes, dentro del propio territorio leonés y gallego, han levantado la bandera por el Batallador.
Veamos un ejemplo concreto: la ciudad de Lugo. Como otros puntos del Camino de Santiago, Lugo era una ciudad que se había visto beneficiada por la política de franquicias que predicaba el Batallador, política que disminuía sensiblemente el poder de los grandes señores. Cuando Gelmírez corona al pequeño Raimúndez, en septiembre de 1111, el objetivo inmediato de los nobles gallegos es someter a su poder a todo el Reino de Galicia, donde abundaban los partidarios de la facción contraria.Y la primera etapa es precisamente Lugo, ciudad partidaria del Batallador.
Es interesante reseñar cómo describe la Historia Compostelana a los vecinos de Lugo. Lo hacía así:
Procedentes de diversas partes (…), eran malvados ladrones, homicidas, transgresores, adúlteros, fornicadores, sangrientos ladrones de los bienes de los pobres, violadores de iglesias, y temían penas y tormentos para sus cuerpos por sus nefandas fechorías.
Ciertamente, no es un ejemplo de objetividad. Pero la descripción es relevante porque nos dice mucho sobre el paisaje humano del reino: a Lugo, como a otras ciudades del Camino, había ido a parar una abundante población «procedente de diversas partes», gentes que habían abandonado su hogar buscando mejor fortuna para ganarse la vida con el comercio, seguramente algunos de ellos con penas pendientes —lo mismo ocurría en las ciudades de frontera—, y la Historia Compostelana, que está escrita para justificar al bando aristocrático, atribuye a los lucenses el mismo tipo de defectos y pecados que suele acompañar a los desarraigados y a los mercaderes.
El hecho es que los caballeros de Alfonso Raimúndez y el obispo Gelmírez, resueltos a que no se les escapara nadie, llegaron a Lugo, desplegaron a sus huestes armadas en torno a la ciudad y la sometieron, ignoramos si con lucha o sin ella. Lo mismo debió de ocurrir en otros puntos del paisaje gallego y leonés.Y rápidamente sometidos los focos de resistencia, el partido de Raimúndez acometió la segunda parte de su proyecto: marchar a León y allí, en la capital del reino, proclamar al pequeño hijo de Urraca rey de León y Castilla.