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Authors: John Boyne

Tags: #Aventuras, histórico

Motín en la Bounty (40 page)

BOOK: Motín en la Bounty
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—Señores —empezó Bligh con voz profunda, y todos callaron para oírlo—. Esta mañana nos ocupa un asunto sombrío. Nuestras vidas han oscilado violentamente de los buenos tiempos a los malos en estos últimos dieciocho meses. Hemos sufrido terribles temporales, hemos tenido que cambiar de rumbo y añadir miles de millas a nuestro viaje, pero finalmente llegamos a la isla y llevamos a término nuestra misión. Dentro de unos días estaremos listos para zarpar hacia las Indias Occidentales, antes de regresar por fin a casa. Lo hemos logrado juntos, con la contribución de todos y cada uno de vosotros. Y, si se me permite mencionarlo, con un expediente disciplinario inigualable. De modo que me entristece, tripulación, me entristece enormemente que tengamos entre nosotros a tres cobardes. Tres hombres que no son dignos de formar parte de la Armada de Su Majestad. William Muspratt, Charles Churchill y John Millward, se os ha encontrado en el oprobio. Sois culpables de deserción, ¿no es así?

—Sí, señor —musitaron uno por uno.

—Sí, señor —repitió el capitán—. Habéis acarreado la deshonra a este barco y la ignominia a vuestras familias. En la ley del mar se especifica con claridad que existe un único castigo para vuestro crimen, y es la muerte.

Todos lo miraron fijamente, con temor en los ojos. Yo sentí un nudo en la garganta, preguntándome qué horrores estaría a punto de presenciar. La dotación entera permaneció en silencio, oficiales y marineros por igual, esperando a oír el dictamen del capitán, y si empezaría o no por dos simples palabras que significarían el indulto. No tuvieron que aguardar mucho, pues esas palabras no tardaron en salir de sus labios.

—Sin embargo —dijo, bajando la vista un instante para reflexionar y luego asentir con la cabeza como si acabara de convencerse de que era lo justo—, sé que los hombres hacen cosas extrañas y fuera de lo común cuando llevan demasiado tiempo lejos de casa, padeciendo el calor del sol y corrompidos por los placeres naturales de un lugar como Otaheite. Tengo la sensación de que en esta ocasión cabría conmutar la pena máxima.

Los acusados se relajaron al instante, y palabra que a Millward volvieron a doblársele las piernas de puro alivio, pero lo enderezaron con rapidez. La tripulación entera prorrumpió en vítores y me encontré sonriendo de oreja a oreja, aliviado. Sólo el señor Christian pareció indiferente ante el espectáculo.

—Señor Morrison —prosiguió el capitán—. Cada uno recibirá dos docenas de latigazos por su conducta. Dentro de una semana, cuando sus heridas hayan sanado, recibirán dos docenas más. Y en Inglaterra se someterán a consejo de guerra. Pero vivirán. Y ahí acaba el asunto. Azótelos ahora, señor.

Los oficiales los llevaron a los mástiles, los ataron, les rasgaron la camisa y el castigo dio comienzo. Y aunque fue el acto disciplinario más grave llevado a cabo hasta la fecha, en cubierta reinaba el alivio de que sólo se lacerase la piel de aquellos hombres y no se ahorcara a nadie.

—¿Me lo agradecerán, Turnstile? —me preguntó el capitán esa noche mientras yo ordenaba su camarote, donde él se había encerrado a escribir cartas. Me miró a los ojos y debo confesar que me sorprendió un poco su pregunta.

—¿Cómo dice, señor?

—Te he preguntado si crees que me lo agradecerán. Si recordarán alguna vez que he sido benévolo.

—Por supuesto, señor —contesté—. Le tendrán en gran estima. Como capitán, estaba usted en pleno derecho de acabar con la vida de esos tres hombres, y no lo ha hecho. Hasta el último de los marineros lo considerará una buena persona por ello y contará con la lealtad de todos.

Sonrió y asintió con la cabeza.

—Ya veo que sigues siendo un chico ingenuo, Turnstile. ¿No te ha enseñado nada la isla?

No supe qué responder y me sentí incómodo al pensar en ello, de forma que seguí callado, recogí lo que necesitaba llevarme y seguí con mis tareas, preguntándome qué habría querido decir con eso.

No había de tardar ni una semana en averiguarlo.

15

El día que debíamos zarpar de Otaheite fue uno de los más extraños que pasé en el mar. El capitán se había levantado antes de las cinco e insistió en que yo lo hiciera también.

—Qué hermosa mañana, Turnstile —dijo alegremente mientras le preparaba el desayuno—. Un buen día para levar anclas.

—Sí, señor —contesté, pero mi tono reveló que la perspectiva no se me antojaba tan satisfactoria como a él.

—¿Qué ocurre, muchacho, no te alegras de iniciar el viaje de regreso?

Lo consideré un instante.

—Discúlpeme, señor, pero no es que vayamos a llegar para la cena, ¿no? Pasarán muchos meses antes de que lleguemos a casa. Tenemos que ir primero a las Indias Occidentales.

—Cierto, pero esta vez no será ni mucho menos tan difícil como a la ida. Confía en mí, Turnstile, sé que tendremos una travesía estupenda.

Pocas veces había visto al capitán tan animado como en ese momento, cuando nos disponíamos a dejar la isla y regresar a los mares. Cierto que su genio había mejorado bastante desde que había hecho volver a los hombres al barco, pero había sido en detrimento del humor de la tripulación, que no quería marcharse. No cabía duda. De haber sido posible, la mayoría se habría quedado para siempre en Otaheite, pero esa elección no estaba a su alcance. Teníamos una misión que cumplir y ningún hombre era libre de tomar sus propias decisiones: ni yo ni los marineros, ni siquiera el capitán.

—¿Me acompañarás a despedirme del rey Tynah? —me preguntó—. ¿Qué tal una última visita? Hace bastante que no estás en tierra firme, imagino.

—Como usted ordene, señor —contesté, pues no estaba seguro de querer cruzarme con Kaikala. Seguía obsesionado por lo que había descubierto la otra noche y por la idea de que ella me había tomado por un idiota, y al señor Heywood también. Aunque sería ella quien más perdería en el trueque, sospechaba, pues mientras que yo quizá habría encontrado una forma de colarla a bordo y llevarla a casa conmigo de haber seguido teniendo buena disposición hacia ella, no creía que el perro de Heywood abrigase intenciones parecidas.

—Sí, es lo que ordeno. Turnstile… ¿qué te ocurre, chico, a qué viene esa cara? Los hombres están igual. Todos parecen abatidos, como si les desagradara la idea de volver a sus hogares.

Cuando estaba de tan buen humor no había forma de hablarle; era como si se negara a reconocer que los demás no necesariamente habíamos de compartir sus sentimientos. Por mi parte, empezaba a pensar en cómo evitar el regreso a Inglaterra. Sólo haríamos una parada en las Indias Occidentales, así que la respuesta era simple: tenía que escapar allí o seguir la travesía para encontrarme de nuevo en las garras del señor Lewis. Las consecuencias de mi desaparición serían demasiado terribles para ignorarlas.

—¿Cuánto tiempo permaneceremos atracados? —pregunté—. En las Indias Occidentales, me refiero.

—No mucho, supongo. Un par de semanas, tal vez. Tenemos más de un millar de arbolillos del pan que trasplantar y supongo que cuando lleguemos habrá que hacer algunas reparaciones en el barco y reponer víveres. Tres semanas a lo sumo. Y luego, directos a casa.

Tres semanas. Tiempo más que suficiente para dar el paso. Y al menos cuando lo hiciera no estaría en una isla, así que no me atraparían tan fácilmente como a Muspratt, Millward y Churchill. Pondría pies en polvorosa.

El rey estaba sentado en su trono con la reina Ideeah a su lado, como habían estado el día que presentamos nuestros respetos. Un criado detrás de él le iba dando trozos de mango, pues iba contra el protocolo que la regia mano alimentara la regia boca. Nuestro grupo consistía en el capitán, todos los oficiales salvo el señor Elphinstone, que se había quedado a bordo, y yo.

Aunque el señor Bligh había ofrecido muchos regalos a Tynah a lo largo de nuestra estancia, había unos cuantos obsequios más que presentarle, y lo hizo con un gesto elegante que Tynah aceptó de buen grado. Al parecer, la mayoría de los isleños había acudido a despedirnos. Proferían sus habituales gritos y gemidos —me pregunté si no les interesaría que nos fuésemos para poder por fin mostrarse alegres— y las mujeres corrieron hasta la orilla agitando los brazos con histerismo hacia los tripulantes en el barco.

Una vez concluidas las formalidades, Tynah se puso en pie y llevó aparte al capitán Bligh para hablarle en privado, mientras los oficiales y los nativos iniciaban sus conversaciones. En ese momento vi que Kaikala salía del bosque y me indicaba por señas que me acercara. Me quedé donde estaba un instante, pero finalmente me vi arrastrado por una parte concreta de mi anatomía. Ella me llevó hacia la espesura, fuera de la vista del resto del grupo.

—Yay-Ko —dijo, y me besó una y otra vez en los labios y las mejillas como si su vida dependiese de ello—. ¿Dónde habrás estado? Ninguna vez te he visto.

—El capitán ordenó que nos quedásemos a bordo —expliqué—. Estoy seguro de que lo sabes.

—Sí, pero ¿no podías tener forma de escapar? ¿De venir con tu Kaikala?

—Supongo que sí —repliqué, apartándome de ella y zafándome de su abrazo, pese a que cada parte de mí deseaba tumbarla en el suelo y tomarla allí mismo—. Supongo que podría haber venido a nado una noche, corriendo un gran peligro para venir a verte, pero en ese caso qué podría haber descubierto. Tal vez habría acudido a nuestro sitio secreto y te habría encontrado allí ¡jugando con el silbato del señor Heywood!

Se quedó mirándome y torció el gesto.

—Quieres decir Pi-taa —señaló.

—Sí, Peter. Peter Heywood, el peor perro que el Señor ha puesto en esta tierra, y me parece increíble que una mujer cristiana acceda a tocarlo, con lo deforme que es.

—Pero Yay-Ko —repuso ella con una sonrisa—, yo no mujer cristiana.

Abrí la boca, pero no tenía respuesta para eso.

—¿Cómo pudiste hacerlo, Kaikala? —le pregunté entonces con tono de súplica—. ¿Cómo pudiste traicionarme así?

Negó con la cabeza y pareció genuinamente perpleja ante mis palabras.

—Pero si no traicionado, Yay-Ko.

—Te vi con él —insistí—. Lo convertiste en tu amante.

—¿Y eso ser traición? ¿Por qué?

La fulminé con la mirada. Al principio lo interpreté como una prueba más de que procedíamos de culturas distintas, pero entonces me acordé de mi propia opinión sobre que los hombres de la
Bounty
no veían las relaciones con las mujeres de la isla como una infidelidad, sino sólo como la satisfacción de una necesidad. ¿No sería que las mujeres de la isla sentían lo mismo?

—Le pediste que te llevara de vuelta a Inglaterra con él.

—No quiso —contestó—. Anoche decirme que todo acabado entre nosotros y que no podía marchar yo con él.

—Entonces te han engañado tanto como a mí.

—Dije que tú sí llevarme contigo. Dije que Yay-Ko nunca irse de Otaheite sin su Kaikala, que llevarme a Inglaterra y hacerme tu esposa y vivir en tu palacio y montar tus caballos y conocer al rey contigo.

—Ah —contesté, encogiéndome un poco—. Eso.

—¿Y sabes qué dijo Pi-taa? Rió de mí y dijo que contabas mentiras. Que no tienes palacio ni caballos. Que no eres hombre rico. ¿Y tú hablas a mí de traición?

—Kaikala —suspiré, sintiéndome convenientemente avergonzado de mí mismo—. Lo siento. En su momento me pareció inofensivo. Tan sólo pensé que…

—Oh, Yay-Ko, no importa —me interrumpió—. Sólo quiero marcharme. ¿Llevarme contigo?

—¡Turnstile! —me llamó una voz desde la playa; era el señor Bligh.

—Es el capitán. Tengo que irme.

—No, espera —chilló ella, cogiéndome del brazo—. Llevarme contigo.

—No puedo —contesté—. Tengo otros planes. Y por mucho que me importes, ¿después de lo del señor Heywood? ¡Por nada del mundo!

Crucé el claro y volví a la playa, donde los oficiales estaban de pie junto al bote y miraban en todas direcciones, buscándome.

—Aquí estás, Turnstile —exclamó el capitán—. Por un momento he temido que hubieses desertado tú también. Apresúrate, muchacho. Volvemos al barco.

—Lo siento, capitán. No he oído…

No llegué a concluir la frase, pues oí pasos y gritos detrás de mí, y advertí que los oficiales abrían los ojos como platos. Por un instante pensé que intentaban asesinarme, pues algo me dio en la espalda y me derribó en la arena. Era Kaikala.

—Llevarme contigo —gimió—. Por favor, Yay-Ko. Soy buena esposa para ti.

Retrocedí arrastrándome, horrorizado ante la expresión de locura que reflejaban sus ojos. Volví la vista atrás, hacia los oficiales y el capitán, que reían a mandíbula batiente ante mi apuro, todos menos el señor Heywood, a quien parecía enfurecer que Kaikala me implorase a mí que me casara con ella en lugar de a él.

—No puedo —repliqué, precipitándome hacia el bote—. ¡Capitán, dígaselo!

—¡Vaya, Turnstile, me parece que te has conseguido un buen lecho aquí!

—¡Capitán, por favor!

—Lo siento, señorita —dijo él entonces, enjugándose una lágrima de hilaridad—. Me temo que es imposible. Un barco no es sitio para una dama.

Embarcamos de un salto y el bote zarpó, pero eso no detuvo a mi enamorada, que empezó a nadar hacia nosotros y a punto estuvo de recibir un topetazo de los remos.

—Dios santo, Tunante —dijo el señor Christian—. Debes de tener encantos ocultos que no conocíamos.

Fruncí el ceño y no me atreví a mirar a Heywood. Al cabo de unos minutos, Kaikala empezó a cansarse. La observé mientras los hombres seguían riendo y vi que daba la vuelta hacia la orilla, envuelta en el oleaje, al tiempo que desparecía de mi vida para siempre.

Me había hecho daño, cierto.

Me había traicionado, aunque ella no lo consideraba una traición.

Y, desde luego, dado su comportamiento en los últimos instantes, me alegraba de haber decidido dejarla atrás.

Sin embargo, la había amado durante un tiempo. Había sido mi primer amor. Y me había enseñado cosas sobre mí. Lamenté verla marchar. Sí, ésa es la pura verdad. Y si por ello parezco cursi, que así sea.

16

Así pues, zarpamos.

La isla desapareció detrás de nosotros, la tripulación asumió de nuevo sus obligaciones, las plantas del árbol del pan quedaron a salvo en la bodega, el capitán volvió a mostrarse contento, los oficiales parecieron satisfechos de recorrer las cubiertas dando órdenes, y yo recuperé mi puesto junto al camarote del capitán, listo para servirlo, planeando mi huida y preguntándome adónde me llevaría la vida después de las Indias Occidentales.

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