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Authors: John Boyne

Tags: #Aventuras, histórico

Motín en la Bounty (37 page)

BOOK: Motín en la Bounty
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—No, señor —espeté—. Déjeme en paz. ¡Capitán, dígaselo!

Pero el señor Bligh estaba a mi lado con una media sonrisa, divertido con todo el asunto.

—No lo habrás hecho, muchacho, ¿verdad? No te me habrás vuelto nativo…

—Sujételo, William —dijo el señor Christian, dirigiéndose al señor Elphinstone, debo añadir, y no al capitán—. Sujételo bien.

—¡No, por favor! —exclamé cuando me cogió de los brazos y me hizo volverme en redondo—. ¡Déjenme en paz! Capitán, deténgalos…

Era demasiado tarde para ruegos, pues una ráfaga de aire en las posaderas me reveló que me habían bajado los pantalones y estaba expuesto ante ellos. Me callé y cerré los ojos. El aire, al menos, era un bálsamo en mi piel ardiente y me sentí agradecido.

—Pero si aquí no hay nada —comentó el capitán—. ¿No suelen cubrirlo del todo?

—¡Miren! —exclamó el señor Christian señalando con un dedo mi nalga izquierda—. Ahí está. ¡Pero si es tan pequeño que casi resulta insignificante!

He de explicar que no era pequeño en absoluto. El tatuaje que adorna mi persona mide al menos cuatro dedos de ancho y de alto y puede observarlo claramente cualquiera que tenga acceso a esa parte de mi anatomía.

—Pero ¿qué es? —quiso saber el señor Christian—. ¿Un melón? ¡Qué apropiado sería!

—Creo que es alguna clase de patata —opinó Heywood, el perro, que se había acercado a echar un vistazo.

—No; es una piña —comentó Fryer, que también observaba. Ahora todos los oficiales y el capitán estaban reunidos ante mi trasero, estudiándolo con esmero.

—Está claro que es una nuez del cacao —puntualizó Elphinstone—. No tienen más que fijarse en la forma y el detalle.

—No es nada de eso, ¿verdad, muchacho? —intervino el capitán Bligh, y juro que por primera vez desde que lo conocía lo vi reír con ganas. Sólo por eso casi valió la pena toda la escena, pues sus cambios de humor eran tan terribles últimamente que un momento así podía hacerle mucho bien—. No es un melón, ni una patata, ni una piña ni una nuez de cacao, pero sí representa la isla y da testimonio del tiempo que el joven Turnstile ha pasado aquí. ¿No lo adivinan, caballeros?

Los oficiales se incorporaron y miraron expectantes al capitán. Él esbozó una amplia sonrisa, extendió los brazos como para señalar que era totalmente obvio y les dijo de qué se trataba, lo que condujo a que los cinco estuvieran a punto de partirse de risa. Me subí los pantalones, traté de recobrar mi dignidad y volví hacia la tetera para preparar el té, ignorando los abucheos y las lágrimas de risa que les resbalaban por las mejillas.

El capitán era con mucho el hombre más perspicaz de los presentes porque lo había adivinado de inmediato.

Era un fruto del árbol del pan.

12

Me da la sensación de que un hombre puede vivir entre otros sintiéndose parte de una comunidad, creyendo tener conocimiento de los pensamientos y planes ajenos, y en realidad no saber qué está ocurriendo a su alrededor. Incluso cuando me remonto a aquellos días con la perspectiva que ofrece el tiempo, me parece que la tripulación de la
Bounty
trabajaba en armonía en Otaheite: se recogían los frutos del árbol del pan, se plantaban las semillas, al cabo de unas semanas éstas germinaban y los plantones se transportaban al barco, donde quedaban al cuidado del señor Nelson. Los días se dedicaban al trabajo y las noches, al ocio. Teníamos la barriga llena, los colchones eran blandos y nuestros deseos como hombres se veían colmados. Se producía algún que otro incidente, por supuesto, discusiones por esto o aquello, quejas sobre cuestiones triviales o no tanto, y de vez en cuando el capitán perdía los estribos por verse varado en tierra, pero en general daba la impresión de que éramos un grupo feliz.

Eso hizo aún más sorprendente que, en la tarde del 5 de enero de 1789, los señores Fryer y Elphinstone aparecieran con el rostro sombrío en la cabaña del capitán cuando éste se hallaba escribiendo una carta a su señora y yo almidonaba un uniforme para la cena de esa misma noche con el rey Tynah.

—Capitán —dijo el señor Fryer al entrar—. ¿Nos concede su permiso?

El capitán alzó la vista del papel con cierto aire de desconsuelo y su mirada fue de un hombre al otro.

—Por supuesto, John, William —accedió. Yo ya había advertido anteriormente que su trato era más amistoso siempre que estaba enfrascado en la reconfortante tarea de escribirle a su esposa—. ¿En qué puedo ayudarles?

Eché una ojeada sin prestar mayor atención al principio, pero en cuanto el señor Fryer tomó la palabra dejé lo que estaba haciendo y lo miré.

—Señor, no hay otra forma de expresarlo más que simple y llanamente. Tres hombres han desertado.

El señor Bligh dejó la pluma y clavó la vista en el escritorio unos instantes. Observé su rostro; estaba desencajado, advertí, pero no quería precipitarse en su reacción. Hizo una pausa de casi medio minuto antes de volver a alzar la mirada.

—¿Quiénes? —quiso saber.

—William Muspratt —empezó Fryer.

—¿El ayudante del señor Hall? —preguntó el capitán.

—El mismo. Y John Millward. Y también Charles Churchill, el condestable.

—No puedo creerlo.

—Me temo que es cierto, señor.

—¿Mi propio maestro de armas es uno de los que han desertado? ¿El hombre encargado de mantener el orden en el barco ha contravenido sus leyes?

El maestre titubeó, pero finalmente asintió con la cabeza; no hacía ninguna falta insistir en lo disparatado del asunto.

—Pero ¿cómo? ¿Cómo lo saben con seguridad?

—Señor, deberíamos haberle informado antes y asumo la responsabilidad por ello. Los hombres no regresaron ayer del trabajo, pero creí que simplemente se habían ido a alguna parte con sus compañeras, así que me propuse darles una reprimenda de mil demonios cuando volvieran. Por desgracia, no ha habido rastro de ellos esta mañana, no se han presentado al trabajo, y aunque ya está bien avanzada la tarde, siguen sin aparecer. Señor, reconozco que debería haberle facilitado antes esta información…

—No se preocupe, señor Fryer —lo interrumpió el capitán, sorprendiéndonos a todos por la forma en que absolvía al maestre de toda responsabilidad—. No dudo de que ha hecho usted lo que consideraba correcto.

—En efecto, señor. Sinceramente, creí que regresarían.

—¿Y cómo podemos estar seguros de que no lo harán?

—Capitán —intervino el señor Elphinstone—. Un miembro de la tripulación ha acudido a mí de forma confidencial para contarme los rumores: se dice que los tres hombres llevaban días planeando desertar. Me lo ha confiado con la condición de que nadie sepa que ha sido él quien ha hablado.

—¿De quién se trata, señor Elphinstone?

—De Ellison, señor. Thomas Ellison.

Me estremecí de risa interiormente. Thomas Ellison, el que tenía esperándolo en Inglaterra a Flora-Jane Richardson, la muchacha que le había permitido besarle la mano antes de que se iniciara el viaje; el que estaba por encima de mí y encantado de hacer hincapié en ello, era poco menos que un chivato. Estaba pidiendo a gritos una buena paliza, desde luego.

Al capitán le sentó muy mal la noticia y vi que se le agriaba el semblante. Se paseó de acá para allá por la cabaña durante unos momentos, considerando la cuestión antes de hablar de nuevo.

—Pero ¿por qué? —exclamó por fin—. No consigo entenderlo. ¿Por qué iban a hacer algo así? ¿No son buenas las condiciones aquí? ¿Acaso no he creado un campamento armonioso? ¿No aprecian al menos que haya tan pocos actos disciplinarios en nuestro grupo? ¿Por qué iban a irse? ¿Y adónde? ¿Adónde piensan ir? Estamos en una isla, señores, ¡por el amor de Dios!

—Señor, cabe que consigan huir robando un bote o una canoa, y quizá que lleguen a algún atolón cercano. Hay muchos, señor; en ese caso, no veo cómo vamos a capturarlos.

—Estoy al corriente de la geografía local, señor Fryer —espetó Bligh, de nuevo irritado—. Pero no me ha ofrecido una explicación en cuanto al porqué.

—Señor, podría haber muchas razones.

—¿Y su teoría?

—¿Debo exponerla con claridad, señor?

El capitán aguzó la mirada.

—Por favor.

—Nuestro trabajo aquí casi se ha completado. El señor Nelson recorre la playa a diario para informarnos de lo bien que crecen las plantas a bordo. Las macetas no tardarán en estar todas llenas y no habrá ya necesidad de que recojamos plantones o cuidemos las semillas.

—Por supuesto —repuso el señor Bligh, sin ocultar la confusión que sentía—. Eso es evidente, nuestra tarea tiene un fin. ¿Y qué? ¿Está sugiriendo que los hombres aman tanto su trabajo que temen concluirlo?

—No, señor, me refiero a que el señor Nelson vendrá un día de éstos a esta cabaña, acudirá a usted y le anunciará que la parte de nuestra misión centrada en la isla de Otaheite ha llegado a su fin. Y en ese momento, es muy probable que usted dé la orden de levantar el campamento, recoger nuestras pertenencias y volver al barco.

—Lo cual significará levar anclas y despedirse de Otaheite —intervino Elphinstone innecesariamente.

El capitán asintió con una leve sonrisa. Me miró mientras yo me afanaba por seguir ocupado con el uniforme.

—¿Has oído eso, joven Turnstile? Los hombres se alegrarán de que el trabajo haya terminado y de volver a casa y a sus seres queridos con los bolsillos llenos. Le ruego me disculpe, señor Fryer —añadió volviéndose de nuevo hacia él—. Diría que intenta usted ofrecerme una explicación sensata, pero no logro entender de qué se trata.

—La cosa es así de simple, señor: los hombres no quieren irse.

El capitán retrocedió un poco y enarcó las cejas.

—Conque no quieren irse, ¿eh? Pero si sus esposas y novias están esperando en los muelles de Spithead a que ellos vuelvan sanos y salvos…

—Señor, sus esposas y novias quizá estén allí, pero aquí tienen a sus amantes.

—¿Amantes?

—Las mujeres de la isla. Las mismas por las que se han hecho marcar el cuerpo. —Fryer me dirigió una mirada, pues apenas la semana anterior había gozado de la oportunidad de ver de cerca mi tatuaje del trasero—. Los hombres han disfrutado de mucha libertad durante nuestra estancia en la isla. Sus vidas aquí, a falta de una forma mejor de expresarlo, son de lo más gratas. Lo que usted ha… —Se detuvo para corregirse—: Lo que hemos hecho…

Por más que se tratara de un desliz, el capitán no era tan estúpido para no percatarse.

—Lo que he hecho, señor, es a donde quiere llegar.

—No, señor, tan sólo…

—Está diciendo que se lo he puesto demasiado fácil. Que he relajado en exceso la disciplina. Está diciendo que, de haberme mostrado un poco más severo, no desearían quedarse en este sitio, sino regresar al lugar al que pertenecen. Estarían desesperados por volver a Inglaterra, a Portsmouth, a la vieja y querida Londres. —Su voz iba subiendo de tono a medida que hablaba—. Está diciendo que toda esta catástrofe es culpa mía.

—No creo que quiera sugerir eso, la verdad —intervino Elphinstone—. Me parece que el señor Fryer simplemente…

—Cállese, si me hace el favor, señor Elphinstone —interrumpió el capitán, silenciándolo con una mano levantada—. Cuando quiera su opinión, se la pediré. En realidad, por una vez estoy de acuerdo con el señor Fryer. Es culpa mía. He permitido que sus vidas fueran demasiado placenteras y ellos han correspondido a mi generosidad procurando abandonar sus responsabilidades y quedarse en una tierra salvaje sólo para satisfacer sus apetitos a cualquier hora del día o la noche. Considero que el comentario del maestre puede ser muy atinado. Y si soy el culpable, debo enmendar mis faltas. Señor Fryer, todos los hombres, con excepción de los que están en este momento bajo la vigilancia del señor Christian en el semillero, deben volver al barco de inmediato. Y cuando digo de inmediato me refiero a que en el preciso instante que salga de esta cabaña, debe reunir los botes y hacer que los hombres vayan a la
Bounty
. Desde hoy se acabó la confraternización con las nativas, se acabaron el tiempo libre en la isla y las oportunidades para juegos y perversiones. Y eso pasará ahora, señor Fryer —precisó a voz en cuello—. Ahora mismo, ¿me ha entendido?

—Sí, señor —repuso el maestre en voz baja—. Pero si puedo sugerir un período de gracia para que puedan despedirse de sus damas…

—He dicho ahora, señor Fryer.

—Pero la moral, señor…

—¡No me importa la moral! Tres hombres han desertado de sus puestos. La pena por ello cuando sean apresados, que lo serán, téngalo por seguro… la pena es la muerte. Serán ahorcados, señor. Y el obsequio que han dejado a sus compañeros es el fin de los lujos y el cese de mi generosidad. Reúna a la dotación, señor Fryer. La
Bounty
espera.

Los dos oficiales se marcharon de inmediato y el capitán empezó a deambular por la cabaña, perdido en sus reflexiones. Yo también estaba perdido. Pensaba en Kaikala. Necesitaba encontrar un modo de hablar con ella.

Aquélla fue una velada deprimente. Una de las peores. Para cuando cayó la noche, hasta el último miembro de la tripulación de la
Bounty
, con excepción de los tres desertores Muspratt, Millward y Churchill, estaba de vuelta en el barco. El señor Byrn trató de alegrarnos tocando el violín, pero cuando se le informó que podían partírselo en la cabeza antes de arrojarlos a los dos por la borda, tomó buena nota de ello y guardó silencio. El capitán se dirigió a los hombres reunidos y les comunicó las nuevas normas para las últimas semanas que habíamos de pasar en Otaheite, y les sentaron mal, muy mal. Todos empezaron a hablar de una forma inusitada y el capitán apenas lograba controlarlos. Cada vez que conseguía poner paz para hacer sus declaraciones, nos llegaba un griterío procedente de la orilla de la isla, donde se habían encendido las hogueras. Las mujeres bailaban alrededor de las llamas, soltando alaridos de dolor y desgarrándose la escasa ropa que llevaban; sin duda también se estaban infligiendo daño y rogué que Kaikala tuviera la sensatez de dejar intacta su belleza. Confieso que en cierto punto temí por la seguridad del capitán, precisamente cuando informó a la tripulación de que desde ese momento y hasta que nos hiciéramos a la mar sus vidas se limitarían a dos circunstancias: trabajar en la isla bajo la vigilancia de un oficial o bien a bordo del barco. Creo que de no haber estado allí los oficiales, la situación podría haberse complicado, y en efecto, cuando volvimos a hallarnos todos bajo cubierta, advertí que el señor Bligh se mostraba visiblemente afectado por la dura experiencia.

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