—Capitán —contestó el maestre al cabo de un momento, irguiéndose en toda su estatura y sin que le temblara la voz, lo cual suscitó mi admiración—, si ésas son sus órdenes, las cumpliré, por supuesto. Deseo hacer constar, sin embargo, que me parece poco aconsejable castigar a los hombres en este momento, y es así como lo verán, como un castigo, por la nimia cuestión de que dos marineros se hayan presentado tarde al trabajo. Hay mejores formas de atajar el problema que romper una promesa hecha a todos.
—Formas que usted conoce muy bien, sin duda.
—Permítanos a Fletcher y a mí dirigirnos a la tripulación, señor. Podremos hacerles entender que una cosa es un poco de diversión, pero que estamos aquí para cumplir una misión y…
—No —lo atajó el capitán en voz baja y llena de agotamiento, palideciendo de nuevo, y advertí que estaba a punto de sufrir otro ataque y que necesitaría excusarse para ir al retrete—. Ya he hablado con ustedes dos, que se limitarán a transmitir mi decisión, y ahí se acaba el asunto, ¿entendido?
—Desde luego —repuso el maestre con visible descontento—. Como usted diga.
—Como yo diga, en efecto —espetó—. Y usted, señor Christian, a partir de ahora mantendrá a sus hombres en el semillero bien a raya y se ocupará de que todos arrimen el hombro, y se acabó el confraternizar con… con…
—¿Con quién, señor? —quiso saber el primer oficial.
—Con las salvajes —concluyó Bligh. El dolor lo obligó a doblarse y correr hacia la cabaña, dejándonos a los tres con una mezcla de asombro y consternación.
—¿Qué tiene usted que decir a eso? —preguntó Fryer, y el primer oficial inspiró entre dientes y negó con la cabeza.
—No va a ser fácil comunicarlo —repuso—. Va a haber muchos descontentos, se lo aseguro.
—Quizá deberíamos hablar más tarde con él. O hágalo usted, Fletcher. A usted lo escucha.
Comprendí que Fryer estaba en lo cierto, pero también sabía que la posibilidad de que Christian hiciese cambiar de opinión al capitán para favorecer a la marinería era tan remota como transportarme instantáneamente a una tierra donde la comida abundase y Kaikala me diese placer hasta que el Señor nos llamara a su lado.
—No sé, John —dijo el primer oficial—. ¿Se le ha ocurrido considerar…? —En ese punto me miró y vaciló—. Tunante, ¿qué diantre estás haciendo?
—He pensado que el capitán iba a volver, señor —contesté con aire de inocencia.
—Pues diría que por ahora no. Ve con él. Quizá necesite tu ayuda.
El último sitio donde deseaba estar era de nuevo en aquella cabaña, pero allí me dirigí de mala gana. Cuando entré no encontré ni rastro del capitán: estaba encerrado otra vez en el excusado.
Y he ahí la historia de cómo un caso de diarrea condujo a una decisión poco acertada, que a su vez plantó las primeras semillas de descontento para la montaña de problemas que sobrevendrían. De haber sabido qué nos esperaba, la noche antes habría aderezado el té del capitán con un poco de nuez moscada y extracto de oliva, pues todo el mundo sabe lo bueno que es eso para el estómago y cómo mantiene a raya la diarrea.
Fue así como empezó. La personalidad del capitán se fue alterando terriblemente en las semanas siguientes y empecé a sospechar que el calor de la isla le estaba afectando la cabeza, pues el hombre jovial y amable que había conocido a bordo de la
Bounty
se volvió un cascarrabias irritable y propenso a arrebatos de ira indiscriminada. Una tarde estuvo a punto de arrancarme la cabeza por una tontería, y Fryer se ganó mi gratitud eterna al llevarme a un lado e interesarse por mi bienestar, una actitud que yo apenas había conocido en toda mi vida, no digamos ya desde que me había unido a aquella maldita tripulación.
—Estoy perfectamente bien —mentí, sonriendo—. Heme aquí, un muchacho en una isla tropical, con el sol en la cara y la barriga llena. ¿De qué debería quejarme?
El señor Fryer sonrió y por un instante temí que fuera a abrazarme.
—Eres buen chico, Turnstile. Te importa mucho el capitán, ¿no es así?
—Ha sido bueno conmigo —admití con cautela—. Usted no sabe con qué clase de hombres tuve que tratar antes de él.
—Entonces déjame aconsejarte que no te lo tomes a pecho cuando te regañe —dijo. ¡Regañar era una buena forma de expresarlo! Unos minutos antes le había llevado el té, olvidando el limón, y juro que estuvo a punto de echar mano del sable de abordaje. El señor Fryer continuó—: Lo que les pasa a los hombres como el señor Bligh es que son navegantes por encima de todo. Cuando hay tierra sólida bajo sus pies, cuando no se ven rodeados por las mareas, cuando no tienen el olor del salitre en las narices, se vuelven irritables y proclives al abuso. Es un capricho racional e irracional a un tiempo, y te aconsejo que no le concedas importancia. Lo que estoy diciendo, Tunante, es que harías bien en no tomártelo como algo personal.
Había otra posibilidad. Por lo que sabía, sólo quedaban dos hombres de la tripulación que aún tenían que probar lo que las nativas ofrecían. Uno de ellos era el capitán Bligh, que siempre llevaba encima el retrato de su esposa y que, a diferencia de los demás hombres casados de la tripulación, incluidos los oficiales, parecía considerar sagrados los votos que había hecho el día de su matrimonio. Empecé a pensar si no le mejoraría el humor algún que otro devaneo; sabía que con el mío habría obrado maravillas. Pues, por supuesto, yo era la otra persona que seguía intacta.
Sea como fuere, seguí el consejo de Fryer y aprecié que me lo hubiese ofrecido. Un año antes, cuando nos conocimos, había pensado con frecuencia que era un tipo torvo y reservado. Algo en su aspecto, en particular las anchas patillas y el rostro caballuno, no invitaba al trato franco. Sin embargo, era un hombre amable, considerado con la tripulación y atento a sus deberes. Y me gustaba por ello, a diferencia del presumido de Christian, que prestaba más tiempo a su aspecto que a los hombres que se afanaban en torno a él.
Cuando regresé a la cabaña después de hablar con el señor Fryer, el capitán me dio orden de informar a toda la tripulación, oficiales y hombres por igual, de que esa tarde debían reunirse a bordo de la
Bounty
porque quería dirigirse a ellos como grupo y en privado. Quise pedirle que me confiara de qué iba a hablarnos, pero comprendí que si lo hacía acabaría desollado y con la cabellera arrancada antes de terminar la frase.
De modo que obedecí y a las siete de esa misma tarde la dotación entera de la
Bounty
se hallaba reunida de nuevo en cubierta. Ver a todos los hombres juntos por primera vez desde nuestra llegada a la isla me dio ocasión para considerar cómo habían cambiado todos en esas semanas. Se los veía mucho más sanos, sin duda. Tenían el rostro rubicundo, las ojeras habían desaparecido y parecían bastante contentos, aunque advertí que hallarse todos otra vez en el barco les producía cierto nerviosismo. Ya temían el día que el capitán diera la orden de levar anclas.
Los oficiales estaban al frente, los señores Fryer y Elphinstone vestidos adecuadamente, mientras que los señores Christian y Heywood llevaban pantalones holgados y una camisa con el cuello abierto. Añado lo siguiente para que conste con claridad: creo que el señor Heywood estaba ebrio.
Había tenido la buena fortuna de no ver demasiado a esos dos mientras nos hallábamos en Otaheite, pues, dado que ambos estaban a cargo del semillero, pasaban allí la mayor parte del tiempo. El capitán, que los visitaba a diario, regresaba complacido con lo que veía, y durante su ausencia yo aprovechaba para limpiar sus aposentos y lavarle la ropa sucia. Pero me habían llegado rumores de que, aparte del trabajo que prosperaba durante el día, por la noche se celebraban unas bacanales que habrían avergonzado a griegos y romanos. Yo no las presenciaba —todavía—, porque no formaba parte de su grupo y estaba demasiado cerca del capitán para ser invitado a sus diversiones. Pero sí sabía que casi todos los tripulantes se las ingeniaban para estar allí de madrugada y relacionarse con las mujeres de la isla, y como ninguna era una dama cristiana no tenían reparos en permitirles copular con ellas.
El capitán apareció en cubierta con uniforme de gala e inspiró con fuerza por la nariz mientras observaba a la tripulación al completo. Recordé las palabras del señor Fryer sobre que el capitán necesitaba el olor de la sal en las narices y me pregunté si no haría acopio de él llenándose los pulmones para luego racionarlo a medida que avanzaba la noche. Miró a sus oficiales y frunció el ceño al ver los atuendos con que se habían presentado los señores Christian y Heywood, pero de momento apartó la vista y se limitó a hacer un gesto de negativa.
—Hombres —declaró, silenciando los murmullos con una simple palabra—. Los he convocado esta noche porque hace bastante que no nos reunimos como una tripulación. Quisiera… —Titubeó, buscando la palabra adecuada, que pareció reacio a pronunciar— agradecerles todo el trabajo que están llevando a cabo en la isla. Habiendo consultado hoy mismo con el señor Christian en el semillero y con el botánico, el señor Nelson, puedo confirmar que el trabajo avanza según las previsiones y que el éxito de nuestra misión, de continuar a este ritmo, está garantizado.
»Sin embargo, hay un par de cuestiones que he de mencionar, puesto que aún nos queda un mes en esta isla y quiero asegurarme de que las cosas continúen yendo tan bien como hasta ahora. Lo que sigue es una lista de… bueno, no de reglas exactamente; creo que nuestra hermandad es lo bastante feliz sin ellas. Considérenla más bien una lista de recomendaciones que me gustaría que todos tuvieran presentes en las próximas semanas.
De nuevo hubo murmullos, pero como no se había sugerido que nos disponíamos a zarpar hacia Inglaterra, no traslucieron nerviosismo.
—En primer lugar —continuó el capitán—, sin duda están al corriente de que los nativos de la isla creen que el capitán Cook sigue vivo y reside en Belgravia. Como bien saben, tan heroico hombre fue asesinado por los salvajes de una isla cercana hace varios años. Desearía que la mentira, por así llamarla, continúe en pie. Conviene a nuestros intereses mantener el engaño de que sigue habiendo una amistad entre el fallecido capitán y nuestro anfitrión, Tynah, que como es natural siente hacia él todo el respeto y la adulación que merece un inglés así. Me tomaré muy en serio los actos de cualquier hombre que viole esa mentira.
»En segundo lugar, soy consciente de que existe cierto nivel de… simpatía entre ustedes y las mujeres de la isla. No se trata de nada excepcional. Como resulta obvio, las damas de aquí, y utilizo el término libremente, carecen de la decencia de nuestras esposas y novias en casa, de modo que hagan con ellas lo que deseen, pero les insto a tratarlas con amabilidad y a velar por su propia salud.
El comentario fue recibido con risas estentóreas y una serie de exclamaciones subidas de tono que no repetiré aquí, pues son indignas de mí. Al cabo de unos instantes, el capitán levantó la mano, los hombres se tranquilizaron y él volvió a hablar.
—Como saben, hemos llevado muchos artículos del barco a la isla para ayudarnos en nuestros empeños, y el rey Tynah ha tenido la generosidad de ofrecernos el uso de cuchillos y objetos cortantes. Todo hombre ha de velar por ellos y ocuparse de que nada se pierda o sea robado. El valor de cualquier objeto perdido se cargará más adelante a las pagas de su usuario.
Puedo asegurarles que a los hombres no les importó este último comentario y lo dejaron bien claro, pero a mí me pareció de lo más decente. Si un tipo no es capaz de velar por un objeto, para qué dárselo siquiera.
—Estoy seguro —prosiguió el capitán— de que entre nosotros no hay nadie dedicado a lo que voy a sugerir ahora, pero ha ocurrido en viajes anteriores, en otros barcos, de modo que simplemente les informo de ello. Todos los artículos del navío, todo lo que recojamos en la isla, cualquier cosa que forme parte de nuestros pertrechos, no les pertenece a ustedes, ni a mí, sino al rey, y cualquiera que haga mal uso de ello con el propósito de comerciar o hacer trueques será culpable de la más grave violación del reglamento y deberá atenerse a las consecuencias.
Miré alrededor y vi varias caras de culpabilidad. Sucedía con regularidad, todos lo sabíamos, incluso el capitán, pero ésa era su forma de intentar poner fin a la situación.
—Nombraré a uno de los oficiales para ponerlo al mando del tráfico regular entre la isla y el barco como parte de un acto de comercio, y si alguno de los aquí presentes desea adquirir algo de la isla puede recurrir directamente a ese oficial para pedirle permiso. Señor Christian —añadió, volviéndose hacia el primer oficial—, tenía intención de ofrecerle a usted el puesto.
—Gracias, señor —contestó, prácticamente frotándose las manos, pues era obvio que ese cargo daba derecho a ganar más dinero que cualquier otro empleo a bordo—. Estaré encantado de…
—Pero he advertido, señor, que le parece apropiado comparecer en cubierta, ante la tripulación, con el cuello abierto.
El señor Christian abrió la boca debido a la sorpresa y se ruborizó; no estaba acostumbrado a que lo reprendieran delante de todos.
—¿Señor? —dijo con nerviosismo.
—¿Le parece adecuado su atuendo? —exigió saber el capitán—. Y usted, señor Heywood, si al primer oficial le diera por beberse el agua de la bañera, ¿lo imitaría usted?
Heywood le dirigió una mirada furibunda, pero no contestó.
—La disciplina se está relajando, caballeros —declaró entonces el capitán con gravedad, pero no tanto como en las semanas venideras—. Quisiera pedirles que no se presenten a sus obligaciones oficiales en semejante estado. Señor Fryer, quizá me bastará usted para ocuparse de las responsabilidades del comercio.
—Gracias, señor —contestó el maestre sin que su rostro trasluciera emoción alguna, y he de admitir que me pareció justo verlo recompensado por una vez, en lugar de condenado.
—Bueno, tripulación, se acabó el discurso —dijo el capitán con forzada alegría—. Creo que dormiré a bordo esta noche. Señor Christian, conduzca a sus hombres del semillero de vuelta a la isla. El resto se quedará en la
Bounty
.
Y así quedaron las cosas aquella noche, con una serie de normas que seguir, un oficial reprendido en público y la sensación de que los buenos tiempos no tardarían en tocar a su fin. De hecho, antes de lo que cualquiera de nosotros esperaba.