Enarqué una ceja, pero no mostré mi desdén por sus palabras, pues parecía ignorar hasta qué punto eran insultantes. Pero entonces supuse que un hombre de su clase no comprendía siquiera que fuera posible insultar a un miembro de la mía.
—Entonces ¿nunca podré mejorar? —quise saber.
—Pero si ya estás mejorando. Has aprendido mucho a bordo de la
Bounty
. Sin duda reconocerás que entiendes más ahora de barcos que cuando subiste a bordo, ¿no?
Concedí que era cierto, que a mi pesar sabía ahora tanto de las obligaciones cotidianas de un marinero de primera como cualquiera de ellos.
—Entonces confórmate con eso. Y ahora, vamos, debemos irnos —añadió, dándose la vuelta. Se encaramó a unas rocas que se interponían en su camino y se negaron a moverse para él, pese a su exaltación—. Quería ver el valle otra vez y ya lo he hecho. Sigamos.
—Un momento, señor, si me hace el favor.
Saqué el cuchillo del cinturón y procedí a escribir en el árbol con cautela, aunque no con tan buena letra como la suya. Maldije que mi nombre fuera tan largo y lo reduje a un mero «Turnstile, c/Bligh, 1789».
—Listo, señor —anuncié, y lo seguí montaña arriba, preguntándome si tendría razón al afirmar que un chico de mi condición debía quedarse en su estado para siempre, o si por el contrario habría alguna manera de salir de la esclavitud y la obediencia.
El día que conocí a Kaikala, por la mañana estaba tendido en la playa, con los pantalones por toda vestimenta, tostándome al sol de mediodía y acariciándome el pecho con un dedo. Había pasado más de una semana desde que la tripulación de la
Bounty
había desembarcado en Otaheite y los días se sucedían de una forma muy placentera. En momentos como ése comprendía cuánta suerte tenía de ser el criado del capitán y no un marinero corriente, pues ellos tenían tareas que hacer día y noche, mientras que yo disfrutaba de algo más de independencia y sólo se esperaba de mí que estuviera disponible cuando el capitán me necesitara.
Ese día en particular, sin embargo, el capitán se había ido con los señores Christian y Elphinstone a trazar un mapa de una parte de la isla que no conocía y donde al parecer crecía la mayor cantidad de árboles del pan, y yo aprovechaba su ausencia para disfrutar de un bien merecido descanso al sol. Tendido boca arriba, mirando el cielo, me dije que estaría encantado de pasar el resto de mi vida en aquella isla paradisíaca; aunque llevábamos allí poco tiempo, reinaba ya entre los hombres la sensación palpable, que yo compartía, de que ninguno esperaba con ansia el momento de volver a la
Bounty
para emprender el largo viaje de regreso a Inglaterra. Por supuesto, yo había decidido no volver a poner los pies en ese país —el mero pensamiento de lo que me haría el señor Lewis si me pillaba bastaba para convencerme de ello; para entonces no dudaba que unas discretas indagaciones por su parte le habrían permitido enterarse de mi arresto, mi breve juicio y encarcelación, y luego la oferta que se me había hecho—, y aunque no tuviera que pagar por mis crímenes en Spithead, sin duda habría de compensar mi ausencia a mi regreso. Pero eso me dejaba con un dilema endemoniado: ¿cómo escapar? Otaheite era una isla relativamente grande comparada con algunas que habíamos pasado, pero seguía siendo una isla. Existían pocas posibilidades de desaparecer un día sin ser descubierto. ¿Y qué pasaría cuando me encontraran? ¿Me azotarían? ¿Me colgarían? Había sólo un castigo legal para la deserción, y no podía arriesgarme a él. Debía hallar otra manera. Tan sólo me quedaba esperar la oportunidad.
Sin embargo, ahí tendido como estaba, la idea de huir se hallaba lejos de mi mente, sumida en cambio en una agradable fantasía en que era un niño con tendencias de mono, capaz de trasladarme de un árbol a otro sin preocuparme por mi seguridad. Se trataba de una ensoñación lo bastante feliz para permitirme disfrutar de la paz y la serenidad que se me ofrecían, y habría permanecido encantado así, boca arriba, hasta que el capitán reapareciera más tarde, de no ser por un puñado de arena que alguien pateó cruelmente hacia mi cara y que me aterrizó en los ojos y la boca, abierta en ese momento en pleno bostezo. Escupí y traté de abrir los ojos para identificar y atizar al bellaco que me había molestado, pero antes de recuperar la visión oí la voz del perro ladrar sobre mí.
—Tunante, vaya mocoso perezoso estás hecho, ¿qué diantre te has creído?
Alcé la vista hacia el señor Heywood y fruncí el entrecejo.
—Estoy dedicado a la contemplación —contesté, manteniendo mi posición horizontal, que fue el más flagrante acto de falta de respecto que se me ocurrió, pues se suponía que siempre que se nos acercara un oficial debíamos levantarnos de un salto en deferencia a su sagrada condición. Aun así, me moví un poco en la arena para no quedar tan directamente debajo de él; el desagradable recuerdo de aquel tipo, de pie ante mí sacándose la polla para orinarme encima durante mis tribulaciones, estaba grabado en mi memoria.
—¿Dedicado a qué? —preguntó, pues su educación era tan exigua que una niña de nueve años podría haber competido con él en un concurso de ingenio sin salir mal parada—. ¿Contem… qué?
—A la contemplación, señor Heywood, su magnificencia —me burlé—. Se refiere al momento en que alguien está perdido en sus pensamientos y considera pasado, presente y futuro y sus relativas valías. Es posible que el concepto sea nuevo para usted.
—¿Pasado, presente y futuro? —preguntó con una risa sarcástica—. Tu pasado es poco más que el de un golfo en las sucias calles de Portsmouth; tu presente, el del último mono a bordo de las fragatas de Su Majestad, y tu futuro estará determinado por un único hecho: que por orden del rey acabarás tus días como un borracho en cualquier cárcel.
—No es una mala vida, todo hay que decirlo —comenté—. Y ahora, señor Heywood, si me hace el favor —añadí moviéndome más hacia la izquierda—, me está tapando el sol.
—Basta ya de insolencias —exigió con tono menos seguro. Exhaló un suspiro, como si el calor y el paisaje bastaran para distraerlo de seguir intentando ejercer su autoridad—. Ponte de pie, al menos, y deja que el rey vea al gato.
Obedecí lentamente y me sacudí, pues una orden directa era una orden directa, y sabía bien que podía permitirme ciertas bromas pero que me haría colgar si lo desobedecía. Me planteé por un instante qué era más inusual: el hecho de que me considerase una criatura felina o sus propias pretensiones de pertenecer a la realeza, pero no venía al caso por el momento, de modo que me mordí la lengua. Me estaba mirando con esa mezcla de desdén y repulsión que siempre me había dedicado. Por mi parte, sólo pude preguntarme por qué lo había quemado de esa manera el sol de Otaheite. Hacía que los granos pareciesen volcanes inactivos.
—Eres un perezoso y no sirves para nada, ¿sabías eso, Tunante? —soltó, y por una vez perdí la compostura ante él.
—Turnstile —puntualicé—. Me llamo Turnstile, señor Heywood. John Jacob Turnstile. ¿Tan difícil le resulta recordarlo? Se supone que alguna inteligencia ha de tener.
—Por lo que a mí respecta podrías llamarte Margaret Delacroix, Tunante —replicó encogiéndose de hombros—. No eres más que un criado y yo soy un oficial, lo que significa…
—Que está por encima de mí, ya lo sé —lo interrumpí con un suspiro—. A estas alturas me sé muy bien el escalafón.
—Bueno, ¿qué estabas haciendo? —insistió.
—Suponía que estaba muy claro —contesté—. El capitán pasará la tarde fuera con los oficiales de mayor rango. —Eso lo solté con intención de agraviarlo, aunque el perro no lo pilló—. Lo que significa que dispongo de un poco de tiempo para mí.
Él rió y negó con la cabeza.
—Dios santo, Tunante… digo, Turnstile —replicó entonces teatralmente—. Ya veo que no tienes ni idea de nada. No hay tiempo libre para los hombres de Su Majestad. Que el capitán haya decidido que hoy no le servías de nada no te da derecho a andar ocioso. ¡Has de ir en busca de trabajo! ¡Acudir a mí y preguntarme qué es preciso hacer!
—Ah —contesté, considerándolo—. No conocía las normas. Lo tendré presente en futuras ocasiones, aunque he de decir que el capitán me deja muy poco tiempo libre. No soporta separarse de quienes considera merecedores de sus atenciones. —Y pensé que aquel intercambio, que me estaba echando a perder la tarde, al fin y al cabo era culpa mía. Debería haberme quitado de la vista, no quedarme donde cualquier perro pudiese encontrarme. No volvería a cometer ese error.
—Te necesito en los huertos —declaró Heywood entonces, interrumpiendo nuestra chanza—. Componte un poco y sígueme, haz el favor.
En el transcurso de los días desde nuestra llegada muchos miembros de la tripulación se habían dedicado a preparar un huerto en una parte cercana de la isla. La tarea consistía en cavar surcos para remover la tierra formando pulcras hileras que se extendían hasta cierta distancia. Un par de días antes había ido de visita, pues tenía bien poco que hacer, y me había impresionado el nivel de actividad que se desarrollaba allí, pero me había asegurado de que no me vieran, no fueran a ofrecerme la oportunidad de participar. El capitán se había sentado con el rey Tynah para explicarle el motivo de nuestra misión —la recolección de los frutos del pan— y, tras los apropiados halagos, nuestro anfitrión había accedido alegremente a que nos lleváramos los que quisiéramos. La isla estaba a rebosar de ellos y no había posibilidad de que los extinguiéramos. Sin embargo, el plan no era el que yo había imaginado: no cogeríamos los frutos y los transportaríamos al barco; muy al contrario, sino que obtendríamos el mayor número de ejemplares que pudiésemos a partir de brotes originales, y luego trasladaríamos los plantones a las macetas que se almacenaban junto al camarote del capitán antes de llevarlos a nuestro siguiente destino, las Indias Occidentales. Luego volveríamos por fin a casa.
—Será mejor que no lo haga, si no le importa, señor —dije, decidiendo ser educado si eso significaba que me dejase en paz—. El capitán puede volver en cualquier momento y si me necesita para algo tengo que estar disponible.
—El capitán —declaró con voz firme— estará fuera hasta la puesta del sol. Entretanto no le harás ninguna falta. No te ha llevado consigo, ¿no?
—No, señor. Nos ha dejado a los dos atrás.
—En ese caso, estás libre para ayudar en los huertos.
Abrí la boca, tratando de encontrar una burla más que cumpliera el doble propósito de excusarme del trabajo e irritarlo hasta hacerle explotar la cabeza, pero no descubrí ninguna y, antes de darme cuenta de qué día de la semana era, me vi llevado de vuelta a aquella zona de la isla donde se realizaba el trabajo duro.
Una hora después ahí estaba, labrando la tierra con nueve o diez miembros de la tripulación, con los brazos protestando por el peso extraño de las azadas, tan incomodado por el calor que me había desnudado tanto como lo permitía la decencia, pero el sudor de mi cuerpo habría bastado de todas formas para engrasar una rueda dentada. Si había de ponerme fofo, como había sugerido el capitán Bligh, no conseguía imaginar cuándo sucedería eso. Siempre había sido un chico flaco, pero un año a bordo había consumido toda la grasa de mi cuerpo y palabra que podía pasarme un dedo por el costillar y sentir los baches. Sin embargo, tenía músculos, adquiridos en mis días en Portsmouth, y un nivel de energía que a veces me sorprendía. Cerca de mí estaba el guardiamarina George Stewart, con la pálida piel quemada por el sol, lo que sin duda iba a dolerle de lo lindo más tarde, y tenía pinta de ir a morirse en cualquier momento. Por fortuna, las muchachas nativas tenían unos extraños brebajes medicinales que preparaban pisoteándolos en cuencos hasta obtener una fina pasta con la que luego masajeaban la piel desnuda de los quemados al final de la jornada; sospechaba que los hombres estaban encantados de abrasarse si significaba que luego recibían tan familiares atenciones.
—Eh, George Stewart —dije, y quizá el calor me había vuelto loco para hacer semejante sugerencia, aunque fuera en broma—. ¿Qué tal si cogemos nuestras azadas y le desparramamos los sesos al señor Heywood para así poder escaparnos?
Sólo pretendía que fuera una broma fantástica, pero la expresión de Stewart me dijo al instante que había metido la pata. Se me quedó mirando con el desprecio que sólo los más jóvenes de la tripulación me demostraban —como criado del capitán no tenía rango oficial, lo que significaba que los de rango inferior tenían a quien mirar con desdén—, y luego negó con la cabeza antes de volver al trabajo.
—No lo decía en serio —me apresuré a puntualizar—. Sólo era una broma.
Algo en mi interior me hizo lamentar mis negligentes comentarios y estaba a punto de acercarme a explicarle que no pretendía nada con ellos, cuando todos los hombres se incorporaron y dejaron caer las azadas. Seguí su mirada hacia el oeste, donde una fila de muchachas venía hacia nosotros con vasijas apoyadas en las cabezas. Caminaban con soltura, al parecer despreocupadas del peso que llevaban; sospeché que podrían haber echado a correr y perseguirse y aun así no habrían derramado una gota. No llevaban otra cosa que una franja de tela en la cintura para cubrir sus vergüenzas pero, tras una semana ahí, la tendencia de los hombres a silbar y lanzar miradas lascivas ante la visión de sus tetas había disminuido. Todavía mirábamos, por supuesto, y me ponían tan caliente que me la meneaba más veces al día de lo que me parecía saludable, pero por el momento lo que más nos interesó fueron las vasijas que transportaban, pues contenían algo mucho más deseable en ese momento que las formas femeninas: estaban llenas de agua helada de un arroyo cercano.
Los hombres se precipitaron hacia las muchachas y ellas bajaron los recipientes para llenar los altos vasos que había junto a los jardines, y cada hombre apuró rápidamente el suyo para que se lo rellenaran el mayor número de veces antes de que el líquido se acabara. Tardé en unirme al grupo y me sirvió la última, una chica que no había visto antes, más o menos de mi edad, quizá algo mayor. La miré mientras me llenaba el vaso y me desconcertó descubrir que mi seco paladar podía secarse aún más. Sostuve el vaso, pero no probé el agua.
—Bebe —me indicó con una sonrisa, y sus dientes blancos, que destacaban en su rostro moreno, me deslumbraron unos instantes.
Obedecí, como habría hecho de haberme ordenado que cogiera el cuchillo del cinturón del señor Heywood y me cortara el cuello de oreja a oreja. Me bebí el agua de un tirón, sentí que descendía por mis entrañas refrescándome de forma deliciosa, y le pedí que me sirviera más, lo que hizo sin perder la sonrisa. Sólo que esa vez, al servirme con la cabeza gacha, alzó la vista para mirarme a los ojos.