Entretanto, el capitán estaba creando una suerte de balanza a partir de dos mitades vacías de nuez del cacao y un par de balas de pistola a modo de pesos, y anunció que a partir de entonces y hasta que llegásemos al siguiente destino —las Nuevas Hébridas— las raciones se dividirían de forma igualitaria mediante aquel artilugio. Hubo grandes quejas, pues nuestros estómagos tenían ya la sensación de que nunca volverían a alimentarlos por culpa de aquellas escasas raciones que nos ofrecía tres veces al día, pero nada que pudiésemos decir o hacer cambiaba la situación y el capitán se negó a atender razones.
Fue una jornada sombría, por lo que recuerdo. Deprimente. Una jornada en que el desánimo hizo presa en mí, un desánimo tremendo.
Hambre. Hambre. Hambre. Hambre.
Y sed.
Si a la palabra hambre pudiera habérsele dado vueltas y más vueltas hasta convertirla en un ser humano vivito y coleante, sin duda habría sido un muchacho inglés, de algo más de un metro sesenta, alborotado cabello oscuro, con un diente roto y que respondía al nombre de John Jacob Turnstile. Desperté ese día con un dolor en el vientre que no recordaba haber soportado en toda mi vida, la clase de dolor que te hace doblarte en dos y aullar de sufrimiento.
Al levantarme de mi sitio en el fondo del cascarón tras unas horas de sueño inquieto, con los pies en la cara de Thomas Hall y padeciendo la humillación de tener los de John Hallett en la mía, me sentí como si mi cuerpo entero protestara por el trauma que le estaba causando. Me dolían los brazos y las piernas tanto como la cabeza, pero por Dios santo que lo peor de todo era la barriga. Arrastrando mi pobre cuerpo hasta la borda, cogí un arpón corto y contemplé las aguas en busca de algún pez. Si lograba ensartar uno, me dije, podría ponerlo a buen recaudo bajo mi camisa —que en realidad no era más que una fina capa de tela desgarrada y harapienta— y masticarlo crudo siempre que me apeteciera. Sería mezquino no compartirlo con los demás, por supuesto, y sin duda causaría un escándalo si llegara a descubrirse, pero, dadas las circunstancias, cada uno dependía de sí mismo y juré que si pescaba algo no tardaría en encontrar el camino a mi panza.
Las aguas en aquella zona eran de un azul curioso, con un tono que se aproximaba al verde en el fondo y una pincelada de negrura apareciendo de tanto en tanto para añadir un color más. Las observé extasiado, como el señor Fryer cuando lo había descubierto perdido en sus ensoñaciones y contemplando el mar. Descubrí que veía mi propio reflejo en el agua y metí una mano para quebrarlo. Al cabo de un instante mis ojos, boca, nariz y orejas se habían diseminado en un calidoscopio de Turnstile que se dirigió hacia los cuatro puntos cardinales, hasta que la distancia entre unos y otros fue demasiada; el agua se aquietó y las partes de mi semblante volvieron a ensamblarse ante mis ojos. Me hizo sonreír y exhalar un suspiro.
Un instante después di un respingo. Abrí mucho los ojos y me pregunté quién sería ese que me miraba. ¿Era John Jacob Turnstile, antaño del establecimiento del señor Lewis? ¿De Portsmouth? ¿Un inglés? Me pareció que no. Pues ¿no tenía una mandíbula demasiado marcada y enérgica para un muchacho de quince años, no estaban sus mejillas demasiado hundidas? ¿No había acaso una sombra de barba y bigote en su cara? Me llevé una mano al rostro para palpar el diminuto bigote y sentí un momentáneo orgullo por mi virilidad. Durante unos segundos cruciales se me antojó maravilloso estar vivo. Me pregunté si alguien me reconocería en Portsmouth, si ocurriera lo improbable y los dieciocho lográbamos regresar a la tierra del rey, y me pasó por la cabeza que quizá podría empezar de nuevo, sí, incluso en mi propia ciudad natal, y nadie sabría qué empleo habría ejercido con anterioridad, ya fuera durante el día o la noche. Pero esos pensamientos sólo podían durar un segundo, como mis facciones diseminadas en el agua, antes de que reapareciera la verdad.
Parpadeé y oí actividad detrás de mí; otros que despertaban. Hombres que se incorporaban vacilantes, ansiosos por estirar los brazos hacia el cielo, levantar un pie de la cubierta y agitarlo, procurando mantener el equilibrio, para que la sangre fluyera de nuevo. Voces que llamaban al capitán para preguntarle cuándo se interrumpiría nuestro ayuno y recibían una respuesta que no era precisamente del agrado de todos.
Pero no me di la vuelta. Continué mirando fijamente el agua. Y entonces lo vi. Un pez alargado, rojo. ¿O verde oscuro? No importaba. Era un pez. Contenía carne. Cogí el arpón corto y lo sostuve sobre la borda, y justo en ese momento el dolor de tripa me atacó cual patada en las partes y no pude hacer otra cosa que chillar de agonía, y cuando volví a abrir los ojos el arpón ya no estaba, uno de los dos que teníamos. Lo había dejado caer. Se había hundido en el océano. Proferí un jadeo de horror y esperé a que una mano en las posaderas me empujara por la borda, pero no noté nada. Nadie lo había visto.
Me volví con cautela, ansiando que mi rostro no revelara el terror que sentía, pero ninguno de mis compañeros me miraba. El capitán se volvió entonces y advirtió mi expresión.
—Turnstile —dijo—. ¿Te encuentras bien? Se te ve muy ansioso.
—Estoy bien, señor.
Decidí guardar el secreto. No tardarían en advertir la ausencia del arpón, pero no diría nada, o de lo contrario mi vida valdría menos que lo que había perdido.
Los pasajeros del cascarón formaban un grupo bien raro de conversadores, sin duda. Durante mi turno de remo traté de charlar un poco con William Peckover, el artillero, y lo único que obtuvieron mis esfuerzos fue nada de nada. Remábamos uno junto al otro, y como él era un hombre mucho más corpulento que yo —más alto, robusto y mucho más grueso, interpreten eso como quieran— su hombro no dejaba de golpear el mío a cada estrepada. Me producía mi buena dosis de irritación, pero había habido varios arranques de genio a bordo del cascarón esa mañana, de modo que me pareció más prudente tratar de charlar un rato.
—He oído decir que había navegado usted antes con el señor Bligh —comenté, y al oír mis palabras se mostró tan irascible que cualquiera habría dicho que él era el rey de Inglaterra y yo acababa de abandonar su presencia enseñando el trasero.
—Conque eso has oído, ¿eh, Tunante? ¿Y qué pasa si lo hice? ¿Acaso es asunto tuyo?
—No, no es asunto mío, amigo —me apresuré a contestar—. Sólo lo menciono por decir algo.
Me miró un poco más y luego volvió a concentrarse en el remo.
—Sí —dijo al cabo de mucho rato, cuando yo ya había olvidado mi pregunta y estaba enfrascado en el recuerdo de una tarde nada cristiana pero muy placentera con Kaikala en nuestra laguna, un recuerdo que en cualquier otra ocasión me habría enardecido pero que en ese momento, con lo agotado que estaba mi cuerpo y lo vacía que sentía la tripa, no lo consiguió—. Sí, es cierto. Navegué con él en el
Endeavour
cuando era maestre y estábamos al mando del capitán Cook.
—¿Era muy distinto entonces? —quise saber, pues me resultaba difícil imaginar al capitán en el puesto del señor Fryer, no dando órdenes sino acatándolas y cumpliéndolas.
—Más o menos. Era más joven, eso sí —respondió. Exhalé un suspiro, sin saber si se mostraba evasivo a propósito o le parecía una respuesta razonable—. Una cosa sí te diré —añadió al cabo de un momento—. El capitán Cook jamás habría permitido que ocurriera esto.
—¿El qué?
—Esto, Tunante. ¡Esto! Que nuestra tripulación esté aquí en medio de la nada, navegando hacia Dios sabe dónde, sin saber si viviremos o moriremos. Jamás habría permitido que las cosas llegaran a este extremo.
—Pero lo pillaron por sorpresa —protesté, pues aunque las circunstancias habían cambiado, aún me sentía obligado a defenderlo—. No tenía ni idea de los planes del señor Christian.
—¿No la tenía? —repuso Peckover—. Entonces sugiero que debería haber tenido los ojos y las orejas bien abiertos cuando estábamos en Otaheite, pues más de un hombre conocía la conspiración, y había otros no muy lejos de nosotros que se debatían entre las dos posibilidades: la fornicación y el deber.
Miré alrededor y me pregunté quién sería el perro perezoso que había considerado oponerse al capitán, pero se me ocurrió que yo mismo había tenido momentos de duda al respecto.
—¿Lo sabía usted? —pregunté en voz baja—. ¿Sabía que iba a producirse el motín?
—Sabía que existía la posibilidad —admitió él encogiéndose de hombros—. Sabía que el señor Christian nunca aceptaría abandonar la isla y sabía que algunos decían que lo seguirían en cualquier circunstancia.
—¿Y usted? ¿Nunca pensó en seguirlo?
—No, yo no —contestó negando con la cabeza—. Soy un defensor del rey, lo he sido siempre, desde el día que nací. Nada me habría gustado más que seguir retozando con las damas de Otaheite, pero jamás podría haber permanecido allí y añadir mi nombre a la lista de amotinados. Habría supuesto la deshonra de mi familia. Me pregunto por qué te uniste tú a nosotros, Tunante. Me pregunto por qué no decidiste disfrutar de las libertades que se te ofrecían.
—No tengo muchos motivos para volver a casa, desde luego —concedí—. Pero el capitán siempre se portó bien conmigo. Me cuidó aquellos primeros días en que estuve enfermo. Me hizo digno de su confianza durante el viaje. Me enseñó cosas.
—Sí, algunos sentían celos de que fuera así —comentó, riendo.
—¿De veras?
—¡Por supuesto! ¿Crees que a los oficiales más jóvenes les gustaba la forma en que ibas y venías de su camarote a cualquier hora del día o la noche? ¿Crees que les parecía bien que se te permitiera estar allí, limpiando o recogiendo, mientras se discutían los asuntos del barco? Tanto Christian como Heywood hablaron de ello con el capitán. Dijeron que estaban preocupados.
—¿Preocupados por mí? —pregunté, y me ardió la sangre—. ¡Los muy perros! ¡Pero si nunca les di motivos!
—Y luego estaba la lista —añadió, sonriendo como si disfrutara de saber más que yo.
—¿La lista? ¿De qué lista habla?
—De la lista que se encontró. La que citaba a aquellos hombres que podrían haber formado parte de una conspiración. El nombre del señor Christian figuraba en ella. Sí, y el del señor Heywood.
—Sí, la recuerdo —dije, pensando en la noche que había yacido en mi litera fingiendo dormir, mientras los señores Fryer y Bligh discutían sobre esa lista recién encontrada y sobre si debían exponer los nombres incluidos en ella—. El capitán no sabía muy bien qué hacer al respecto.
—Ya. Pero había un nombre más en aquella lista, joven Tunante. El de alguien que quizá te habría sorprendido ver allí. O quizá no.
Fruncí el ceño. No conseguía imaginar de quién se trataba, que no fueran los amotinados en sí.
—¿Quién? —quise saber—. ¿Quién era?
—¿De verdad no lo sabes? —preguntó volviéndose un poco hacia mí y dirigiéndome una mirada socarrona, como si quisiera dilucidar si le estaba diciendo la verdad.
—Por supuesto que no —aseguré—. Nunca llegué a ver la lista. ¿A qué nombre se refiere? ¿Al de otro oficial? ¿Thomas Burkett? Ése siempre fue mal tipo. ¿Edward Young? Nunca dijo nada bueno del capitán.
—No, ninguno de ellos, aunque sus nombres bien podían haber aparecido. Pero no son ellos. No, el nombre en cuestión es el de alguien mucho más cercano al capitán.
Lo consideré. Sólo había uno que parecía posible, aunque se me antojaba muy improbable.
—No sería el señor Fryer… —aventuré.
—No, no era Fryer —replicó riendo—. El nombre era Turnstile. John Jacob Turnstile.
Transcurrieron dos días antes de que se descubriera el arpón desaparecido, si es que puede descubrirse algo que ya no está, claro. El señor Elphinstone —al que le había dado por murmurar en sueños, llamando una y otra vez a una tal Betsey, un hecho desconcertante considerando que era el nombre de la esposa del capitán— estaba organizando los turnos de remeros de esa singladura cuando Lawrence LeBogue advirtió un banco de peces que pasaba junto al cascarón.
—Mire, señor —dijo señalando el agua, y la mitad de la tripulación se asomó por la borda, casi haciéndonos volcar—. Podríamos intentar pescar alguno.
—Los arpones —dijo el señor Elphinstone mirando alrededor en su busca, pues hacía varios días que no veíamos peces y no había habido necesidad de utilizarlos. George Simpson sacó uno de debajo de su asiento y los demás buscaron el otro—. Venga, hombres. Tiene que estar en algún sitio.
—¿Qué ocurre? —intervino el capitán, que había estado durmiendo y se incorporó con el revuelo que estábamos armando—. ¿Qué pasa aquí, señor Elphinstone?
—Los arpones, señor —repuso el oficial—. Sólo encontramos uno.
—Pero tenemos dos.
—Sí, señor.
El señor Bligh exhaló un suspiro y negó con la cabeza como si el episodio no fuese digno de consideración.
—Bueno, no podemos habérnoslo dejado por ahí, ¿no? Que todos los hombres miren debajo de sí; tiene que estar en algún sitio.
Todo el mundo miró, yo incluido. Sentí los latidos de mi corazón a medida que la búsqueda proseguía. Se me ocurrió que debería haber admitido mi crimen de inmediato. Me habría acarreado problemas, por descontado, pero al menos habría hecho gala de honestidad. Mi temor había sido que los hombres me arrojaran por la borda, lo que habría supuesto el fin de mis aventuras.
—Señor, no aparece por ningún lado —anunció Elphinstone al fin, sentándose y sacudiendo la cabeza. Por un instante me pareció que estaba a punto de echarse a llorar de puro disgusto.
—¿Que no está? —exclamó el capitán—. Entonces alguien debe de haberlo dejado caer por la borda, ¿no?
—Sí, señor.
—Bueno, ¿quién ha sido? —preguntó, poniéndose en pie y mirando alrededor—. William Purcell, ¿perdió usted la lanza?
—Pongo a Dios por testigo de que yo no fui —replicó el carpintero, y pareció mortalmente ofendido por que se sugiriera siquiera.
—Y usted, John Hallett, ¿lo perdió usted?
—No, señor. Ni siquiera lo he tenido nunca en las manos.
Se oyó una vocecita procedente de la popa:
—Fui yo, señor. —Antes de darme cuenta, me había puesto en pie y admitido la pérdida. El hecho me pilló por sorpresa incluso a mí, pero sabía que el capitán habría seguido interrogando uno por uno a todos los tripulantes, y tenía las mismas posibilidades de mentirle o de ocultar que mentía que de besar a un mono—. Yo perdí el arpón corto.