Motín en la Bounty (51 page)

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Authors: John Boyne

Tags: #Aventuras, histórico

BOOK: Motín en la Bounty
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El chillido de sorpresa del ave coincidió con nuestros roncos vítores y el aletear de los alcatraces en lo alto, que se alejaron de inmediato, y juro que no recordaba haberme sentido nunca tan loco de alegría.

—¡Tres hurras por Fryer! —exclamó el señor Elphinstone, y en nuestro deleite le seguimos la corriente.

Dio gusto ver la expresión de alegría y alivio en la cara del maestre. No recordaba haberlo visto nunca tan satisfecho de sí mismo. Se volvió hacia el capitán y le ofreció el ave muerta, y el señor Bligh le dio una franca palmada en la espalda.

—Bien hecho, señor Fryer —lo felicitó, tratando de contener su entusiasmo—. Creo que es el tiro más limpio que he visto en mi vida.

Observamos que el capitán arrancaba el arpón del pájaro y empezaba a desplumarlo. No pensamos ni por un momento que fuera a repartirlo en dieciocho raciones; bien al contrario, sabíamos que dividiría la carne en porciones pequeñas que habrían de durarnos cuatro o cinco días, pero de todas formas suponía un bienvenido cambio con respecto a los mendrugos de pan a que nos tenía acostumbrados, una buena porción de los cuales acababa de digerir nuestra víctima.

El señor Bligh sostuvo el ave desplumada sobre la borda y cogió el cuchillo para destriparla, y al hacerlo, cuando la hoja atravesó la carne para dividir el cuerpo en dos por el centro, los que estábamos cerca soltamos gritos de asco. En lugar de saludable carne blanca, la sangre roja y los órganos que esperábamos ver, brotó una sustancia negra como la brea. El capitán titubeó, esbozando una mueca, antes de seguir cortando, y al cabo de unos instantes, para nuestra consternación, soltó el cuerpo para dejarlo caer al mar con un grito.

—¡Capitán! —exclamé horrorizado.

—Estaba enfermo —replicó él, y juro que de haber tenido comida en el estómago la habría vomitado también por la borda—. No había nada que comer ahí. Un solo bocado nos habría matado a todos.

—Es un presagio —intervino William Peckover, que se había puesto en pie, profundamente impresionado—. El pájaro negro y enfermo dice que todos vamos a morir.

—¡Siéntese, señor Peckover! —espetó el capitán.

Peckover abrió la boca para repetir su afirmación, pero se lo pensó mejor, volvió a sentarse y sacudió la cabeza. Nadie habló, los remeros continuaron con lo suyo, el cascarón siguió avanzando, la lluvia empezó a caer y todos nos preguntamos si ese alcatraz concreto se había posado sólo por mala suerte o si el señor Peckover tenía razón con su comentario.

Día 23: 20 de mayo

Por orden del capitán, el cirujano Ledward —que por fortuna parecía de los más sanos de la tripulación— pasó gran parte de la tarde examinando por turno a los hombres para evaluar el estado de cada uno. No estaba lo bastante cerca para oír la conversación que mantuvieron él y el capitán al acabar, pero sí hubo muchas expresiones de preocupación y susurros por lo bajo, y después de su entrevista el capitán anunció que ya no remaríamos dos horas cada vez, sino sólo una. Eso tuvo el efecto de reducir los períodos de descanso, pero al menos no acabábamos los turnos medio muertos.

Cuando miraba a mis compañeros, era obvio que estábamos en condiciones lamentables. Casi todos nos encontrábamos débiles, olíamos fatal y nos caían escamas de piel de la cabeza, quemada por el sol. Algunos —John Hallett y Peter Linkletter entre ellos— habían sido relevados de la tarea de remar durante veinticuatro horas, dado su estado. A mí mismo me habían perdonado dos turnos un par de días antes, pero en ese intervalo me había recobrado misteriosamente.

—Capitán, ¿qué nos depara el destino? —pregunté en cierto momento, confiando en que me consolara.

—La supervivencia y una larga vida, joven Turnstile —me contestó sonriendo a medias—. La supervivencia y una larga vida.

Día 24: 21 de mayo

El peor día hasta entonces. Empezó a llover temprano y continuó todo el día, tremendas cortinas de agua que nos caían encima con tanta fuerza que apenas nos veíamos las manos. La cuestión no era ya poner el bote rumbo a Nueva Holanda, adonde el capitán insistía en que nos dirigíamos; en lugar de ello, nos limitábamos a aplicar todos nuestros esfuerzos a evitar hundirnos. Hasta los hombres que se habían derrumbado los últimos días presas del delirio encontraban la forma de ponerse en pie y achicar agua con las manos desnudas, pues corríamos inminente peligro de zozobrar. Jamás un proyecto se me antojó más insensato que aquél. Los vendavales seguían trayendo lluvia de todas partes para echárnosla encima, y sin embargo seguíamos bajando las manos, con los dedos entrelazados para formar algo que pudiese contener un poco de agua, a fin de echarla por la borda, donde el viento la recogía en pleno vuelo para mandarla de vuelta a nuestros ojos y boca. Era un juego terrible, sólo eso. Una lucha entre el hombre y la naturaleza, en la que tratábamos de salvarnos de la aniquilación. En un momento dado caí hacia atrás, empujado por la fuerza del huracán, y fui a chocar contra la borda; estábamos tan desequilibrados en ese instante que me pareció que sólo tenía que echar un poco atrás la cabeza para sumergirme en las aguas del Pacífico, y durante una fracción de segundo eso hice. Debajo del agua todo era silencio; abrí los ojos, imaginando qué fácil sería dejar que mi cuerpo cayera hacia atrás, sin forcejear, limitándome a flotar, para entonces hundirme y morir. Había absoluta calma bajo las olas y palabra que me pareció nefastamente atractivo.

Una mano se tendió para sacarme de mi locura, ponerme en pie y dejarme en cubierta otra vez, donde al instante empecé otra vez a achicar agua. No supe quién me había rescatado, pues no había manera de identificar a nadie o reconocer sus voces, pero quienquiera que fuese pensó que me había derrumbado del todo y estaba a punto de ahogarme. Me había salvado, aunque yo aún no había llegado a ese extremo. Un par de instantes más de paz, eso era cuanto necesitaba, y entonces me habría recuperado.

Mis manos se movían como si fueran independientes de mi cuerpo, y por el zarandeo del bote supe que otros estaban haciendo lo mismo. Un hombre tropezó conmigo, haciéndome perder el equilibrio, y caí hacia delante para chocar contra otro, como si fuésemos un juego de bolos en el jardín de un caballero. No había tiempo para reproches: no teníamos más remedio que continuar con la tarea. Dieciocho hombres en siete metros de madera, cola y clavos, luchando por su vida. ¿Para eso había dejado Portsmouth? ¿Para eso había abandonado la
Bounty
y la isla de Otaheite?

Me eché hacia atrás una vez más y una ola me golpeó en la cara con tanta fuerza que pareció arrancarme la piel de las mejillas y los ojos. Solté un alarido, un grito de autocompasión y horror formado con los muchos gritos que llevaban años recluidos en lo más profundo de mi alma. Chillé más alto, con la boca tan abierta como pude, y aun así no oí una sola nota de mi grito, tan intensos eran el vendaval y la tempestad que nos arrojaban de una ola a la siguiente, por encima del agua, por debajo de ella, arrastrados por el mar embravecido. ¿Por qué nos había abandonado el Señor?, me pregunté. Me habría echado a llorar de frustración ante tan lamentable giro de los acontecimientos de haber quedado algo en mi cuerpo para semejante esfuerzo. Pero no era así. De modo que hice lo único que podía hacer en aquellas circunstancias.

Achiqué agua.

Y achiqué más agua.

Y achiqué más agua todavía.

Y recé por que, de algún modo, lograra sobrevivir una noche más.

Día 25: 22 de mayo

Sobreviví a esa noche. Todos sobrevivimos a ella. Pero a un precio tremendo, pues ahora sólo quedábamos unos cuantos en condiciones de remar.

—Tengo la sensación de que no podemos estar lejos de Nueva Guinea —dijo el capitán, a quien se veía tan demacrado como a los demás y cuya barba, advertí, era mucho más cana que su cabello. Estábamos sentados juntos observando el horizonte y acababa de escribir sus notas cotidianas en el pequeño cuaderno que el señor Christian, maldita fuera su estampa, le había permitido llevarse consigo.

—¿Sabe en quién estaba pensando esta mañana, señor? —dije.

—No, Turnstile —contestó con un suspiro—. ¿En quién? ¿En algún amigo de Inglaterra? ¿En uno de los hermanos de los que me has hablado?

—No, no —repuse negando con la cabeza—. Estaba pensando en aquel chico, Smith. John Smith, creo que se llamaba.

El capitán me miró enarcando una ceja.

—John Smith —repitió despacio—. Me suena mucho, pero al ser un nombre tan corriente… ¿Era…?

—Era el chico que ocupaba mi puesto antes que yo —expliqué.

—Qué curioso: aquí todo el mundo se cree con derecho a interrumpirme —repuso—. En el bote, me refiero. En la
Bounty
, nadie se habría atrevido.

—No, señor, pero en cambio se amotinaron —contesté. Fue un comentario burlón, sin intención de insultarlo, que seis meses antes me habría granjeado unos latigazos, pero el capitán se limitó a negar con la cabeza y apartar la mirada.

—Supongo que tienes razón —admitió con tristeza.

—John Smith era su criado —expliqué—. Debía zarpar en la
Bounty
en mi lugar. Pero se rompió las piernas en un accidente.

—Oh, ahora me acuerdo de él —asintió—. Navegó conmigo un año antes. Un chico nefasto, la verdad. Apestaba como el demonio. No importaba cuántas veces lo mandara a lavarse, volvía desprendiendo un hedor que habría resucitado a un muerto. Pero no fue un accidente, Turnstile. Creo que se cayó de la pasarela como consecuencia de un altercado con el señor Hallett.

—Bueno, pues quien ríe último, ríe mejor, supongo. —Sonreí ante la ironía—. Pues aquí estamos, usted, yo y el señor Hallett, todos a bordo de este maldito cascarón, mientras que él probablemente estará en Spithead tan campante, bebiendo un vaso de ron y zampándose una buena comida en el cálido ambiente de una taberna.

—Tuviste mala fortuna, entonces —admitió—. Confío en que el resto del viaje, antes de… esta desagradable situación, quiero decir, mereciera la pena.

—Sí, señor —repuse, sonriendo ante su uso de las palabras «desagradable situación» para describir nuestra desventura—. Para mi sorpresa, así es.

Permanecimos en silencio un rato más antes de que el aburrimiento lo impulsara a decirme:

—Bueno, ¿y cómo llegaste a formar parte de la tripulación, Turnstile? Creo que no me lo has contado.

—La pura verdad —empecé, sin avergonzarme de los hechos en sí— es que me apresaron los guardias por robarle un reloj a un francés, y ese mismo caballero intercedió ante el juez para que embarcara en la
Bounty
en lugar de enfrentarme a un año de prisión.

—¿Un francés?

—Un tal señor Zéla.

—Ah, Matthieu —repuso el capitán asintiendo con la cabeza—. Sí, no hace mucho que lo conozco, pero ha resultado un tipo estupendo. Sir Joseph Banks lo tiene en gran estima.

—¿Es el que financió nuestra misión?

—Sí, Turnstile, el mismo.

—Lo gracioso es que, de haberme dejado en paz el señor Zéla, a estas alturas ya habría salido de prisión. Ha resultado que mi sentencia era más corta que la que he soportado aquí.

—Aseguro que no lo hizo con mala intención. Me atrevo a decir que tanto el señor Zéla como sir Joseph quedarán consternados cuando se enteren de lo que nos ha ocurrido.

—Pero ¿cómo van a enterarse, señor? —pregunté, confuso—. Supongo que los amotinados jamás podrán volver a Inglaterra.

—Somos nosotros quienes regresaremos a Inglaterra, Turnstile —afirmó él con absoluta confianza—. Y se lo contaremos.

—¿Qué ocurrirá entonces, señor?

—Quién sabe. —Se encogió de hombros—. Diría que los almirantes enviarán un barco a localizar al señor Christian y sus seguidores. Estoy deseando estar al mando de él.

—¿Usted, señor?

—Sí, yo, claro. ¿No lo imaginabas?

—Creo que haría bien en no volver a aventurarse en esta parte del mundo tan dejada de la mano de Dios, capitán. Sé que yo nunca lo haré.

—Por supuesto que lo harás, Turnstile.

—Desde luego que no, señor —repliqué—. No es que pretenda contradecirlo, capitán, pero no tengo la menor intención de volver a mirar siquiera el agua tras mi regreso a Portsmouth, si es que lo conseguimos, no digamos ya volver aquí. Me resistiré hasta a tomar un baño.

Él sacudió la cabeza.

—Bueno, ya veremos —concluyó.

Día 26: 23 de mayo

Para entonces daba la sensación de que las jornadas en que el clima no nos atormentaba fuesen seguidas por otras en que sí lo hacía, y una vez más nos veíamos sometidos a los zarandeos del océano, al tiempo que nos aferrábamos a la borda para mantenernos a salvo y confiábamos en que no fuera ése nuestro último día. Más tarde, exhausto y hambriento, encontré una zona despejada cerca de la proa, donde apoyé la cabeza y cerré los ojos, desesperado por dormir y olvidarme momentáneamente de todo aquello. El capitán y el señor Fryer mantenían una conversación, y oí parte de ella.

—Una semana —dijo el capitán—. Dos como mucho.

—¿Dos semanas? —se alarmó en susurros el oficial—. Capitán, a algunos hombres no les queda más de un par de días de vida, se lo garantizo. ¿Cómo vamos a sobrevivir dos semanas?

—Sobreviviremos porque no tenemos opción —contestó él con expresión resignada—. No hay nada que usted o yo podamos hacer para alterar ese hecho.

El señor Fryer exhaló un suspiro y luego inspiró por la nariz. El capitán tenía razón. Estábamos en aquello todos juntos y no era que con aquel viaje él ganase algo que nosotros perdiéramos.

—Quizá deberíamos cambiar el rumbo —propuso por fin—. Se diría que vamos a la deriva.

—No vamos a la deriva —se apresuró a replicar el capitán, y advertí la nota de irritación en su voz que durante tanto tiempo había teñido su relación con el maestre del barco—. Navegaremos hasta el norte de Nueva Holanda, cruzaremos el estrecho de Endeavour y llegaremos a Timor. Allí hay un asentamiento holandés. Nos alimentarán y cuidarán hasta que recobremos la salud, y luego nos mandarán a casa en uno de sus barcos.

—¿Lo sabe con certeza, señor?

—Es lo que haríamos nosotros si un bote de holandeses medio muertos apareciese en uno de nuestros asentamientos. No podemos sino confiar en su caridad cristiana. Alterar nuestro rumbo ahora, señor Fryer, sería desastroso.

—Ya lo sé —admitió el oficial con tristeza—. Es sólo que yo también estoy agotado de este constante batallar.

—Quiere volver a casa —añadió el capitán—. Es lo que todos deseamos. —Titubeó un instante antes de añadir—: ¿Volverá a hacerse a la mar a nuestro regreso?

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