Motín en la Bounty (24 page)

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Authors: John Boyne

Tags: #Aventuras, histórico

BOOK: Motín en la Bounty
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—Sí, sí —interrumpió, pues qué le importaban los sucesos de mi jornada—. Bien, té para el señor Christian y para mí, si haces el favor. Tenemos mucha sed.

—Sí, señor —respondí, y fui en busca de la tetera y las tazas.

—Veintidós —continuó diciéndole al señor Christian—. Una buena edad. Y, quién sabe, quizá cuando tenga usted la mía, treinta y tres si puede creerlo, será también capitán de un barco, ¿de un barco como la
Bounty
?

El señor Christian sonrió y yo salí del camarote estremeciéndome. ¿Un barco con él de capitán? Pues nos pasaríamos el día quitándonos pelusas del uniforme y peinándonos, y nunca llegaríamos a más de una milla de la costa. La idea era una farsa, pero aun así me proporcionó algo divertido que considerar mientras preparaba el té, quitándome así de la cabeza los recuerdos del establecimiento del señor Lewis, por no mencionar la perspectiva de las dispuestas damas de Otaheite. Dos pájaros de un tiro.

16

Nadie puede recorrer la vida sin tener una pizca de suerte de cuando en cuando, y que me aspen si mi pizca no llegó cuando arribamos a Bahía Falsa, una ensenada donde la
Bounty
fondeó tras rodear el cabo de Buena Esperanza, en el extremo sur de África. Durante semanas había esperado la oportunidad de desembarcar y escapar, y finalmente había llegado.

Había estado siguiendo nuestro avance a diario en las cartas del camarote del señor Bligh y sabía que habíamos recorrido a buen ritmo las aguas que nos llevaron de la tormentosa Sudamérica a la soleada Sudáfrica, y hubo mucho alivio y vítores entre los hombres cuando por fin avistamos tierra. Anclamos el barco mientras los señores Christian y Fryer —juntos— bajaban para comprobar si era un entorno amistoso y, a su vuelta, nos informaron que podíamos permanecer allí una semana a fin de reabastecernos y hacer las reparaciones necesarias para el resto del viaje hasta Australia y Otaheite. Trajeron también consigo una invitación del comandante Gordon, al mando del asentamiento holandés en Bahía Falsa, para que el capitán Bligh cenara con él. La noche elegida le preparé su mejor uniforme y me hallaba ocupado en examinar el terreno de la zona en las cartas en la pared cuando él entró a cambiarse.

—Turnstile, ¿qué te pasa, chico? —me preguntó rebosante de buen humor—. ¿No tienes nada mejor que hacer que andar cruzado de brazos? Anímate, sé buen chico. Hay un montón de trabajo que hacer en cubierta si no encuentras con qué ocupar tu tiempo aquí abajo.

—Sí, señor, lo siento, señor —respondí, aunque deseaba poder estudiar el mapa un poco más, pues estaba examinando la zona de la bahía en busca de posibles rutas de huida.

—¿Qué andabas mirando ahí, de todos modos?

—¿Dónde, señor?

—Estabas estudiando mis mapas —insistió el capitán, acercándose para observarlos con suspicacia—. ¿Por qué ibas a hacer algo así? Por fin empieza a interesarte la vida náutica, ¿es eso?

Sentí que me ruborizaba y pareció transcurrir un instante, una hora, una vida entera mientras intentaba hallar una respuesta. Al fin acudió a mí un recuerdo de cómo se había iniciado mi relato y lo solté sin importarme que sonara ridículo.

—China —dije—. Estaba buscando China.

—¿China? —repitió el capitán frunciendo el ceño, y me miró como si estuviera borracho y sólo dijera sandeces—. ¿Por qué diantre ibas a buscar China en un mapa de África?

—Es que no sé muy bien dónde está —aduje—. Resulta que he leído dos libros sobre China y han despertado mi interés.

—¿De veras? —preguntó, más dispuesto a creerme ahora, antes de volverse para examinar el traje recién sacado en busca de arrugas—. ¿Y de qué trataban esos libros tuyos?

—El primero narraba una aventura. Y una serie de tareas, seguidas por un matrimonio. El segundo… —Titubeé, recordando que el segundo era un libro subido de tono, con ilustraciones de naturaleza inmoral—. El segundo era más o menos igual. Otra aventura, más o menos.

—Ya veo. ¿Y de dónde sacaste esos libros, si puede saberse? No recuerdo que tengamos muchas lecturas de ocio a bordo.

—Me los dio el señor Lewis —contesté—. El hombre que se ocupaba de mí de pequeño.

—¿El señor Lewis? No recuerdo que lo hayas mencionado antes.

—No lo he hecho —admití—. Nunca me ha preguntado usted de dónde procedía antes de acabar aquí.

El capitán se volvió despacio y se quedó mirándome con los ojos entornados, preguntándose si me estaba mostrando insolente, diría yo, pero no era así. Me estaba limitando a declarar un hecho. Un silencio pendió en el aire entre ambos pero, finalmente, él exhaló un suspiro y se volvió de nuevo hacia su ropa.

—Puedes irte mientras me cambio —dijo—. Me espera lo que promete ser una velada deliciosa, y creo que me la he ganado.

Tal como resultó la cosa, debió de ser una velada más deliciosa aún de lo que imaginaba, pues no volví a verlo hasta el amanecer del día siguiente, cuando me propinó un puntapié que me hizo caer de la litera y me devolvió la conciencia sin pedir permiso siquiera, un destino al que cada vez estaba más acostumbrado.

—Vamos, muchacho —exclamó alegremente, y vayan ustedes a saber cómo se las apañaba para hacer gala de tanta jovialidad a una hora tan intempestiva—. Esta mañana desembarcaremos los dos.

—¿Desembarcar? —repetí abriendo mucho los ojos, pues ahí estaba mi oportunidad de largarme por fin de aquel condenado barco—. ¿Los dos?

—Sí, nosotros dos —espetó, repentinamente irritado (desde luego, tenía cambios de humor)—. Siempre he de repetirte las cosas, Turnstile, ¿por qué? Sir Robert va a llevarme a las montañas para enseñarme la excelente flora que adorna esta tierra y permitirá que me lleve algunos esquejes para sir Joseph en Londres.

Hice un gesto de asentimiento y recobré la compostura. El capitán ya se alejaba por el pasillo, de modo que sospeché que esa mañana me quedaría sin desayuno; de hecho, me costó alcanzarlo, tan entusiasmado estaba. (Hasta el día de hoy no estoy seguro de haber conocido a un hombre capaz de sobrevivir durmiendo tan poco como el capitán y seguir conservando la cordura). En cubierta, dio instrucciones al señor Christian, que me miró con cierta inquietud.

—Quizá debería acompañarlo yo, capitán —apuntó el muy adulador—. El señor Fryer o el señor Elphinstone pueden ocuparse del barco. ¿Por qué llevarse a Tunante? No es más que un criado.

—Y un criado muy bueno, además —repuso el capitán, dándome una palmada en la espalda como si fuese su propio hijo—. El señor Turnstile tendrá la tarea de recoger los esquejes para mí en una cesta. Pero le necesito a usted aquí, para controlar que los hombres sigan adelante con las reparaciones. No quiero permanecer en África más tiempo del necesario, pese a que supone, como puede ver, una distracción muy agradable durante un par de días. Ya hemos perdido bastante tiempo, de hecho.

—Muy bien, señor —contestó el señor Christian con un suspiro, y no me atreví a dirigirle la mirada petulante que pugnaba en mi interior, no fuera a pedirme cuentas por ello más adelante. Sabía que habría preferido quedarse un poco más, pues se había difundido ya en el barco el rumor sobre sus devaneos con una muchacha de allí. Yo lo tenía bien calado, desde luego.

Un carruaje nos esperaba al final de la pasarela y, unos minutos después, el capitán y yo recorríamos las calles polvorientas, dejando atrás la sombra del barco.

—Ha mencionado antes a sir Joseph, capitán —dije al cabo de un rato, dejando de observar los desconocidos alrededores para mirarlo con curiosidad.

—Sí, en efecto.

—Lo ha mencionado usted muchas veces en nuestro viaje, en realidad. ¿Puedo preguntarle quién es?

Se me quedó mirando y sonrió.

—Mi querido muchacho, ¿nunca has oído hablar de sir Joseph Banks?

—No, señor —contesté con un gesto de negación—. Excepto de sus labios, por supuesto.

El capitán pareció sorprendido ante mi inocencia.

—Vaya, pues creía que cualquier muchacho de tu edad había de conocer el nombre de sir Joseph y lo idolatraba. Es un gran hombre. Un gran hombre, realmente. Sin él, ninguno de nosotros estaría aquí.

Por un instante creí que lo comparaba con el mismísimo Señor, pero no fueron más que imaginaciones; no dije nada y me limité a mirarlo y aguardar una respuesta.

—Sir Joseph es el mejor botánico de Inglaterra —explicó al fin—. ¡Ja! ¿He dicho Inglaterra? Más bien del mundo entero. Un brillante coleccionista de plantas raras y exóticas. Un hombre de gusto y sensibilidad increíbles. Pertenece a numerosos consejos y comités, y asesora al señor Pitt sobre numerosas cuestiones de interés social y ecológico, como hiciera anteriormente para Portland, Shelburne y Rockingham antes que él. Es propietario de grandes invernaderos y recibe tantísima correspondencia de botánicos del mundo entero que se dice que dispone de una docena de secretarios para contestarles a todos. Y por encima de todo, fue suya la idea de que emprendiéramos esta misión.

Asentí, avergonzado por mi ignorancia.

—Ya veo —dije, inclinándome en el asiento—. Imagino que es un personaje famoso, entonces. Capitán, ¿puedo hacerle una pregunta más?

—Sí.

—Esta misión nuestra… ¿en qué consiste exactamente?

Él se me quedó mirando antes de soltar una carcajada y menear la cabeza con divertida incredulidad.

—Mi querido muchacho, ¿cuánto tiempo llevamos ya juntos en la
Bounty
? Cinco meses, ¿no es así? Has estado todos los días en mi camarote, o rondándolo, y has escuchado la conversación de los oficiales y de la tripulación, ¿y pretendes decirme que no sabes en qué consiste nuestra misión? ¿Es posible que seas tan ignorante, o acaso estás interpretando una farsa?

—Discúlpeme, señor —dije arrellanándome de nuevo, abochornado—. No pretendía que se avergonzara de mí.

—No, soy yo quien debería disculparse —me atajó—. En serio, Turnstile, no me estaba burlando de ti. Me refería a que es una cuestión que tiene que haberte pasado por la cabeza muchas veces desde que zarpamos y aun así no la has planteado hasta ahora.

—No me gusta hacer preguntas, señor —expliqué.

—Si no preguntas, nunca sabrás. Nuestra misión, mi querido muchacho, es de crucial importancia. Sabrás sin duda que Inglaterra tiene colonias de esclavos en las Indias Occidentales, ¿verdad?

No sabía nada al respecto, de modo que hice lo único que me pareció sensato en tales circunstancias, que fue asentir con la cabeza.

—Bueno —prosiguió—, pues los esclavos de allí, pese a su naturaleza salvaje, siguen siendo hombres y como tales es preciso alimentarlos. Pero el coste que su manutención supone a la Corona… Bueno, no sé las cifras exactas, pero el gasto es considerable. Hace algunos años, cuando el capitán Cook y yo estábamos a bordo del
Resolution
, llevamos a Inglaterra varias muestras de plantas y alimentos que descubrimos en las islas del Pacífico sur, y había entre ellas un artículo en particular que se conoce como el fruto del árbol del pan. Es extraordinario. Tiene forma de… es como la nuez del cacao, pero crece en el suelo. Es una fuente excelente de nutrientes y proteínas, y de producción barata además. Vamos a recoger todos los frutos del pan que podamos procurarnos y los transportaremos hasta las Indias Occidentales, donde serán replantados. Así crecerán más a partir de ellos y permitirán que la Corona se ahorre gastos considerables.

—Además de mantener a los hombres esclavizados —añadí.

—¿Cómo dices?

—Nuestra misión consiste en que resulte más barato que los hombres sigan siendo esclavos.

Se me quedó mirando y titubeó antes de responder.

—Eso que dices… Turnstile, no te sigo. ¿Crees que no deberíamos alimentar a los hombres?

—No me refiero a eso, señor —repliqué con un ademán de negativa. No era capaz de seguir mi línea de pensamiento; era demasiado educado y de una clase social demasiado alta para que le inspiraran algún respeto los derechos de los hombres—. Me alegro de saberlo por fin, eso es todo. Nuestro gran camarote no tardará en verse lleno de esos frutos del pan, imagino.

—En cuanto consigamos llegar allí y recogerlos, sí. Estamos embarcados en una aventura de gran mérito, Turnstile —reveló entonces blandiendo un dedo ante mí como si fuese un niño de pecho—. Algún día, cuando seas un hombre viejo, mirarás atrás y les contarás a tus nietos lo que has vivido. Quizá sus propios esclavos se alimentarán entonces del fruto del pan, y sentirás un enorme orgullo ante nuestros logros.

Asentí, pero no tuve la seguridad de que eso fuera a ocurrir. Seguimos nuestro trayecto en silencio durante un rato y miré por la ventanilla del carruaje, contento de poder posar la vista en otra cosa que no fuera en las interminables aguas azules del océano. Sin embargo, me decepcionó comprobar que el terreno era verde y montañoso, y parecía ofrecer bien pocos caminos o pueblos a los que poder escapar.

Nos detuvimos en el centro de una aldea y la presencia de nuestro carruaje, junto a la de otro de similar esplendor, pareció fuera de lugar, pero justo entonces emergió un hombre de una taberna, que se dirigió a nosotros con los brazos extendidos y una cordial sonrisa.

—William —exclamó con voz enérgica—. Cuánto me alegra que haya podido venir.

—Sir Robert —respondió el capitán al tiempo que se apeaba para estrecharle la mano—. No me lo habría perdido por nada del mundo. He traído conmigo a mi criado para llevar los esquejes, confío en que le parezca bien.

Sir Robert esbozó una mueca en tanto me miraba de arriba abajo, y por fin negó con la cabeza como si no me aprobara en absoluto.

—Si no le importa, William —dijo inclinándose hacia él—, mi propio criado nos acompañará para eso. Hay ciertos asuntos de Estado de naturaleza urgente que deseo discutir con usted, y sería inapropiado que lo hiciese delante de extraños. Diría que el chico es digno de confianza, pero…

—Por supuesto, por supuesto —contestó el capitán Bligh, quitándome las cestas de las manos para dejarlas de nuevo en el carruaje; otro tipo, mayor que yo y de aspecto mucho más serio, salió con unas cestas de la taberna y esperó a escasa distancia—. Turnstile, puedes regresar al barco.

Miré alrededor, decepcionado, pues había previsto una larga caminata y la oportunidad de ver el terreno y planear mi huida. Mi rostro debió de reflejarlo, porque sir Robert me miró y me dio una palmada en la espalda.

—El pobre chico lleva muchos meses en ese barco —comentó—. Tal vez podría esperar en la taberna, donde le servirán un almuerzo, y podrán así volver juntos más tarde.

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