—Te he asustado —me llegó su voz tranquila desde detrás del mueble, y movió la vela un poco para que lo viera mejor. Advertí que los retratos de la dama y el muchacho se encontraban ahora incluso más cerca de él y que estaba ocupado en escribir una carta; tenía ante sí un fajo de papeles y la pluma y el tintero a mano. Sospeché que había estado alternando la mirada entre las palabras en el papel y los rostros en los retratos. Añadió entonces, con una voz que sonó baja y apenada—: Discúlpame.
—No, señor, capitán, señor —repuse a toda prisa, negando con la cabeza mientras mi corazón recuperaba su ritmo normal—. Ha sido culpa mía. Debería haber sabido que iba a estar usted aquí. Sólo estaba limpiando el comedor, eso es todo.
—Y te lo agradezco —contestó, bajando la vista y volviendo a su escritura.
Lo observé unos instantes, fijándome bien. Era un hombre ni alto ni bajo, ni gordo ni flaco, demasiado agraciado para que lo llamaran feo y demasiado poco para considerarlo apuesto. En realidad era un tipo más bien insulso, pero su mirada revelaba inteligencia, como supongo les sucede a los caballeros después de haber adquirido una formación.
—Buenas noches, capitán —me despedí, dirigiéndome a la puerta.
—Turnstile —dijo él, y me volví en redondo, preguntándome si habría cometido algún error en mi servicio e iba a ser reprendido—. Acércate un poco, ¿quieres? —pidió. Avancé unos centímetros y él movió la vela otra vez, de forma que quedó en el borde del escritorio, entre ambos—. Más cerca —susurró entonces con voz cantarina, y volví a avanzar hasta que sólo nos separó un metro, más o menos. Me pregunté si abrigaría intenciones poco honorables, pero la verdad es que no lo consideraba en absoluto esa clase de hombre—. Enséñame las manos —ordenó. Las tendí hacia él y me mordí el labio, temiendo recibir unos golpes por algún delito desconocido. Las mantuve ante mí unos instantes mientras él dejaba la pluma y se inclinaba para cogerme una mano en cada una de las suyas, volvérmelas y examinarlas con cautela—. Bastante sucias —declaró alzando la vista hacia mí, decepcionado.
—He tomado un baño esta misma mañana —protesté, rápido como el que más—. Palabra que sí.
—Es posible que te hayas bañado, pero las manos… las uñas… —Asqueado, movió la cabeza en un gesto de negativa—. Debes cuidar tu aspecto mientras estés a bordo, muchacho. Todos los hombres deben hacerlo. La limpieza y la higiene son las claves para el éxito en un viaje por mar. Si todos conservamos la buena salud, podemos exigirnos mucho más. Entonces nuestro barco será un navío feliz y llegaremos a nuestro destino con rapidez y sin incidentes. ¿Y el resultado? Pues que regresaremos antes a casa y a nuestros seres queridos tras haber alcanzado nuestra misión, para mayor gloria del rey. ¿Me comprendes?
—Sí, señor —contesté asintiendo enérgicamente y dispuesto a lavarme las uñas cada pocas semanas si eso lo hacía feliz. Titubeé, preguntándome si osaría exponer lo que me rondaba la cabeza desde la conversación de antes en la cena, y dije al fin—: Capitán, ¿de verdad sirvió usted a las órdenes del capitán Cook? —Fui consciente de la insolencia de mi comentario, pero me importó bien poco; quería saberlo, eso era todo.
—En efecto, muchacho —respondió él con una leve sonrisa—. Era poco más que un jovenzuelo en aquellos tiempos. Tenía veintiún años cuando me uní al
Resolution
como maestre, la posición que ostenta aquí el señor Fryer, aunque él es mucho mayor que yo entonces. El capitán Cook decía de mí que era un prodigio. Sospecho que fue mi destreza a la hora de trazar cartas de navegación la que me facilitó el puesto, pero me dediqué a estudiarlas, muchacho, las estudié en serio. Estuve a sus órdenes muchos años y aprendí mi oficio observándolo. —Tendió una mano y tomó el retrato del airado caballero que reposaba en el escritorio y lo contempló unos instantes. Entonces caí en la cuenta de dónde había visto esa cara: por supuesto, era el capitán Cook. Me asombró no haberlo reconocido antes, pero lo cierto era que ninguno de los retratos del gran hombre que habían pasado por mis manos lo presentaba en semejante estado de furia. Me extrañó que el capitán hubiese elegido ése para conservarlo—. Estuve con él al final, ¿sabes? Cuando lo mataron… —empezó pero, idiota de mí, interrumpí el flujo de aquella historia.
—¿Cuando fue asesinado? —pregunté sin aliento y abriendo mucho los ojos—. ¿Estuvo usted allí? ¿Lo vio?
El capitán Bligh se me quedó mirando y frunció el entrecejo; captaba mi ansia de información, pero quizá desconfió de mis motivos e hizo bien en hacerlo, pues los salaces detalles de su muerte me fascinaban como a cualquier otro muchacho. Había oído versiones contradictorias de marineros a lo largo de los años, de los que estaban emplazados en Portsmouth y los que acudían a visitar el establecimiento del señor Lewis, pero diferían considerablemente unas de otras y su fuente era siempre un amigo o un hermano o un primo que había conocido a un tipo que había navegado con el capitán Cook hasta el final. Nunca había conocido a un hombre que estuviera allí, que hubiese visto los acontecimientos de aquella tarde aciaga con sus propios ojos. Al menos hasta entonces. Y que me aspen si no estaba dispuesto a conseguir que me lo contara.
—Vete a dormir, muchacho —dijo el capitán, volviéndose y despachándome—. Te espera un largo y ajetreado día de trabajo; tienes mucho tiempo que compensar después de tu enfermedad.
Asentí, decepcionado, y me maldije por haberlo interrumpido. Pero cuando ya me dirigía a la puerta para salir del oscuro camarote, algo atrajo mi mirada: en un estante había un paño blanco, la compresa fría que me había puesto en la frente durante mi enfermedad mi desconocido y gentil benefactor, el mismo que me había vaciado la maceta. Me quedé mirándolo y me volví hacia el capitán, que al ver adónde me habían llevado mis ojos frunció el entrecejo, como si hubiese preferido que no lo hubiera visto.
—Confío en que no haga falta volver a usar eso durante este viaje —dijo al fin.
—Capitán… —empecé, asombrado por mi descubrimiento, pues juro que durante aquellos terribles primeros días pensé que iba derecho a la tumba, pero él me volvió la espalda e hizo un ademán para despacharme.
—Vete a dormir, muchacho —repitió por toda respuesta.
Entonces hice algo que me propuse repetir indefectiblemente a partir de ese día, fuera cual fuese la duración de nuestro viaje, tanto en los buenos tiempos como en los malos: obedecí sus órdenes.
Aquellos primeros días a bordo de la
Bounty
transcurrieron sin incidentes. Aunque el tiempo se mostró inclemente durante la Navidad, amainó por fin y el barco siguió su rumbo hacia el extremo sur de Sudamérica con la intención de rodear el cabo de Hornos. Procuré hacer cuanto estaba en mi mano por brindar un buen servicio al capitán, cuya inicial actitud amistosa hacia mí después de mi restablecimiento pareció ir dando paso a la indiferencia a medida que transcurrían las semanas. Yo limpiaba su camarote, le servía el desayuno, el almuerzo, la comida y la cena, le preparaba la litera, le lavaba los calzones, confiando en todo momento en que me concediera el gusto de relatarme más historias sobre el capitán Cook, pero que me aspen si lo hizo alguna vez. El capitán pasaba la mayor parte de las horas de vigilia en la cubierta, donde los hombres apreciaban su guía y sus consejos, y cuando se quedaba en el camarote se dedicaba a llevar su diario y escribir cartas. Por mi parte, me propuse llegar a conocer a cuantos hombres de a bordo me fuera posible, pues tardé muy poco en hallarme abrumado por una feroz sensación de aislamiento y soledad, pero enseguida descubrí que no era tarea fácil. En general no parecían dispuestos a compartir siquiera un comentario o a entablar conversación con un individuo de tan bajo rango como yo, y me encontré pasando la mayor parte del tiempo bajo cubierta en un triángulo de oportunidades circunscrito entre la gran estancia donde se almacenaban los cajones y macetas, la cocina donde el señor Hall preparaba las comidas de la tripulación, y el camarote y el comedor del propio capitán, sin más compañía que la mía. Siendo ése el caso, veía mucho a los oficiales, puesto que compartían camarotes con literas cerca del final del pasillo que consideraba mi reino, con excepción del señor Fryer que, como maestre, habitaba un minúsculo camarote que le correspondía en exclusiva. Pero tampoco ellos se molestaban en entablar conversación conmigo.
Avanzamos a buen ritmo durante enero por aguas bastante calmas, pero una noche, sin previo aviso, las tempestades y los vendavales se desataron sobre nosotros con furia cada vez mayor, y en menos de una hora el barco se vio zarandeado por las olas cual muñeca de trapo, y toda la tripulación tuvo que subir a cubierta para ayudar a capear el temporal. Por suerte, mi estómago había aprendido a convivir con los movimientos de las mareas y ya no temía el colapso mortal, pero era tanta la violencia del clima y las condiciones a que nos enfrentábamos, que me encontré temiendo que nos levantara de las aguas y nos hiciera naufragar.
Cometí el error de salir a cubierta cuando la tempestad estaba en su peor momento, y en cuanto mi cabeza asomó en el tumulto, sentí toda la fuerza de la lluvia, el granizo y aguanieve al atacar mis agraciadas facciones con tanta violencia que creí que me harían sangrar. A mi alrededor, los hombres se afanaban de acá para allá, tirando de cabos y cambiando la dirección de las velas, gritándose unos a otros frases cortas y sucintas mientras cada uno se ocupaba de sus deberes, ninguno de los cuales tenía sentido alguno para mí en mi ignorancia de las costumbres marineras. Me di la vuelta para localizar de nuevo la escotilla por la que había salido, pero apenas pude abrir los ojos lo suficiente, y en ese momento me llegó un grito terrible de lo alto y levanté la vista justo a tiempo de observar a William McCoy —un MP, o marinero de primera, como había descubierto al fin que significaban esas letras— soltarse del juanete de proa, esa sección del barco inmediatamente por debajo del sobrejuanete de proa, y evitar por muy poco seguir deslizándose por la gavia proel y el trinquete mismo hasta la cubierta que se extendía bajo ellos, donde sin duda se habría partido la crisma como una sandía y desparramado los sesos; por fortuna para él, se las apañó para aferrarse de un estay justo a tiempo y mecerse como un convicto ajusticiado hasta que sus pies alcanzaron un cabo y pudo izarse de nuevo hasta ponerse a salvo. Pero sólo verlo hizo que me diera un espantoso vuelco el estómago.
Los días anteriores había llegado a familiarizarme con el diseño del barco estudiando el diagrama sujeto a la pared del camarote del capitán Bligh. La
Bounty
era una fragata de tres palos; el de proa y el mayor sostenían cuatro velas cada uno: un sobrejuanete, un juanete, una gavia y una vela mayor o trinquete. En la parte posterior del barco, el palo de mesana llevaba una única vela. En la anterior, dos velas una ante la otra: el foque y la gavia proel, y en la popa se izaba una cangreja, cuya misión era propulsarnos a través de las aguas y equilibrar el timón. Por supuesto, aún no había aprendido cómo se manipulaba cada una de ellas para gobernar el barco y guiarlo a través de aguas turbulentas como las que nos zarandeaban en ese momento, pero me hice la promesa de estudiar durante el viaje a fin de convertirme en un marinero más capaz de lo que se esperaba de mi ocupación de entonces.
—¡Turnstile! —me gritó el capitán Bligh, que volvió a su camarote en pleno huracán, con el uniforme tan mojado que me pregunté si no acabaría pillando la gripe.
(Un chico del establecimiento del señor Lewis la había contraído en cierta ocasión y, para que no nos infectara a los demás, lo habían echado a la calle sin contemplaciones. Era muy buen amigo mío, dormimos los dos juntos durante un año o más, pero nunca volví a verlo después de aquel incidente. He oído decir que había pasado por allí a tomarse la revancha, pero no tengo pruebas de ello). Al caminar, el capitán se iba apoyando con ambas manos en las paredes del pasillo para mantener el equilibrio, mientras la
Bounty
continuaba cabeceando y dando bandazos a derecha e izquierda con tanta fuerza que juro que sentía mi estómago separándose del resto de mi cuerpo con la intención de llevar una vida y una carrera independientes.
—¿Qué diantre andas haciendo?
—Capitán —respondí poniéndome en pie de un salto, pues me había tendido en el suelo en un rincón cerca de mi litera, donde los dedos de mis pies encontrasen asidero y pudiese apoyar las manos en las paredes—. ¿Qué está pasando? ¿Estamos perdidos?
—No seas zoquete, muchacho —espetó él, marchando hacia su camarote—. He conocido noches peores que ésta. Esto es calma, por el amor de Dios. Levántate y da muestras de un poco de valentía antes de que te ponga un vestido y empiece a llamarte Mary.
Volví a la vertical, pues no deseaba que el capitán me considerase un cobarde, y traté de seguirlo hasta su camarote, pero las sacudidas del barco y los gritos de consternación que llegaban de arriba me arredraron.
—Por los clavos de Cristo —exclamé aterrado, olvidando por un instante mi condición—. ¿Qué está ocurriendo ahí arriba? ¿Qué les pasa a los hombres?
—¿A los hombres? —preguntó él, volviéndose ceñudo—. A los hombres no les pasa nada, muchacho, y te agradecería que no tomases en vano el nombre del Señor en este camarote. ¿A qué viene esa pregunta?
—A esos gritos —contesté, y mi rostro expresó sin duda el más lamentable terror—. ¿No los oye? Quizá están cayendo por la borda y vamos a quedarnos sin brazos que gobiernen el barco. ¿No deberíamos ayudarlos? ¿O enviar al menos a alguien en su auxilio?
Al tiempo que hablaba, una gran cortina de agua golpeó la ventana del camarote con tanta fuerza que casi me dio un síncope; el capitán se limitó a mirarla como si fuese un fastidio, una mosca que pudiese apartar con un simple ademán.
—Eso que oyes no son gritos, pedazo de imbécil —espetó—. Dios santo, muchacho, ¿aún no has aprendido a reconocer el aullido del viento? Está barriendo las cubiertas, desafiándonos, retándonos a seguir adelante. ¡Ése es su grito de batalla! ¡Los bramidos son su fuerza! ¿Es que no sabes nada del mar? —Sacudió la cabeza y me miró como si yo fuera el más ignorante de los necios y él un mártir que tuviese que soportarme—. Como si los hombres de este barco, de mi barco nada menos, fueran a gritar de pánico. Llevan a cabo sus tareas. Como tú deberías hacer con las tuyas, muchacho, así que ve a ocuparte de tus obligaciones, antes de que te dé motivos para gritar. Necesito agua hirviendo para el té, ahora mismo.