Me encogí de hombros, cogí un cepillo del balde y me arrodillé en cubierta para empezar con el fregado infernal.
—No penséis que es por mi gusto —dije mirándolo a la cara—. Preferiría con mucho estar tendido en mi litera, contándome los dedos y rascándome las pelotas, que aquí arriba a cuatro patas con vosotros. Pero ese cerdo asqueroso del señor Heywood ha insistido. De modo que aquí estoy.
Quintal aguzó la mirada, sorprendido quizá por mi respuesta, pero entonces soltó una risotada y negó con la cabeza.
—Bueno, ésa sí que es una respuesta honesta —opinó, volviendo a su tarea, lo que dio pie a Sumner para ponerse también manos a la obra—. No hay muchos entre nosotros que no prefirieran disponer ahora de algo de tiempo libre, ¿no es así? —añadió volviéndose hacia la orilla, y seguí la dirección de sus ojos para descubrir a tres jóvenes muchachas que miraban la
Bounty
entre risitas al tiempo que señalaban a los hombres que trabajaban en las jarcias. Quintal dijo entonces, silbando entre dientes—: Oh, Dios, qué no daría yo por diez minutos a solas con una de ellas, o con dos o con tres.
—Les enseñarías lo que es bueno, me atrevo a decir, Matthew —intervino Sumner, y supe de inmediato quién mandaba en aquella relación—. Les enseñarías un par de cosas sobre un par de cosas, ¿eh?
—Pues sí, eso haría —convino Quintal tendiendo una mano hacia su entrepierna para darse un buen apretón donde más vale no mencionar—. Un mes es demasiado tiempo para que un hombre esté sin una mujer. ¿Qué dices tú, muchacho? —me preguntó con una desagradable sonrisa—. Eh —añadió—, ni siquiera sé tu nombre, ¿no?
—Turnstile —contesté—. John Jacob Turnstile. Encantado de conoceros, cómo no.
—Lo llaman Tunante —intervino el burro de Sumner con una risotada, revelando una dentadura incompleta y marrón que no me habría costado nada desmantelar de haber querido hacerlo.
—¿Quiénes? —quiso saber Quintal.
—Los oficiales —dijo el otro, tratando de burlarse de mí—. El señor Heywood, al menos.
Quintal frunció el entrecejo.
—El chico dice que su nombre es Turnstile —repuso—, de modo que es así como lo llamaremos —resolvió, y no pude evitar sonreírle a Sumner.
—¿Qué pasa aquí? —nos llegó una voz desde arriba, y no era otro que el señor Heywood que volvía a rondarnos—. Demasiada charla, marineros. Volved al trabajo o sabréis lo que es bueno.
Los tres lo hicimos y guardamos silencio durante unos minutos, hasta que el sucio perro se hubo largado, sin duda para toquetearse, y Quintal, que pese a haberme defendido ante Sumner seguía dándome pánico, sacudió la cabeza y arrojó el cepillo en el cubo, salpicándome la cara y obligándome a enjugarme la espuma de los ojos.
—Mirad eso —dijo, y me volví para ver a otros cuatro hombres (ahora sé sus nombres: Skinner, Valentine, McCoy y Burkett) que regresaban a la
Bounty
con cestas de fruta, las bocas manchadas de rojo de las fresas que habían comido por el camino, y uno de ellos, Burkett, caminando con cierto brío por el alcohol que debía de haber tomado—. Podría haber ido con ellos, de no haberme mandado trabajo manual el capitán. ¡Vaya tíos con suerte! —añadió, negando con la cabeza—. Y ese Heywood, el muy huevón, está también como loco por haber tenido que quedarse a bordo. Quería estar con su amiguito, ¿eh? Quería jugar con el señor Christian, ¿no?
—¿El señor Christian está en tierra? —pregunté, haciendo lo posible por eliminar una mancha de sangre que no mostraba indicios de rendirse.
—Tendría que haber ido el señor Fryer —intervino Sumner—. Por derecho, debería haber sido él quien presentara sus respetos al gobernador junto al capitán.
—El señor Fryer está en la cubierta inferior —mencioné, pues lo había visto en su camarote cuando Heywood me escoltó en mi tránsito del descanso bajo cubierta a los trabajos de arriba.
—Sí, y no está precisamente contento —comentó Quintal—. El capitán anunció que iba a bajar unas horas a tierra e invitó al señor Christian a acompañarlo. «Capitán», oí que le decía el señor Fryer, pues yo estaba a menos de seis pasos de él, «capitán, ¿no debería acompañarlo yo, como maestre del barco?». Bueno, pues él lo miró, y parecía a punto de cambiar de opinión, pero cuando advirtió mi presencia no habrá querido que lo viera mudando de parecer, supongo, porque le dijo al señor Fryer que lo dejaba al mando del barco y que el señor Christian lo acompañaría en su lugar. Bueno, podéis imaginaros que éste desembarcó en un santiamén, y dando brincos, y entonces el joven Heywood, que está tan enamorado del señor Christian como pueda estarlo un hombre de otro, vio su oportunidad de acompañarlos, pero le bajaron los humos de inmediato y le enseñaron dónde estaba su sitio. Por eso se muestra tan malhumorado esta mañana, diría yo.
Asentí con la cabeza. No pude evitar preguntarme por qué favorecía tanto el capitán al señor Christian; en más de una ocasión había observado semejante parcialidad bajo cubierta desde el inicio del viaje, y me parecía que el primer oficial animaba al señor Bligh a tenerle aversión al señor Fryer, una aversión que, a mis ojos, no era producto más que de una animosidad personal entre ambos oficiales. Por mi parte, no me había formado una gran opinión de ninguno de los dos, aparte de advertir que el segundo trabajaba con denuedo y conocía su oficio, y que el primero era el dandi del barco y llevaba más pomada en el cabello de la que a mi entender resultaba saludable. Pero el señor Christian sí tenía una cualidad que me confundía: era el único hombre a bordo que nunca apestaba. Si lo conseguía bañándose en exceso o trabajando demasiado poco, eso no lo sabía.
—¡
Bom dia
, muchachos! —nos llegó un grito de la orilla, y cuando los tres nos dimos la vuelta, vimos que las chicas de antes nos saludaban con ademanes y nos mandaban besos—. ¡Cogedlos! ¡Guardadlos en algún sitio calentito!
—Los guardaré donde podáis encontrarlos si os apetece —exclamó Quintal, y los tres nos echamos a reír como si fuera un chiste buenísimo, que en mi opinión no lo era—. Oh, sólo de verlas me duele lo que tengo bajo los pantalones, desde luego que sí —comentó entonces en voz más baja, y Sumner rió y yo noté que me ruborizaba, pues esa clase de confianzas nunca me había sentado muy bien.
—¿Qué te pasa, Turnstile? —me preguntó entonces al verme enrojecer—. No les tendrás miedo a las damas, ¿no?
—No, qué va —repliqué, rápido como el que más, pues la reputación lo es todo en un barco y a esas alturas sabía lo suficiente para defender la mía.
—Has conocido a unas cuantas, ¿no es así? —quiso saber, inclinándose y sacando la lengua para moverla de arriba abajo de forma tan repugnante que sentí náuseas—. Te has llevado al huerto a unas cuantas fulanas de Portsmouth, ¿verdad? Les habrás dado tus buenos lametones de arriba abajo, ¿eh?
—He conocido a las que me corresponden —repuse, afanándome con el cepillo y sin mirarlo a la cara, no fuera a darse cuenta de la verdad—. Y a las que le corresponden a él también —añadí indicando con la cabeza a Sumner, y vi que le entraban ganas de darme un mamporro, pero no podía hacerlo, visto que Quintal se estaba entusiasmando conmigo.
—¿De verdad lo has hecho? —me preguntó entonces en voz baja, antes de repetir la pregunta más quedamente incluso.
Sentí que me taladraba con la mirada, pero no quise darle la satisfacción de alzar la vista, pues si lo hacía él sabría que yo todavía no había conocido mujer y que mis experiencias en ese terreno no me habían proporcionado placer alguno.
Y antes de que pudiera decirse más sobre el tema, cayó sobre nosotros un maremoto, sin previo aviso y salido de lo que había parecido un mar en calma. Parpadeé y jadeé de pura sorpresa, escupiendo agua, seguro de que estaba a punto de ahogarme, y cuando abrí de nuevo los ojos y miré a mi izquierda, a quién vi ahí de pie sino al deleznable perro en persona, el señor Heywood, sosteniendo un gran balde de agua entre las torpes manos, cuyo contenido acababa de arrojarnos encima.
—Eso baldeará la cubierta y os obligará a callar —declaró antes de alejarse.
No sé qué habría dado entonces por la oportunidad de propinarle un buen sopapo, pero probablemente la vida marinera empezaba a surtir efecto en mí, pues no hice nada; me limité a volver a mi trabajo con el orgullo algo maltrecho y me sentí satisfecho de que al menos la conversación que había mantenido con Quintal y Sumner pareciera olvidada, y así seguir guardando el secreto de mi ignorancia con respecto a las damas y la verdad sobre mi pasado.
Las bodegas se habían reabastecido, el barco se había reparado y nos habíamos hecho a la mar antes siquiera de que me hubiese percatado de ello, pero hubo un jaleo tremendo justo cuando estábamos a punto de zarpar que dejó al capitán de muy mal humor durante los días siguientes. Estaba retirando el plato y la copa que había utilizado para su almuerzo —que solía consistir tan sólo en un poco de pescado y una patata, pues nunca comía gran cosa a mediodía— cuando alzó la vista de lo que escribía en su diario. Al principio se mostró lleno de vida y alegría, tan contento estaba de que volviésemos a navegar.
—Bueno, mi buen señor Turnstile —me dijo—, ¿qué te pareció Santa Cruz?
—No sé decirle con exactitud, señor —repuse, rápido como el que más—, teniendo en cuenta que sólo la vi desde lejos y no puse un pie en tierra en toda nuestra estancia allí. Sin embargo, debo admitir que desde cubierta parecía tan bonita como un cuadro.
El capitán dejó la pluma sobre el escritorio y me miró entornando los párpados con el asomo de una sonrisa en los labios, lo que provocó que mi rostro enrojeciera de tal modo que aparté la vista y empecé a ordenar los objetos que tenía a mano para que él no lo advirtiese.
—¿Ha sido eso una impertinencia? —preguntó al cabo de un instante—. ¿Pretendías mostrarte insolente conmigo, Turnstile?
—No, señor —contesté negando con la cabeza—. Le ruego que me disculpe, señor, si mis palabras han sido más ásperas de lo que pretendía. Sólo quería decir que no me encuentro en posición de responder a su pregunta original, visto que carezco de experiencia de primera mano del sitio en sí. El señor Fryer y el señor Christian y el señor Heywood, por otra parte…
—Todos ellos son oficiales de la Armada de Su Majestad —me interrumpió fríamente—. Y como tales tienen ciertos derechos y obligaciones durante una estancia en puerto. Harías bien en recordarlo si aspiras a alcanzar un puesto superior. Es lo que podría llamarse el beneficio del esfuerzo y el ascenso.
Sus palabras me dejaron un poco perplejo, pues confieso que nunca había considerado semejante idea. Para ser honesto conmigo mismo, algo que siempre trataba de ser, disfrutaba bastante en mi condición de paje del capitán —había muchas y variadas responsabilidades asociadas al cargo y, la verdad, ninguna era en exceso onerosa en comparación con las tareas de los marineros de primera— y el puesto me daba cierto prestigio entre los miembros de la tripulación, con quienes empezaba a mezclarme con confianza y éxito cada vez mayores. Pero ¿aspiraciones de llevar la vida de un oficial? No estaba seguro de que eso estuviera en el destino de John Jacob Turnstile. Al fin y al cabo, apenas dos días antes había estado considerando la posibilidad de escaparme y pasar como desertor a España, una vida que se me antojaba estupenda, llena de aventuras y romances. Lo cierto era que, llegados a un enfrentamiento de lealtades entre las expectativas del rey y mis propios deseos egoístas, me parecía que el viejo Jorge no tenía más posibilidades que una virgen en un burdel.
—Sí, señor —dije mientras recogía algunos de sus uniformes de donde los había dejado tirados y los separaba en dos montones: los que tendría que lavar, una tarea ingrata, y los que soportarían otro período de servicio.
—Era un sitio realmente bonito —prosiguió él, volviendo al diario—. Describo aquí que conserva su belleza natural. Creo que a la señora Bligh le gustaría pasar una temporada allí; quizá se me presente la ocasión de regresar con ella más adelante, a título personal.
Asentí con un gesto. El capitán hablaba de cuando en cuando de su esposa y le escribía frecuentemente, con la esperanza de que pasara una fragata de regreso a Inglaterra que pudiese llevar nuestros mensajes. Observé que faltaba un pequeño montón de cartas que habían reposado en el cajón durante semanas, dejadas sin duda en las seguras manos de las autoridades de Santa Cruz, y vi también que se disponía a empezar una nueva colección de inmediato.
—¿Está en Londres la señora Bligh, señor? —pregunté con tono respetuoso, poniendo buen cuidado en no rebasar la línea invisible que nos separaba, pero él asintió con rapidez y pareció complacerle hablar de ella.
—Sí —contestó—. Mi querida Betsey. Una mujer estupenda, Turnstile. El día que accedió a prometerse en matrimonio conmigo fue el más afortunado de mi vida. Espera mi regreso junto a nuestro hijo William y nuestras hijas. Un chico bien parecido, ¿no crees? —Movió el retrato del muchacho para que yo lo viera, y era cierto, parecía un muchacho apuesto y así se lo hice saber—. Es unos años más joven que tú, por supuesto —añadió—, pero sospecho que si os conocierais, os haríais buenos amigos.
No dije nada al respecto, visto que era poco probable que alguien de mi situación social pudiese trabar amistad con una persona de la suya, pero el capitán se estaba mostrando tan agradable conmigo que me pareció grosero señalarlo. En lugar de ello eché un último vistazo al camarote para asegurarme de que todo estuviese en orden, y me sorprendió advertir junto a la pequeña ventana una serie de macetas que se habían cogido del gran camarote de al lado y estaban ahora a la vista de cualquiera, llenas hasta el borde de tierra y con unos brotes que empezaban a asomar.
—Veo que estás observando mi jardín —señaló alegremente el capitán, y se levantó de su escritorio para verlas de cerca—. Son todo un espectáculo, ¿no crees?
—¿Son estas plantas el objetivo de nuestra misión, señor? —quise saber en mi ignorancia, y en cuanto hube pronunciado estas palabras comprendí hasta qué punto eran estúpidas, pues aún había centenares de macetas vacías en el almacén de al lado, y si era eso cuanto se necesitaba, menudo despilfarro de tiempo y energías habría supuesto el viaje entero.
—No, no. No seas ridículo, Turnstile. Éstas no son más que unas insignificancias que descubrí ayer en las montañas cuando el señor Nelson y yo salimos en una expedición botánica.