—¿Ya estás mejor, joven Turnstile? —preguntó, abriendo la puerta para dejarme pasar.
Asentí con la cabeza y, por si acaso, respondí rápidamente:
—Sí, señor; gracias, señor. —Y entramos los dos.
Había cuatro hombres en la habitación, acomodados en torno a la larga mesa, y el señor Fryer era el quinto. En la cabecera se sentaba un hombre que no tendría más de treinta y tres años, y de inmediato supe que me habían llevado a bordo para servirlo.
—Ah, de modo que aquí está, señor Fryer —exclamó, mirando por encima de mi cabeza y ofreciéndole una afable sonrisa a mi compañero—. Nos temíamos que se hubiese caído usted por la borda.
—Le ruego me disculpe, señor —repuso el maestre con una leve inclinación al tiempo que tomaba asiento—. Estaba manteniendo una conversación sobre nuestro rumbo con uno de los hombres en cubierta y ha tenido un repentino ataque de tos, por increíble que parezca, así que me he quedado con él hasta que le ha remitido.
—Dios santo —exclamó el capitán, conteniendo apenas la risa—. Nada serio, espero, en una etapa tan temprana de nuestro viaje…
El señor Fryer negó con la cabeza, declaró que todo marchaba bien y se sirvió una copa de vino, mientras yo dejaba la bandeja y quitaba la tapa para revelar un montón de pollos asados que me hicieron la boca agua.
—¿Y a quién tenemos aquí? —comentó entonces el capitán, mirándome—. Por mis barbas que el muerto se ha levantado y está sirviendo la mesa. Te has recobrado ya, ¿no es así, muchacho? ¿Listo para cumplir con tu deber?
He de decir que nunca he sido de los que se intimidan con facilidad, ni siquiera ante quienes llevan uniformes u ostentan puestos de poder, pero hallarme en presencia del capitán me produjo temor y, de pronto, me percaté de que abrigaba el curioso deseo de impresionarlo.
—Sí, señor —respondí, tratando de que mi voz sonara más profunda para que me creyera más maduro—. Me complace informarle que mi salud se ha visto por completo restablecida.
—Su salud se ha visto por completo restablecida, caballeros —exclamó alegremente el capitán, levantando una copa de vino ante sus compañeros—. Bueno, me parece que eso merece un brindis, ¿no creen ustedes? ¡Por la prolongada prosperidad del muchacho, el joven Turnstile!
—¡Por el joven Turnstile! —exclamaron todos haciendo entrechocar las copas, y confieso que pese a que me enorgulleció que conociese ya mi nombre, mi rostro enrojeció de pura vergüenza y no conseguí salir de la habitación lo bastante rápido. Cuando volví unos minutos después, con patatas y verdura en la mano, ya habían empezado a dar cuenta de la carne, los muy salvajes.
—… pero aun así, sigo confiando en las cartas —estaba diciéndole el capitán a uno de los oficiales situados a su izquierda cuando reaparecí, y entonces no me prestó la menor atención—. Cierto que he considerado una serie de planes alternativos, pues sería negligente por mi parte no haberlo hecho, pero otros han rebasado el cabo de Hornos con éxito, de modo que no veo por qué la
Bounty
no puede hacerlo.
—Otros no lo han intentado en pleno invierno, señor —adujo el oficial más joven—. Será difícil, es todo cuanto digo. No imposible, pero sí difícil, y deberíamos ser conscientes de ello en nuestro avance.
—Bueno, bueno, es usted un pesimista, señor —repuso jovialmente el capitán—. Y no toleraré un pesimista a bordo de mi barco. Preferiría tener el escorbuto. ¿Qué dices tú, joven Turnstile? —me preguntó, volviéndose hacia mí tan de repente que estuve a punto de derramar la jarra de vino—. ¿Compartes el desánimo del señor Christian?
Me quedé mirándolo y abrí y cerré la boca varias veces como un pez con el anzuelo clavado, sin saber de qué estaban hablando.
—Le ruego me disculpe, señor —dije, tratando de imprimir a mi voz cierto aire de educación—. Estaba enzarzado en mis responsabilidades y confieso mi ignorancia con respecto al tema que les ocupa.
—¿Cómo dices, chico? —me preguntó, frunciendo el entrecejo como si no me hubiese entendido, lo cual no hizo sino inquietarme aún más.
—Que no estaba escuchando, señor —repuse—. Estaba ocupado en servirles.
Reinó el silencio unos instantes entre los comensales, y el capitán me dirigió una mirada inquisitiva antes de lamerse los labios y continuar.
—El señor Christian aquí presente —explicó, señalando con la cabeza al caballero a su izquierda, un joven de veintiún o veintidós años, diría yo— no cree que un barco como el nuestro haya sido construido para enfrentarse a las tempestades del cabo de Hornos. Le he dicho que es un agorero. ¿Qué opinas tú?
Titubeé; lo cierto es que se me hacía difícil imaginar que quisiera de veras la opinión de alguien tan poco experimentado como yo, por lo que me pregunté si no estaría burlándose de mí. Pero los reunidos me miraban expectantes y no me quedaba más remedio que responder.
—No estoy seguro de poder darle una opinión, señor —contesté al fin, pues lo ignoraba todo con respecto al cabo de Hornos, teniendo en cuenta que no había consultado un mapa de nuestro viaje antes de zarpar—. ¿Queda eso en la dirección que estamos siguiendo?
—Desde luego —repuso él—. Y les juro a todos ustedes que lo conseguiremos, y en tiempo récord, además. El capitán Cook lo logró, y también lo haremos nosotros.
Ésa sí que era otra cuestión. Muéstrenme a un muchacho que no conozca o admire al difunto capitán James Cook y les mostraré a un muchacho sin ojos, oídos o juicio alguno.
—¿Estamos siguiendo las huellas del capitán? —quise saber, todo ojos y oídos.
—Bueno, su senda, por lo menos —admitió el capitán—. ¿Debo presumir entonces que eres un admirador del capitán?
—El más ardiente, señor —repuse encantado—. Y si él lo consiguió, yo diría que haremos bien en intentarlo.
—¿Lo ve, Fletcher? —exclamó el capitán con tono triunfal y dando una fuerte palmada en la mesa ante sí—. Hasta este muchacho cree que podemos lograrlo, y se ha pasado las últimas cuarenta y ocho horas sacando las entrañas por la boca como un niño de pecho. Creo yo que debería usted aprender una lección de fortaleza del muchacho.
No miré al señor Christian; las palabras del capitán y la atmósfera que reinó después en la mesa me aconsejaron evitar su mirada.
—Tiene que contarnos más sobre sus viajes con el capitán Cook, señor —intervino otro oficial tras una prolongada pausa, y ese caballero era en realidad un muchacho no mucho mayor que yo; no podía haber visto más de quince primaveras—. Me resultan de especial interés por mi padre, señor, que en cierta ocasión estrechó la mano del capitán en el palacio de Blenheim. Llena mi copa, ¿quieres, chico? —añadió mirándome, y juro que de haber estado de vuelta en Portsmouth, o en el establecimiento del señor Lewis, lo habría tomado por un desafío y le habría partido la crisma.
—Su padre era entonces un hombre afortunado, señor Heywood —repuso el capitán, revelándome el nombre del sujeto—. Pues no ha habido en la tierra un hombre más valiente y más sabio que el capitán Cook, y cada mañana doy las gracias a nuestro Salvador por haber tenido la oportunidad de estar a su servicio. Sin embargo, creo que hacemos bien en considerar algunas de las dificultades a que nos enfrentamos en nuestro viaje. Sería negligente que hiciésemos lo contrario. Señor Christian, ha hecho usted gala de sensatez al mencionar que…
Titubeó un instante y aguzó la mirada, dejando el tenedor junto al plato para observarme mientras yo acababa de servirle el vino al señor Heywood.
—Creo que eso será todo por el momento, joven Turnstile —me dijo, bajando un poco la voz—. Puedes esperar en el pasillo.
—Pero el señor Hall me ha dicho que me quede aquí por si necesitan algo —me quejé, quizá en tono demasiado ansioso, pues quién se volvió hacia mí sino el joven Heywood otra vez, para tratarme como si fuera un perro al que pudiese patear en un callejón.
—Ya has oído al capitán —gritó, y las grandes pústulas que tenía en la cara parecieron latir, rojas de rabia; qué feo era el condenado—. Haz lo que te dice el capitán Bligh, chico, o te daré tu merecido.
—Me gustaría ver cómo lo intentas, mequetrefe —espeté, y me acerqué a él para darle un tirón de la nariz, abofetearlo en ambas mejillas y arrojarle la cena en los pantalones, provocando vítores entusiastas en los demás comensales reunidos. ¡Pero no! Fue sólo en mi mente que dije eso y sólo en mi imaginación que lo hice, pues si bien llevaba poco tiempo a bordo de la
Bounty
, ya sabía lo suficiente sobre la vida en el mar para comprender que no debía responderle a nadie que llevara un uniforme blanco, aunque apenas fuera mayor que yo y condenadamente más feo, por añadidura.
—Sí, señor —contesté, incorporándome para abrir la puerta—. Le ruego que acepte mis más humildes disculpas, señor. Estaré a menos de un tiro de piedra por si necesitan algo.
—¡A menos de un tiro de piedra! —exclamó entonces el señor Christian, riendo, y el rostro del capitán esbozó también una sonrisa—. ¡Habrase visto! —Intercambió una mirada de complicidad con Heywood y advertí que me las iba a ver moradas con ese par de rufianes.
Volví al pasillo, donde anduve de aquí para allá imaginando todo lo que podría haber dicho o hecho, y cuando estaba allí quién salió de la cocina sino el cocinero, el señor Hall, que me miró con más lástima que enfado.
—¿Qué te he dicho antes? —preguntó—. ¿No te he dicho que te quedaras ahí dentro por si te necesitaban?
—Me han echado —expliqué—. Contra mi voluntad. Me habría quedado con mucho gusto.
—¿Te has portado mal?
—No, qué va —repuse a la defensiva—. He contestado a una pregunta que me han planteado y he llenado las copas, y luego el capitán me ha pedido que esperase fuera.
El señor Hall consideró aquello unos instantes y se encogió de hombros, al parecer satisfecho con mi respuesta.
—Bueno, será que querían discutir asuntos para los que tus orejas aún no están preparadas. Después de todo, eres el más joven.
—Sí, lo sé —repuse, harto ya de aquello—. Y todos están por encima de mí. Hasta los ratones del casco están por encima de mí. Ya lo he entendido.
Esbozó una leve sonrisa, pero sólo un momento, y luego pareció arrepentirse de aquel instante de humanidad.
—Bueno, entra aquí, mi valiente amiguito —dijo—. Diría que no te vendría mal un cuenco de algo caliente que meterte entre pecho y espalda, ¿eh?
Tenía razón; no me venía nada mal y me sentí agradecido. Y para mi sorpresa, cuando me estaba comiendo el estofado que me puso por delante, me dijo:
—No está mal como cena de Navidad, ¿no te parece?
Eso me hizo parar de comer un momento y recordar a qué día estábamos, un día que había olvidado, un día en que, bien mirado, debería haber estado gastándome mis mal obtenidas ganancias en el Twisty Piglet en una buena comida para celebrar el nacimiento del Señor y no ahí, en un barco en medio del mar, sin un amigo o hermano a la vista.
No recé, pues el señor Lewis no permitía rezos en su establecimiento, de modo que no tenía por costumbre dar gracias por todas las bendiciones que me salían al paso; el señor Lewis decía que rezar era propio de papistas y sodomitas, y al mirar atrás considero que ese comentario que salió de sus labios llenos de ampollas fue bien gracioso.
—¿Qué ha querido decir antes? —le pregunté al señor Hall al cabo de unos instantes, alzando la vista del cuenco—. Cuando ha dicho que el barco no tenía capitán. Sí que lo tiene, ¿no es así? Me refiero al capitán Bligh. Acabo de servirle un pollo asado.
—Ah, bueno, he ahí el acertijo, ¿no? —repuso el señor Hall, levantando una cacerola y rascando el limo del fondo, que vertió en un cuenco para utilizarlo más tarde. En nuestro almuerzo del día siguiente, quizá—. El señor Bligh está al mando, de acuerdo, sólo que el señor Bligh no es el capitán Bligh, sino el teniente Bligh. Verás, la
Bounty
no es un barco de la marina de guerra. Ya has visto qué tamaño tiene, menos de noventa pies de eslora. Es sólo una fragata. Nada más. En mis tiempos estuve en barcos de guerra. Y éste no es uno de ellos.
—Una fragata —repetí en voz baja, tratando de rescatar un sabroso pedazo de cartílago que me resbalaba por el mentón; sabía muy bien que no había que desperdiciar la comida—. ¿Y cómo se entiende eso de que es una fragata? ¿No es lo mismo acaso que un barco de guerra?
—Ni mucho menos —repuso—. Tenemos tres palos y un bauprés, ¿no los has visto? —Negué con la cabeza y se rió en mi cara, pero sin burlarse, sólo de pura sorpresa—. ¿No sabes nada sobre el mar? Lo nuestro sólo es una fragata, y de alquiler además; no hay capitán alguno al mando, sino un teniente. Y con una paga de teniente, que mayor que la tuya o la mía será, pero igualmente inferior a lo que él quisiera. Oh, todos lo llamamos capitán, por supuesto, pero lo hacemos más por cortesía que por otra cosa. Sir Joseph nos ordena que lo llamemos así. Pero no es más que un teniente, como el señor Fryer. Aunque el señor Bligh está por encima de él, por supuesto. Está por encima de todos nosotros.
Más tarde esa misma noche, cuando la cena hubo acabado y hacía mucho que los oficiales habían vuelto a sus obligaciones, regresé a la mesa del comedor siguiendo las instrucciones del señor Hall y llevé los platos y las copas de vuelta a la cocina, donde los lavé con cuidado antes de meterlos de nuevo en un arcón en el comedor del capitán. No eran una cubertería y una vajilla cualesquiera, esas con que habían comido los oficiales, sino propiedad personal del capitán Bligh, un regalo de su señora esposa al inicio de nuestro viaje, y se sacaban de su chiribitil y se utilizaban siempre que recibía a sus subordinados inmediatos para cenar. Pero yo no estaba acostumbrado a esa clase de trabajo y me llevó más tiempo del que había imaginado acabar con la tarea, pues lavar y secar supone un lento y terrible quebradero de cabeza cuando el agua no está lo bastante caliente y los trapos lo bastante secos para cumplir adecuadamente con su propósito. Aun así, seguí con ello hasta concluir la tarea porque quería dejar el comedor en tan buenas condiciones de limpieza como fuese posible, para causar buena impresión al cocinero del barco. El señor Hall, después de todo, estaba a cargo de la comida de todos los hombres, de modo que me pareció sensato procurar que estuviera de mi parte.
Cuando cerré la puerta para volver a través del camarote del capitán, me llevé una gran sorpresa, pues ahí, sentado a su escritorio en camisón, estaba el capitán en persona, iluminado tan sólo por una vela, de forma que el aspecto que ofrecía era más de espectro que de hombre. Di un brinco y a punto estuve de soltar un grito, pero me contuve a tiempo para no parecer un afeminado a sus ojos.